Segunda chance. Patricia Suárez
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Damián, contento por la confianza de don Lirio, fundó una escuela de teatro y su socia fue nada menos que Dalia. La llamaron Compañía de teatro El Farolito, en honor al teatrillo de títeres del padre de Dalia. Alquilaron unas oficinas en el pasaje Carabelas, a dos cuadras del emblemático Obelisco, y se dedicaron todo el tiempo que pasó entre el verano y el otoño para convertirlo en una sala de teatro, con dos aulas y una barra para socializar y tomar café. Dalia y Damián eran felices: estaban juntos, vivían juntos, tenían su propio teatro, iban camino a la fama y, ¿por qué no?, a la gloria. ¿Qué más podían pedir?
Solo que, a veces, Dalia, especialmente los días en que le bajaba la regla, se sentía muy triste y no quería salir de la cama hasta la hora de ir al canal de televisión. Damián pensaba que era una depresión o algo relacionado con el síndrome premenstrual, una cosa muy femenina. O tal vez, suponía, Dalia se entristecía porque cada mes, ese día anunciaba que no serían padres. Como muchos hombres en ese momento, sus nociones acerca de cómo funcionaban las hormonas en el cuerpo femenino eran muy rudimentarias. Había conseguido leer un libro sobre anatomía humana, pero le aclaró desde un punto de vista biológico, y no desde el aspecto de la vida cotidiana, los efectos del ciclo menstrual de las mujeres, y las diferencias que solía haber entre unas y otras.
Pocos meses después, Damián decidió adelantar la fecha de casamiento.
Le gustara a quien le gustara, se casaron al mes siguiente.
CAPÍTULO 4
San Nicolás, Ciudad de Buenos Aires
Veintitrés años atrás
El casamiento fue prácticamente secreto. Ambas familias se opusieron a la unión entre Damián y Dalia. Los Gorsky no tanto porque la joven fuera católica –no eran tan cerrados–, sino porque Simón, el padre de Damián, no le perdonaba la ruptura con Débora y lo mal que lo había hecho quedar con los Medel después de toda una vida de amistad; ahora ni siquiera se daban el saludo. Tampoco Aníbal Ruiz estaba de acuerdo con el enlace; por más que el muchacho más o menos siguiera los pasos que él había seguido en la vida –dejar la seguridad de una vida burguesa, por decir así, o una vida normal–, Damián no le caía bien. Tal vez era precisamente porque seguía sus mismos pasos y sabía cuánto un artista de teatro independiente debe esforzarse para poner un plato de comida todos los días sobre la mesa. Probablemente, en el fondo de su corazón, el padre de Dalia esperaba para ella un mejor partido, un hombre con una profesión que le asegurara un próspero porvenir. La cuestión es que ni el padre de Dalia ni los de Damián estuvieron en el casamiento, en el Registro Civil de la calle Uruguay, una de las más antiguas y concurridas, que latía en el corazón de Buenos Aires.
Acudieron en calidad de testigos don Lirio Cappeletti y Romina Reyes, la esposa de Pedro, el hermano de Dalia. Por suerte, Pedro no veía con malos ojos el casamiento de su hermana; también él estaba reñido con su padre, y en este caso no era porque Pedro siguiera los pasos de su progenitor sino justamente por todo lo contrario; Pedro Ruiz estudiaba Administración de Empresas.
