Segunda chance. Patricia Suárez
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Sin embargo, ahora era una realidad que debía aceptar: no podía volver el tiempo atrás y convertirse en la protagonista buena de los melodramas para los que no la habían llamado nunca. En los comienzos de su carrera como actriz había hecho miles de audiciones, había presionado a su agente y, en varias ocasiones, la habían rechazado porque era demasiado alta y sus partenaires –los galanes– más bajos que ella, y aún no estaba de moda eso de que el amor se hace con amor y no con un asunto de estatura. Estaba convencida de que debería haber emigrado a tiempo a Inglaterra, donde viven –según estadísticas– las mujeres más altas del mundo y donde ella no sería una excepción. Pero no lo hizo, se aferró a su país.
Por ese mismo tiempo también la rechazaban porque querían una protagonista más empática, más latina, y los rasgos de Dalia se asemejaban un poco a los de Catherine Deneuve y no evocaban el cariño, la calidez y la ingenuidad de una protagonista que pudiera ganarse el fervor de la pantalla. Dalia y su agente siguieron luchando por ese rol, hasta que el tiempo pasó, que es lo mejor que sabe hacer el tiempo: pasar.
Fue entonces cuando llegó el ofrecimiento para Hollywood y ningún lifting ni ningún refreshing podrían hacer volver el tiempo atrás, cuando aparecieron los primeros defectos de la edad, siete años atrás. Un poquito de papada, un par de patas de gallo a los costados de los ojos y esos rollitos que no se disimulaban ni con una faja de lycra. Ella se negó rotundamente a realizarse una intervención quirúrgica. Entonces comenzaron a ofrecerle otros papeles secundarios: la cuñada, la divorciada rompehogares, y después la madre, y luego la suegra. ¿Había sido lo suyo mala suerte?
Había estado en Hollywood y había abandonado Hollywood, decepcionada. Sin embargo, esa breve pasada por el mundo de la fama internacional le había dado el suficiente impulso para crecer económicamente. Al menos, por un tiempo. De allí provenían los ingresos económicos con los que ella vivía y con los que, muchas veces, ayudaba a sostener el teatro de Damián, porque el teatro no lograba reunir fondos para sostenerse solo. Por más que ella diera clases en algunas ocasiones, su presencia no atraía lo suficiente para salvar los gastos de la sala. A veces, el mantenimiento del teatro y el ritmo de vida de su carrera como actriz era exigente –ir a fiestas de gala en las que no podía repetir un vestido de alta costura, por ejemplo, y tenía que correr a buscarlo su personal shopper, quien desde hacía unos pocos años era su sobrina Laurita, a comprarlo a las grandes tiendas–. De manera que para sostener ese nivel de vida había acabado por sugerirle a su agente que de vez en cuando le consiguiera actuar en alguna publicidad que pagara bien su presencia allí, tal vez fragancias importadas, relojes suizos, o nuevas líneas de autos.
Alguien había escrito que cuando el oficio se convierte en un verdadero arte, es también un látigo con el cual el artista se flagela a sí mismo para lograr la excelencia. En ese sentido, Dalia había sido exigente consigo misma: sus clases de yoga eran para lograr la plasticidad necesaria sobre el plató o sobre el escenario; sus clases de canto –aunque no cantaba bien e incluso desafinaba– tenían el objetivo de hacerla proyectar la voz para que pudieran oírla sin micrófono desde las últimas filas de un teatro; la meditación que practicaba en los ratos libres –y últimamente lo hacía gracias a una aplicación del teléfono celular– era sencillamente para fomentar su memoria y concentración a la hora de aprenderse un texto. Los teatrales solían ser extensos –¿por qué los dramaturgos escribían tan largo?–, y a veces en el set de una película no tenía la oportunidad de aprendérselos hasta cinco minutos antes del rodaje, porque los productores no se los facilitaban con anterioridad. Toda su vida giraba en torno a la actuación; esa era la verdad, y ahora le resultaba difícil conformarse con hacer de mala en una telenovela, o en las series de dieciséis capítulos para pagar las cuentas. Ella hubiese querido ser una actriz tan talentosa como Meryl Streep o como Olivia Colman o como Octavia Spencer.
