Shine. Ana de Andrés

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Shine - Ana de Andrés Directivos y líderes

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más o menos eficientes, sino a escuchar y actuar desde la presencia, primero individual y después colectiva, en un encuentro profundo con el entorno, con los otros y con uno mismo.

      Esta presencia es requisito indispensable para cultivar una visión estratégica y sistémica, rasgo fundamental de los grandes líderes, aunque desgraciadamente poco habitual en nuestros días. Únicamente sobre esa visión pueden apoyarse la creatividad y la innovación verdaderas, que parten de una mente y una conciencia expandidas y no se consiguen solo con técnicas más o menos depuradas. Una visión fundamental para enfrentarse a los dilemas que nos impone este «Nuevo Orden», que requieren una lógica diferente de aquella en la que se crearon y a los que no podemos enfrentarnos con soluciones procedentes del pasado.

      Cuando trabajo con grupos me resulta enternecedora y dramática a la vez la dificultad que tienen muchos de sus miembros para elevarse, saliendo del territorio de la acción inmediata para poder conceptualizar o pensar a medio o largo plazo. En realidad, tengo que confesaros que encuentro paradójico que tantas personas hayan podido llegar adonde están pensando que gestionar sus quehaceres diarios con diligencia es sinónimo de liderazgo o contribución suficiente para un directivo. Eso sin mencionar lo que podríamos concluir de los que los han puesto ahí, que podría parecer que evitan a quienes piensan por sí mismos. En los tiempos que vivimos, el ejercicio del liderazgo no puede consistir meramente en ordenar el día a día, sino que hace necesario que nos adentremos en territorio ignoto y aprendamos a cultivar los vacíos como territorio fértil en lugar de esforzarnos por llenarlos y concentrarnos mayoritariamente en el hacer, y especialmente si es irracional.

      Presencia y «gravitas»

      La presencia a la que me refiero está necesariamente alimentada por la gravitas (entendida como dignidad y seriedad exentas de frivolidad), una de las antiguas virtudes que la sociedad romana más apreciaba. La gravitas tiene poco que ver con la gravedad o auto-importancia –tan frecuente en ciertos foros y por ello tan monótona–, a pesar de su etimología común, ya que ambas derivan de la palabra latina que indica peso. La gravitas a la que me refiero tiene un sentido ético, de seriedad y dignidad, y connota una cierta sustancia o profundidad en la personalidad. Para ser un gran líder hay que cultivar ese peso, hay que reflexionar, interpelarse, cuestionarse y cuestionar. La gestión del día a día, por muy complicada que nos resulte y por mucha energía que nos requiera, no puede ser suficiente.

      El cultivo de presencia y gravitas en el mundo de hoy, donde las únicas constantes son la incertidumbre y el cambio, no solo no son un lujo elitista, sino que son estrategias esenciales para el éxito de los proyectos y las organizaciones, y un rasgo distintivo de los liderazgos capaces de transformar sus entornos. Por tanto, si queremos merecer y ejercer por derecho propio papeles de liderazgo tenemos que fabricar el tiempo para cultivar presencia y gravitas. Ambas requieren de mucha disciplina personal, más y más a medida que aumenta el grado de complejidad de los desafíos. Son también el sustrato donde surge la magia y florece la verdadera contribución de los grandes, porque más allá de eso, como solía decir un CEO con el que trabajé, «lo demás es carpintería», por mucho trabajo diligente que esa carpintería requiera.

      Esta presencia tiene asimismo una connotación muy literal: se trata de hacerla aparente, cuidando nuestro «continente» y la impresión que provocamos en el otro –que ojalá sea de calma y solidez, en lugar de aparecer desbordados o a punto de desbordarnos buena parte del tiempo–, si queremos transmitir la sensación de estar atentos, en un solo sitio a la vez y «completos». Confieso que este es un tema en el que me ha tocado trabajar a menudo con mis directivas, que a menudo no se ponen a sí mismas por delante en su lista de prioridades y con algunos, aunque menos, de mis directivos.

      Sin embargo, este rasgo está, paradójicamente, bastante ausente en nuestras instancias de poder. Creo que coincidiréis conmigo en que una vez se llega arriba, la cosa debería dejar de ir de demostrar constantemente cuánto hemos trabajado y trabajamos para merecer estar ahí para tratar más bien de descubrir e impulsar dinámicas productivas, de entender cuál es el juego y quiénes los jugadores, y de comportarse como alguien que está en esa mesa por derecho propio. Eso permitiría que nuestros órganos de decisión y gobernanza lo fueran de verdad, que pudieran darse encuentros «entre adultos» más allá de las tan habituales posiciones defensivas y que fueran posibles el pensamiento y el diálogo incrementales, tan necesarios en esos momentos.

      La gestión de las emociones

      En torno a este tema, una de las conclusiones de mi trabajo con personas de diferentes culturas es precisamente que en la forma y el grado de expresión de las emociones sí existen diferencias sustanciales basadas, al menos en parte, en la cultura de la que procedemos y en las reglas que esa cultura plantea. Esas reglas, con respecto, sobre todo, a la aceptación y expresión de las emociones promovidas por culturas distintas son campo abonado para el desencuentro. Ampliar el registro que nos es natural de comprensión y expresión de las emociones es por tanto necesario para hacer posible una coexistencia más armoniosa con uno mismo y con los otros.

      Aún recuerdo el empeño que ponía un general hindú, extremadamente formal y exquisitamente caballeroso, al descubrir por primera vez los rudimentos básicos del mundo de las emociones, en desarrollar su propio kit de supervivencia para principiantes. Su descubrimiento le llevó, entre otras cosas, a demostrar a los miembros de su equipo el valor que tenían para él, haciendo cosas tan radicales como por ejemplo organizar encuentros informales para contrarrestar la soledad y las duras condiciones en el país en guerra en el que trabajaban. Todavía me enternece su fascinación al descubrir la eficacia de estos encuentros como estrategia para resolver problemas antes de que escalaran. También su empeño en organizarlos superando su incomodidad para intimar e incluso su falta de vocabulario para mantener conversaciones fuera de lo estrictamente profesional. Recuerdo igualmente el asombro de un experto asesor político sudanés, que justo en el otro lado del espectro entendió que lo abrupto y falto de empatía de su estilo de liderazgo era un elemento paralizador para sus subordinados, y que algunos incluso lo vivían como acoso.

      Estado de gracia o «flow»

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