La democracia de las emociones. Alfredo Sanfeliz Mezquita

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La democracia de las emociones - Alfredo Sanfeliz Mezquita Directivos y líderes

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tiene un coche de gama media de hace ocho o diez años es posible que pueda pensar que su coche ya no es un buen coche, que está obsoleto o tiene un diseño que ya no es actual y no puede aparcar automáticamente como otros. Y ello puede suscitar la necesidad de cambiar de coche para no destacar por tener un vehículo viejo o poco atractivo, aun cuando nuestro nivel de satisfacción con las prescripciones objetivas del coche sea alto. Al fin y al cabo vivimos en gran medida sometidos a la tiranía de la renovación de los artículos socialmente visibles como son los coches, la ropa, las cafeteras en casa para ofrecer un café a los invitados, y cientos y cientos de cosas más.

      ¿Son eso necesidades? Y la respuesta solo puede ser depende, en función del rigor con que usemos el término, pero en gran medida podría decirse que lo son si uno quiere situarse o no descolgarse de un determinado entorno social al que está acostumbrado o al que se encuentra apegado. Quienes reprochan el que ver las cosas así es algo muy superficial y que solo aplica a personas poco profundas que viven para la imagen quizá tengan razón, pero la realidad es que en mayor o menor medida todos sufrimos un poco o mucho de esto y cada vez la presión para no descolgarse es mayor. Y este fenómeno de obsolescencia psicológica se produce cada vez a mayor velocidad, fruto, como veremos, de las dinámicas de nuestra sociedad de consumo.

      Los fenómenos asociados a la desigualdad no son solo de nuestro tiempo pues son más bien propios de nuestra naturaleza animal. Vivimos en una sociedad crecientemente consumista en la que, para sobrevivir, se encuentra muy presente una cierta exigencia a destacar, de ser alguien o ser aceptado en la sociedad, buscando esa distinción a través de las muestras de un tipo u otro de consumo. Buscamos nuestra supervivencia o posición social a través de estar a la altura en el campo del consumo, de la moda, de la realización viajes y planes atractivos. Una buena muestra de ello es la extendida práctica de los selfis para demostrar al mundo lo atractivos que somos por las cosas que tenemos o por los originales y envidiables planes que hacemos. Todo ello tiene el riesgo de llevarnos a sentirnos permanentemente necesitados de estar a la altura para no ser o sentirnos excluidos y a vivir más un rol o personaje aparentemente atractivo que lo que verdaderamente somos. Y con estas actitudes tan propias de nuestro tiempo son más y más las ocasiones en las que podemos sentirnos restregados en las diferencias. Los medios de comunicación, la publicidad machacona y creadora de estímulos para mejorar nuestro estatus y hacernos distinguidos, sin duda van calando poco a poco en nuestra forma de pensar y sentir haciéndose más oprimente la presión psicológica del miedo a quedarse atrás.

      Por ello, aunque estas reflexiones sobre las diferencias son atemporales, las consecuencias se hacen especialmente graves en sociedades muy materialistas como la occidental pues sin duda en otras con mayor cultivo del espíritu, la satisfacción de las personas está mucho menos relacionada con la mirada que unos y otros reciben de los demás. Lo que los demás tienen, la forma en la que nos miran o lo que piensan de nosotros resultará menos relevante cuanto mayor sea el cultivo de nuestro interior y del espíritu.

      Seguro que muchos pensamos que a nosotros eso no nos ocurre y sentimos rechazo ante ello por considerar que el ser humano no puede tener como condición propia de él algo que suena tan contrario a los principios morales y religiosos con los que nos hemos criado. Pero, aunque nos cueste, resulta imprescindible comprender y aceptar nuestra forma profunda de preferencias si queremos entender por qué nos pasan las cosas que nos pasan en nuestra convivencia y en la sociedad. Se trata de realidades que conforman nuestro sistema de sentimientos y emociones a través de programaciones neuronales que traemos en los genes y que son muestra de la impresionante inteligencia espontánea de supervivencia, que solo se atenúan ligeramente en la superficie como fruto de la educación.