Dalia recordaba una larga conversación que había tenido una vez con Rita Tubal, la gran actriz que había protagonizado las mejores telenovelas de los ochenta, y en esa oportunidad Tubal le había dado un consejo: “A ser protagonista se llega muy joven. No se sabe bien por qué, pero tienes que tener carisma con el público. La gente que te mira en la pantalla debe adorarte. No a cualquiera le resulta y después, encima, pasan los años. Si no lo logras de joven, mejor planear otra cosa para cuando seas mayor. Otra clase de papeles, como actriz de carácter, u otra clase de escenarios, el teatro, por ejemplo”.
Dalia Ruiz había seguido el consejo de Rita Tubal.
Dalia escuchaba con atención a todas las actrices que admiraba.
Dalia Ruiz tenía que hacer un cambio drástico, lo sabía.
Ya no podría volver sobre sus pasos y aspirar a ser la protagonista de una telenovela romántica. Debía pensar para hacer ese cambio, y por eso le vino como anillo al dedo la propuesta de la publicidad para Selva. Jamás había viajado a Noruega, ni siquiera cuando estudiaban teatro con Damián, y eso que le habían dicho y repetido mil veces que Ibsen, el mayor dramaturgo y revolucionario del teatro moderno, había nacido allí y allí había compuesto todas sus obras. En realidad, con Damián no había viajado a ningún país al que no se pudiera llegar por tierra o por barco; él tenía terror a viajar en avión. Dalia había estado demasiado ocupada en su vida personal, con Damián primero, y luego de que Damián la traicionara, ocupada en vengarse de él y llorar sobre la almohada hasta que la vencía el sueño. Además, habían tenido que internar a su padre, Aníbal Ruiz, porque el Alzheimer estaba afectando su memoria cada vez más. El año en que perdió a Damián se consoló trabajando codo a codo con las enfermeras, a veces organizando pequeñas funciones de teatro para los ancianos del hogar: monólogos, recitados, algún espectáculo de narración oral en el cual contaba historias de amor. “La casada infiel” de García Lorca, aquel poema del Romancero gitano que empezaba con:
Y que yo me la llevé al río
creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.
¡Ay, García Lorca, García Lorca!, ¿qué desgracia no le había traído?
Las ancianas recordaban a Dalia de cuando ella representaba los papeles de malvada que la hicieron tan famosa. A los ancianos les encantaba, y pedían más, aunque a veces ella no podía, se quebraba en la mitad de algo, de un verso, atragantada.
Vestida con mantos negros
piensa que el mundo es chiquito
y el corazón es inmenso.
Y después pasaba a otros poetas, a Neruda o a Miguel Hernández o los que fuera que su padre amaba, otros poetas que no le recordaran que su corazón inmenso se había quedado como una casa vacía, como un teatro sin público.
Así fue ese año de duelo de Damián, su esposo y su gran amor. En realidad, el orden había sido exactamente el contrario: su gran amor primero y su esposo después. Había pasado un año desde que se separaron y tres meses que habían firmado el divorcio.
Ahora, al borde del Preikestolen todo ese pasado parecía desvanecerse en el aire del mismo modo en el que lo hizo su velo dorado, agitado por los vientos que venían del Lysefjord. Dalia había pedido un velo oscuro, opalino, azul eléctrico, azul francia; pero la directora de la publicidad le informó que Selva Moré tenía prohibido el uso del color azul en sus publicidades y en la marca.
Había seiscientos metros en caída libre desde la última roca del acantilado, un sitio sin mallas de protección porque el gobierno noruego apelaba a la conducta