Las conspiraciones fallidas. Eric Uribares

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Las conspiraciones fallidas - Eric Uribares

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patrón, decidió archivar el asunto. No lo culpo, eran otros tiempos, eso de los pleitos y el terrorismo literario comenzaba como un rumor gracioso.

      Pero las cartas continuaron llegando.

      Fue entonces cuando me contrataron. Cuando la señora me explicó de qué iba todo aquello, pensé que se trataba de un asunto menor, indigno de mi capacidad y trayectoria; pero eran tiempos difíciles y no aptos para rechazar una buena oferta. Así que dejé la escopeta y la semiautomática en casa y desempolvé el pequeño revólver de dos tiros que uso en las vacaciones. No necesitaba más para mantener a raya a una pandilla de lectores inconformes.

      El trabajo era tranquilo, incluso fue tranquilo hasta cuando dejó de serlo y la violencia y la guerra entre los intelectuales poseyó a todos. Para entonces, tenía identificadas todas las posibles amenazas y riesgos. El mismo patrón se encargaba de ponerme al tanto. Ahí están los Poetas Zombies, allá los Novelistas Cacofónicos, acá las Cuentistas en Abstinencia, decía el señor Carlos al llegar a un evento, y normalmente remataba la frase con un, le digo Gabriel, que en este mundillo todos son pandillas, mafias y catervas. Yo sólo escuchaba y no le quitaba la vista de encima. El mayor reto era pasar desapercibido, mantenerme en el anonimato. Mis colegas no pueden verme con un guardaespaldas, Gabriel, recuérdelo, usted es sólo el chofer.

      Fue en una feria del libro, de ésas a las que invitaban al señor Fuentes a dar conferencias y recibir galardones. Desde un principio el asunto me olió mal. Con los años en el oficio uno adquiere sensibilidad especial para saber cuándo algo está podrido.

      Aquella vez, al bajar del auto, el estacionamiento olía a cementerio. Aguarde don Carlos, le dije, algo no está bien. Pero él descendió sin preocuparse. Ya dije que al señor Fuentes le tenía sin cuidado el asunto de las amenazas y el cada vez más peligroso ambiente de las letras. Porque aquí es necesario agregar que, para entonces, el señor Fuentes no era el único en la mira de grupos literarios radicales o de lectores inconformes.

      Ese día don Carlos bajó del auto y se topó con las decenas de periodistas y fotógrafos que siempre lo siguen. Yo me coloqué a su espalda e iniciamos el recorrido rumbo al auditorio. Tuve entonces el segundo presentimiento que debí tomar como definitivo para llevarme de ahí al patrón. Señor Carlos, le dije al tomarlo del hombro, espere. El patrón volteó y me dijo, calma Gabriel, estás muy estresado, te falta dormir bien.

      Ya no dije más, pero me mantuve alerta y desabotoné la sobaquera donde traía enfundada la pistola. Normalmente me siento en las primeras filas e incluso hasta escucho al patrón y le aplaudo, pero ese día, durante la conferencia, me mantuve de pie recargado en el muro de un pasillo. Gracias a eso detecté el primer movimiento de los enemigos. Eran un puñado de ancianas que, con agilidad inusual para su edad, se hicieron del micrófono para leer unos párrafos de una tal Amparo Dávila. Lo que pareció una broma, se convirtió en algo serio. Otro grupo de ancianas, esta vez bastante más numeroso, entró en estampida al auditorio arrollando todo a su paso cual gacelas rabiosas. En ese momento supe que eran las Narradoras Octogenarias, reconocidas por la violencia de sus intervenciones.

      Metí mano a la sobaquera y cuando quise tomar mi arma, un golpe en la nuca me sacó de balance y mandó al suelo. Al intentar incorporarme, decenas de viejecillas me golpearon a sombrillazos con la destreza de un peleador marcial experimentado. Mientras, otro grupúsculo secuestraba al señor Fuentes alzándolo en hombros como hormigas al pan. Don Carlos intentaba hacerles frente con valentía, pero ellas, como algunos lo sabíamos, eran expertas en estas situaciones y desplegaban tácticas de eficacia probada.

