Cómo estar preparado. Pierre-Hervé Grosjean
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Sin ella no habría más que escupir el alma y destruirse de desesperanza. Pero su luz está ahí y su búsqueda y su seguimiento hacen de una vida humana una aventura más maravillosa que la conquista de un mundo o la carrera de una nebulosa. Esta aventura no supera nuestras fuerzas. Nos basta caminar hacia nuestro Dios para estar a la altura del Infinito, y eso legitima todos nuestros sueños.
Todo está dicho, y qué bien dicho. Haber uno comprendido el fin de su vida permite descubrirla, y por tanto vivirla como una magnífica aventura. Esta aventura la vivimos con lo que somos, incluso nuestras fragilidades y nuestras rémoras. Avanzamos a trancas y barrancas por esta tierra, arrastrando nuestras limitaciones, nuestras debilidades, nuestro pecado… Con todo eso, tratamos de amar y de dejarnos amar. Es la bondad y la grandeza de Dios lo que nos hace capaces. Tratamos de «servir lo mejor que podemos», según la promesa que muchos han podido hacer una tarde de verano. Pasamos nuestro tiempo luchando contra los mismos demonios, en los mismos combates. Levantándonos una y otra vez, aprendemos a amarnos a nosotros mismos, tal como somos. Aprendemos sobre todo a dejarnos amar, por quien se revela como un Padre, un Hermano, un Amigo. Esto es por otra parte sin duda el corazón de la aventura: aprender a dejarse amar. Estamos llamados a hacer cosas hermosas en esta tierra, comenzando por servir a nuestros hermanos. Brillante o escondida, realizada o no, nuestra vida tiende hacia esa «estrella», esa hora última que ninguno conoce: la del encuentro. Sí, la vida en este mundo es bella, aunque no sea fácil. Pero creo con todo mi corazón que nos prepara para una belleza aún mayor. Y todas las alegrías de este mundo no serán nada ante la de oír un día, cuando llegue la hora: «Muy bien, siervo bueno y fiel […]; entra en el gozo de tu señor» (Mt 25, 21).
«Estar preparado», eso no quiere decir tampoco «ser perfecto». Como si un día, habiendo alcanzado una cierta perfección humana, pudiéramos decir: «¡Basta!». Como si un día pudiésemos mirar al Señor de igual a igual y decirle: «Ya tengo el derecho de ir al Cielo». La salvación ofrecida será siempre un don, nunca algo debido. Un don mucho más allá de nuestros méritos. Nos encontrará pobres quien vendrá a buscarnos. Siempre necesitaremos su misericordia. Hasta el fin de su vida, incluso los más grandes santos se han confesado. No se inventaban pecados… tenían aún necesidad de convertirse y de permitir que les levantaran. Sin embargo, ¡estaban preparados!
Romain no era perfecto tampoco. Solo Dios conocía el secreto de su corazón. Como cada uno de nosotros, tenía sus luchas y sus debilidades. Pero creo que puedo decir que Romain estaba preparado porque era sincero con Dios, porque estaba en amistad con él. Estar preparado, me parece, es también eso. No ser perfecto, pero ser verdadero. No haber ganado todas las luchas, pero estar llevándolas generosamente. No haber alcanzado la cumbre, pero estar en camino con el deseo de esa cima. Romain tenía un verdadero deseo de Dios, buscaba la voluntad de Dios, quería comprenderla, captarla para mejorar y adherirse a ella. Sufría por no conseguirlo siempre. Conoció así verdaderos combates interiores. Pero luchó bien para aprender a dejarse amar y para amar, a confiar, a ser libre, a elegir las verdaderas alegrías. Romain tenía la humildad de dejarse ayudar. Sacaba del sacramento de la eucaristía y de la confesión la fuerza para levantarse y avanzar. Hacía oración también. Uno de sus últimos mensajes fue para decirme que rezaba el rosario, y que aprendía así a abandonarse. Romain estaba disponible para la gracia de Dios, quería que ella hiciese su obra, ponía los medios para cooperar con esta acción de Dios en su vida. Antes de partir para Malí, quiso detenerse en el santuario de Notre-Dame du Laus y confesarse. Quería vivir esta «Opex» [Operación en el extranjero] como un gran retiro. Mirando atrás, cuando se relee un poco su recorrido, se está impresionado al ver cómo el Señor lo ha preparado misteriosamente —pero realmente— a través de los encuentros, los retiros y las reconciliaciones, las lecturas y los sacramentos recibidos. Ese 25 de noviembre, Romain estaba «en su sitio» y eso era el fruto de los meses y años que habían precedido.