El vestido de bodas fue un problema, hasta que una de sus compañeras de teatro en el club Brisas del Sud le propuso arreglar el vestuario de Bodas de sangre. La obra terminaba con ella, la Novia, con su vestido blanco manchado de la sangre de sus heridas, y Gracielita Martínez le propuso coser y agregar unos velos rosados en la zona en la que estaban las manchas, para que Dalia se luciera a la hora de dar el sí. Gracielita Martínez no le guardaba ningún rencor por lo sucedido en las audiciones para Bodas de sangre; o no le guardaba rencor porque era una persona bondadosa, o porque no se había enterado aún de la tramoya que había hecho Dalia para quedarse con el protagónico. Romina, antes de entrar al despacho del juez que los casaría, repartió entre los concurrentes –todos los compañeros actores, y los de la sección policiales del programa de noticias, que le habían tomado cariño a la pareja– bolsitas con arroz para arrojarles después a los recién casados, como es costumbre. Damián había comprado unas alianzas finas como un hilo, y estaba seguro de que nos les durarían demasiado, por más que el oro fuera de dieciocho quilates y el metal más noble y querido por los hombres desde que el mundo era mundo. El dinero no le había alcanzado para algo mejor: pagaban dos alquileres –el del apartamento y el del teatro– y todavía no tenían alumnos en cantidad suficiente como para ponerse al día con las deudas contraídas con el carpintero que elaboró el escenario, o con la empresa de iluminación en donde compraron los reflectores, por ejemplo. Es más, el dinero de las alianzas se lo había prestado Augusto Ricciardi (hijo), que estaba sentado en segunda fila, y quien había pagado, como regalo, el opíparo festejo que vino después: pizza libre para todos en un tradicional local de la avenida Corrientes.
El discurso del juez fue corto y dio comienzo a la ceremonia leyendo el acta.
–Estamos aquí para unir en matrimonio a Damián y Dalia. En primer lugar, voy a proceder a dar lectura al acta matrimonial: Siendo las doce horas del día 21 de septiembre de 1998, comparecen quienes acreditan ser Damián Aarón Gorsky y Dalia Catalina Ruiz, con el objeto de contraer matrimonio civil en virtud de autorización recaída en el expediente número 230.860.
Ambos asintieron y oyeron un sollozo que provenía de la derecha: era Romina, que estaba emocionada. El juez carraspeó y continuó:
–Los esposos se comprometen a desarrollar un proyecto de vida en común basado en la cooperación, la convivencia y el deber moral de fidelidad. Deben prestarse asistencia mutua.
A continuación, hizo pasar a Dalia y a Damián para firmar el acta de matrimonio y pronunció las palabras más caras para ellos dos:
–Damián Aarón Gorsky, ¿acepta por esposa a Dalia Catalina Ruiz?
–Sí, acepto.
–Bien. Dalia Catalina Ruiz, ¿acepta por esposo a Damián Aarón Gorsky?
Dalia pensó que ese era el momento ideal para contarle su secreto. Era darle a elegir cómo seguir en la relación, de qué modo, cuánto la perdonaba y cuánto aceptaba del pasado de ella. Sin embargo, a la hora de hablar se atragantó con saliva (y ella pensó, de puro supersticiosa, que atragantarse con saliva significaba disgusto). Pero el público presente rio porque se lo adjudicaron al nerviosismo de la novia. Damián, que la tenía tomada de la mano, la apretó para insuflarle valor y confianza. Ya está, ya había pasado como una ráfaga el momento de poner su vida patas para arriba. Así que con la voz ya más clara soltó:
–Sí, acepto.
–Los declaro esposo y esposa.
Después intercambiaron las alianzas. La mano de ella temblaba tanto que a Damián le costó poner el anillito en su anular, ahora y para siempre –al menos hasta que se les rompiera– debajo del solitario de compromiso. Apenas dieron un paso fuera del Registro Civil les cayó encima la lluvia de arroz comandada por Romina.
En ese momento, alguien tomó una fotografía. Esa fue la foto que ambos hicieron enmarcar y llevaron y colgaron de casa en casa en las que vivieron juntos. El cronista de policiales se acercó a ellos y les regaló, de parte de todo el programa y la producción, un voucher para pasar la noche de bodas en el hotel más caro de Buenos Aires, justo enfrente de la Embajada de Francia. En los días siguientes, los conocidos de ambos les contaron que habían visto la foto del casamiento en el programa de noticias de la medianoche, a la par que los periodistas y conductores les expresaban sus buenos deseos. Solo Débora Medel lloró a moco