      Todo el asunto no llevó más de un puñado de minutos, tiempo que bastó a las Octogenarias para llevarse al patrón, amordazarme y huir dejando tras de sí una estela de terror y confusión. Apenas alguien me desató, corrí tras ellas. Pero en el estacionamiento no había rastro alguno, se percibía la misma tranquilidad de sepulcro que sentí al llegar. Quise entonces avisar a la señora Sylvia, pero me habían despojado del teléfono y la billetera. Tampoco tenía las llaves del auto. Supe que había fracasado.

      2

      Yo sólo escuchaba los rumores en los pasillos de la redacción de Excélsior. Que había grupos de lectores secuestrando escritores, que había grupos de escritores defendiéndose de los lectores, que había grupos de lectores secuestrando lectores y que en general, todo mundo estaba formando grupos para secuestrar, autosecuestrarse o evitar ser secuestrado.

      Meses antes sucedió lo del señor Monsiváis, a quien las autodefensas de consumidores literatos obligaron a orinar sobre su obra periodística. Se lo llevaron mientras veía una película francesa en la Cineteca. Entró a la sala pero ya no salió. Se supo de él días más tarde cuando apareció sedado en la misma butaca de la que se esfumó. Antes, el mundo vio por YouTube a un hombre descargar la vejiga sobre sus escritos.

      Primero fueron las pandillas de lectores que exigían que las historias terminaran como ellos querían, de no ser así, protestaban frente a la casa del autor. Por supuesto, no eran muchos, un puñado de esos que se toman un Rivotril la noche previa a que el libro se encuentre a la venta y son los primeros en adquirirlo.

      Pero yo sólo escuchaba las cosas como el redactor nocturno que era. Callado, bebiendo taza tras taza de café aguado, quitándome la mugre de las uñas con mi inseparable navaja suiza y transcribiendo los cables que llegaban de las agencias europeas, alejado de la acción, como una estatua de sal a mitad de un banquete.

      De vez en vez, presenciaba el barullo en los pasillos y entonces sabía que las cosas se desbordaban de a poco. Algún nuevo secuestrado o quizá otro enfrentamiento entre fanáticos de ánimo iracundo.

      Se formaron grupúsculos de consumidores con intereses diversos. Los lectores de poesía se mostraron particularmente aguerridos, levantaron la mano tras años de un silencio marginal, de menosprecio, de un desconocimiento que los reducía a vegetales. Los lectores de ciencia ficción creyeron ver en todo aquello el preámbulo a un apocalipsis por siempre añorado y se lanzaron a la caza de los narradores costumbristas.

      Fui testigo de cómo los escritores se convirtieron en simples títeres de los lectores o tuvieron que contratar guardaespaldas, quienes a menudo no cobraban, pues eran lectores empedernidos de su autor favorito. Fueron los tiempos de todos contra todos, de pasiones desatadas, de bombazos en las plazas de toros, de consumidores ofendidos o frustrados. Y eso dio paso a un orden distinto que unos llamaban caos, otros posmodernidad y algunos, como yo, sólo entendíamos que las cosas eran un completo desmadre.

      Y como a toda acción corresponde una reacción, la virulencia fue inusual. Escritores secuestrados por su único lector, editores apaleados por aspirantes rechazados, talleres literarios versus talleres literarios.

      En medio de todo esto, fue que sucedió el secuestro de Carlos Fuentes. El chisme corrió cual tinta en papel revolución. Fue una tarde de domingo en que yo me encontraba haciendo la guardia. Los pasillos de la redacción vacíos e impregnados de tedio y conformismo. De pronto sonó el teléfono.

      —¿Macedonio?

      —Sí —respondí casi bostezando.

      —¿Hay algún periodista con usted?

      —No —respondí sin sentirme ofendido— me temo que el único periodista aquí soy yo.

      Entonces del otro lado de la línea se escuchó un silencio que adiviné como un acto reflexivo.

      —Bien, bien, no importa, habla su jefe…

      —Lo sé.

      —Mire, Macedonio, yo sé que usted no es la persona ideal para un trabajo

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