      Cada uno en busca de su hueco

      Las grandes desigualdades que siguen existiendo, unidas al hecho de vivir con los estómagos llenos y a la creciente dificultad de las personas para encontrar trabajos dignos que las mantengan entretenidas lleva precisamente a quienes no tienen su hueco a buscarlo o crearlo como puedan. Surgen así todo tipo de ideas para buscarse la vida. Unos lo harán ciberatacando, otros aferrándose a absurdas posiciones profesionales que ya no tienen más razón de ser que el mantenimiento del empleo, como ocurre con muchas posiciones de funcionarios. Otros buscarán el hueco consiguiendo absurdas hazañas o récords deportivos o de otro tipo a cualquier precio, incluso el de la salud y la integridad física. Otros crearán discursos y se agruparán corporativamente para defender el mantenimiento de la obligatoriedad de ciertos registros, certificaciones, legalizaciones etc. o para convertir ciertas cosas en obligatorias como la ITVs y similares figuras, otros gritarán y agitarán para crear movimientos («ismos»), hacer reivindicaciones y hacerse representantes de las causas que defienden. Se generarán con ello nuevas actividades y se ocuparán el tiempo y la energía con las que contamos mientras perseguimos (y a veces conseguimos) unos ingresos asociados a ello, o al menos el reconocimiento social (e incluso poder) por la actividad desarrollada. ¿No es algo así lo que ocurre con ciertas funciones notariales o registrales, con la necesidad de hacer trámites para renovar permisos o con la creación de nuevos ministerios con originales denominaciones que muchas veces no se sabe muy bien para qué sirven más allá de para dar empleo a un nuevo ministro y a todo su ejército de funcionarios?

      Hoy la discusión y la confrontación son una de las grandes fuentes de creación de actividad. Unos y otros encuentran en la confrontación su hueco, o al menos mantienen la posición que ya tenían, aunque ya no tenga sentido. La necesidad de sentirnos alguien y con utilidad en la sociedad nos lleva a buscar ese hueco y muchas veces la confrontación (aun siendo creadora de cargas o de ineficiencias) cumple la función de crear o mantener actividades. Donde no es necesario que haya nadie decidiendo, si se crea pelea se consiguen dos posiciones de actividad que se sostienen precisamente en la confrontación. Es sin duda un incentivo para la politización de más y más aspectos, incluso insignificantes, de nuestras vidas.

      Todas esas actividades o huecos que se crean necesitan ser revestidos de legitimidad, pues a nadie le gusta sentirse un parásito, lo que lleva a la construcción de relatos a veces sofisticados e incluso irritantes y provocadores cuando lo que buscan es derrocar lo establecido. Es, precisamente así como funcionan los populismos, ya sean de un color u otro, creando discursos con un supuesto relato legitimador detrás, pero expresados de forma irritante para llamar la atención y generar rechazo e indignación. ¿Cuántos políticos no se hacen hoy su hueco a base de decir deliberadamente cosas incendiarias? ¿Y cuánta actividad genera la ineficiente realidad de encontrarnos la mitad de la sociedad peleando con la otra mitad? ¿Qué pasaría si no hubiera tanta discusión y nos entendiéramos entre nosotros fácilmente? ¿Sobraríamos todavía más personas en el mercado laboral? ¿Dónde se ubicarían los que hoy se dedican a reivindicar, pelear o defender intereses corporativos supuestamente anacrónicos?

      Sin los esquemas y marcos mentales que todavía se mantienen arraigados en la sociedad sobraríamos muchos más del grupo de las clases activas de la sociedad. Y por ello, en una sociedad tan competitiva y utilitarista, la búsqueda de hueco para sobrevivir se hace casi una exigencia para quien no quiere ser excluido.

      La

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