Se está preparado porque nos hemos dejado trabajar por el Señor. Hemos estado disponibles, se le ha permitido hacer su obra en nosotros, se ha aceptado creer que, a través de los encuentros y los acontecimientos, podía llegar a nosotros. Se está preparado porque nos hemos dejado preparar, sencillamente. Sin duda que ser consciente de eso nos ayuda a discernir mejor el sentido de tal o cual periodo de nuestra vida. Tiempos de espera, tiempos de desierto, tiempos áridos o que nos parecen muy ordinarios no son por eso tiempos perdidos. Dios nos prepara a menudo a los grandes dones y a los grandes compromisos, en el silencio y a largo plazo. Jesús mismo conoció la vida oculta en Nazaret durante treinta años: una vida de niño, de adolescente y luego de joven artesano. Vida humilde y pobre, bastante impresionante luego cuando se descubre que era el Mesías esperado. Había que salvar el mundo y Jesús se dedicaba a la carpintería… Pero Dios sabe lo que hace y permite. La hora no había llegado aún. Los tiempos de Dios no son los de los hombres. Pero nada de nuestra vida es inútil cuando vivimos unidos a Dios. «Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio» (Rm 8, 28). Nuestra fidelidad en su seguimiento, en estos periodos a veces penosos u ordinarios, nos prepara para seguir siendo fieles en los momentos más fuertes o más grandes. Los pequeños «síes» preparan los grandes.
Se está preparado cuando se vive plenamente cada instante de la vida, sin esperar indefinidamente «el gran momento» o «más tarde». No se prepara uno para el matrimonio la víspera del gran día, sino en los diez años que lo preceden. El hombre o la mujer, capaz de decir «sí» ese día, es el fruto de esos diez años (y a veces más) en el curso de los cuales él o ella ha aprendido a guardarse, a prepararse, a construirse, a servir y amar. Todos esos años han permitido formar poco a poco el corazón de esposo, el corazón de padre o de madre capaz de darse cuando llegue el día. Es lo mismo para un sacerdote o una religiosa. Los pequeños «síes» preparan los grandes. Jesús nos lo promete en el Evangelio: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho…» (Mt 25, 23). Es muy alentador saber que incluso lo que yo considero un tiempo «ordinario» de mi vida, incluso lo cotidiano a veces tan banal o repetitivo, tiene siempre valor para Dios. Él ama servirse de eso para prepararnos a los grandes dones, a los grandes compromisos y a las grandes etapas de nuestra peregrinación.
Así, estar preparado es vivir en este «estado de gracia» del que habla la Iglesia. Se podría decir también «en amistad» con Cristo. Eso no significa únicamente no tener «pecados mortales» en la conciencia. Por supuesto que estar «en amistad» con Cristo implica haberse reconciliado con él, si los pecados hubiesen podido herir o romper esta relación entre él y nosotros. Estar en amistad con Cristo implica también que tratemos día tras día de amarle y seguirle, más allá de los altibajos. Es una amistad perseverante por la que se lucha sin desanimarse. Ese deseo habitual marca profundamente nuestras elecciones, nuestras decisiones, nuestro recorrido. Como toda amistad, este estado implica estar de verdad con el Señor y haberle escogido realmente: «Señor, tú lo sabes todo… tú sabes que te quiero», responde san Pedro a Jesús. Esta respuesta le basta a Cristo: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 17). Se considera de nuevo a Pedro preparado por el Señor, tres días después de haberle negado. Pedro ha llorado esta amistad perdida, este lazo roto por su falta. Pero ha creído en la misericordia de Dios. Es en esta misericordia incansable donde podemos rencontrar este «estado de gracia», esta amistad con Cristo.
Estamos preparados, porque estamos perdonados. Estamos preparados, porque Jesús nos ha revestido él mismo de su santidad, de este «traje de boda» (Mt 22, 11), cargando sobre él nuestra miseria. Nuestras debilidades y nuestros pecados, nuestras luchas y nuestra pobreza no serán nunca un obstáculo definitivo. Estaremos preparados, pues habremos adquirido el hábito de acudir regularmente a renovar nuestra amistad con Cristo en los sacramentos. Habremos aprendido a gustar de su perdón, dejándole realizar ese intercambio asombroso y conmovedor: nuestros pecados contra su santidad. Estaremos preparados, porque no nos quedaremos nunca lejos de él largo tiempo. Estaremos preparados, porque nos habremos propuesto no dejarnos nunca desanimar. No podremos conseguir no caer nunca. Pero nunca nos quedaremos en el suelo… Dios conoce nuestros corazones: sabe lo que realmente queremos vivir. No tenemos por qué vivir con miedo permanente