Las conspiraciones fallidas. Eric Uribares

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Las conspiraciones fallidas - Eric Uribares

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También nosotros sabíamos apretar los gatillos y así lo hicimos hasta acabar con todos, o casi todos, porque unos prefirieron rendirse.

      No pude celebrar la victoria. De inmediato, mi general —quien a partir de ese momento dejó de ser para mí, simplemente don Pancho— se dirigió a mí para decirme:

      —Ora sí, pelao, vaya y traiga las chivas que necesita para la cámara, porque vamos a grabar el fusilamiento de estos pinches cobardes.

      Y así lo hice.

      Grabé todo el fusilamiento de los que se rindieron, la piedad que solicitaron a mi general y que éste decidió no conceder. Acribilló a uno por uno frente a la puerta principal del WalMart y fue en ese momento que tuve consciencia de lo que estábamos haciendo.

      Después recorrí con cámara en mano cada uno de los flancos por los que atacamos. Era un paisaje delirante y apocalíptico. Cuatro avenidas pavimentadas de cuerpos, algunos todavía en agonía, suplicando ayuda.

      —Mi general, hay mucha gente sufriendo, habría que darles el tiro de gracia para acabar con su dolor —dijo alguien en algún momento.

      Entonces, Villa dio unos cuantos pasos caminando en círculo, ajustándose los pantalones que le quedaban grandes y mirando al piso.

      —Pos ni modo, que se aguanten el dolor y que mueran cuando tengan que morir, no podemos desperdiciar las balas —sentenció.

      Saqueamos lo poco que había en el centro comercial y de inmediato nos pusimos en camino para la reunión con Emiliano. La moral de la cuadrilla estaba alta pese a la fragilidad en que habíamos quedado tras la batalla. Éramos muy pocos. En ese momento, cualquier ataque medianamente organizado por un grupo de gendarmes nos hubiera pulverizado. Pero nadie parecía notarlo, ni siquiera mi general, quien iba al frente del grupo —porque para mi gusto ya no podía llamarse batallón o tropa— extraviado en sus cavilaciones.

      Durante el trayecto vimos pasar un par de helicópteros del ejército encima de nosotros.

      —Debemos apurar el paso, estos pelaos nos tienen a tiro de piedra —me dijo, y tras una pausa en la que respiró hondo, continuó—, no te pierdas ningún detalle.

      Tras un par de días en los que de nueva cuenta estuvimos a salto de mata entre puebluchos y montañas, logramos por fin reunirnos con las tropas de Zapata. El encuentro tuvo sus momentos de euforia, sobre todo al principio, cuando vimos que eran muchos y más jóvenes que nosotros.

      La mayoría de ellos llegó en motocicleta. Tenían comida y armamento. El encuentro entre Emiliano y mi general arrancó los vítores y aplausos de todos. Se abrazaron con fuerza y por varios segundos, tantos, que Pancho, tan flaco él, pareció extraviarse entre los robustos brazos tatuados, la generosa panza y la larga cabellera de Emiliano Zapata.

      Esa noche supe, por voz de su propia tropa al calor del vino tinto que ellos bebían, que este Emiliano Zapata sí se llamaba así, y que de hecho, se había lanzado a la revolución más que por ideales políticos, por una convicción derivada de una lectura de mano, la cual dijo que su futuro estaba predestinado por su nombre.

      También supe que no sufrían por recursos económicos, pues Emiliano era la oveja tiznada de una familia pudiente otrora dueña de gasolinerías, lo que explicaba el uso de las motocicletas en un país donde el combustible ya era para uso exclusivo del ejército.

      En algún momento de la noche y de la borrachera, Emiliano se me acercó.

      —Así que te gusta grabar…

      —Son órdenes de mi general —respondí.

      —Yo prefiero las selfies —dijo, y sacó un teléfono celular e inmortalizó ese momento entre los dos.

      —No creo que le sirvan de mucho —arremetí—, ¿hace cuánto que el país se quedó sin internet? ¿Cinco, seis meses?

      —No importa, güey, ya venceremos y volveremos a ser libres y prósperos —remató y se alejó dando tumbos por ahí.

      A la mañana siguiente nos despertaron los tiros y el rugido de las primeras granadas que apenas anunciaban lo que venía. Nos tomaron desprevenidos, la mayoría aún teníamos alcohol en la sangre y algunos hasta el fusil descargado.

      Las tropas de mis generales intentaron parapetarse, pero el ejército atacó con lo mejor que tenía y no le llevó mucho tiempo provocarnos bajas importantes. Dirigió su artillería hacia la mayoría de los caballos y motocicletas para impedirnos el escape, posteriormente, avanzaron con la infantería con la intención de encapsularnos.

      Nos defendimos como verdaderos patriotas y héroes. Seguí a mi general y nos atrincheramos tras unas rocas en plena serranía. Desde ahí vi cómo se acercaban poco a poco. Nos eliminaban con facilidad. Pude grabar la muerte del general Emiliano tras un tiro exacto en el cogote.

      Mi general Villa jalaba el gatillo y de vez en vez le pegaba a uno que otro pelado. Pero no había posibilidades de salir vivos de ahí, lo sabíamos ambos. Fue entonces que me dijo:

      —Ya grabó todo lo que tenía que grabar, ahora apague esa chingadera y lárguese de aquí…

      —Pero, mi general…

      —Pero nada, cabrón, le estoy ordenando que se vaya de aquí y esconda esa chingadera donde alguien, algún día, pueda encontrarla…

      —Pero mi general…

      Entonces me volteó otro par de bofetones para acomodarme las ideas.

      —Sáquese a la verga —remató.

      Supe entonces que yo no era nadie para contradecir a don Pancho, saqué la cámara por última vez, la puse en modo fotografía, y mientras nos zumbaban las balas, me coloqué junto a él y tomé la foto. Segundos después, me escurrí pecho a tierra montaña arriba, dejando tras de mí aquella masacre.

       CONSPIRACIONES EN LA REGIÓN MÁS TRANSPARENTE

      para Jaime Guerrero

      1

      Yo sabía quién era Carlos Fuentes, claro que lo sabía, pero nunca había leído ninguno de sus libros. Lo apreciaba porque siempre era muy amable y nunca se retrasaba con la quincena. Se molestaba cuando veía mi arma pero sólo me pedía que la mantuviera oculta. Nunca me regañó ni le escuché una mala palabra. Era un caballero al que había que abrirle la puerta del auto. Le gustaba viajar en el asiento trasero. Ahí extendía los periódicos a sus anchas, cruzaba la pierna y leía. Abría primero la sección de espectáculos porque decía que compensaba su nulo interés por la televisión, después se iba a las noticias internacionales. Las que nunca leía eran las de cultura, decía, mire Gabriel, el periodismo cultural ya no existe y no sé si alguna vez existió, pero tome, ande Gabriel, lea usted, porque leer lo que sea es bueno, y me regalaba siempre esas hojas que recomendaban libros del momento o entrevistaban intelectuales.

      Quien me contrató fue la señora Sylvia, esposa de don Carlos. Él siempre creyó que no necesitaba de mí. Pero a la señora Sylvia le atemorizaban las amenazas, mismas que habían empezado con las marchas de los consumidores; se trataban de cartas que llegaron primero a la editorial donde publica el señor Fuentes y después al domicilio familiar. Cuando la señora llevó las evidencias a la policía, el responsable tomó la declaración y la mandó de regreso a casa con promesas vagas de investigar

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