Universales. Étienne Balibar

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es más, ¿una religión universalista? (así es como tenemos la tendencia de representarnos las cosas en Occidente). ¿Y cuál es entonces, su principio de exclusión? ¿A menos que las “religiones” y el devenir religioso del Extremo Oriente no tuvieran que representarse, desde el punto de vista del universalismo, como relativizando la pretensión del monoteísmo de exhibir el tipo de universalismo religioso y el punto de partida de la evolución teológico-política?18

      No pretendo responder estas interrogantes, pero puedo notar, antes de pasar al punto siguiente, y en espera de desarrollos más completos, que ellas repercuten en dos otras estrechamente relacionadas entre sí, fundamentales para el análisis de las contradicciones del universalismo. La primera concierne a la noción y la institución de la igualdad. Mejor, ésta concierne a la relación intrínseca, a la vez discernible e indiscernible, separable e inseparable, de igualdad, identidad y homogeneidad. Observemos que estos tres términos franceses (¿y en japonés?) en ciertos contextos, pueden ser traducidos por el mismo término alemán de Gleichheit, lo que es un indicio notable del carácter intrínseco, interno a la universalidad misma, de la contradicción a la que nos enfrentamos, así como la cercanía de los términos alemanes: gemein, allgemein y Allgemeinheit, Gemeinwesen, Gemeinschaft (“común”, “universal”, “universalidad”, “comunidad”) señala que esta contradicción está específicamente vinculada al hecho de que lo universal se instituye y por ende, se realiza, se hace valer en la historia, en la medida que éste se convierte en el ideal y la norma de la comunidad (cf. también en latín tardío el doblete universitas y universalitas). La condición de la igualdad entre los hombres, más profundamente, entre los sujetos a los que se reconocen los derechos de ciudadanía, es una identidad al menos tendencial, una manera “idéntica”, y así universal, de referirse a sí mismos, por ejemplo de considerarse individualmente como (únicos) responsables de sus actos. Y por lo tanto, es fundamentalmente una homogeneidad colectiva: ahora bien, observémoslo bien, aunque prácticamente no sea equivalente, ni del punto de vista del sentido, ni del punto de vista de las consecuencias políticas, ver esta homogeneidad como “racial”, “cultural”, o como resultado de la sumisión a valores trascendentales comunes, el principio lógico de la construcción de la identidad es, sin embargo, el mismo, y en todos los casos éste conduce potencialmente a la exclusión de un resto de inhumanidad o de subhumanidad.

      A esta cuestión se articula estrechamente una segunda, que no quisiera decir más especulativa, porque me parece que nos acerca, al contrario, a lo concreto de la política, en todo caso, de lo que constituye su motor histórico. Quiero decir con esto, la cuestión de saber si las contradicciones de la universalidad, la coexistencia paradójica de los principios universalistas (laicos o religiosos), y la oscilación de nuestra concepción de identidad subjetiva entre los dos polos a la vez antitéticos y casi indiscernibles de la igualdad y de la homogeneidad o del “mismo” (que un discípulo de Lacan describiría probablemente como el aspecto simbólico y el aspecto imaginario de la pertenencia colectiva), que he intentado demostrar que son inseparables del proceso institucional de lo universal, le competen simplemente a los efectos de la institución, o bien deben asignarse a sus propias condiciones de posibilidad. Lo que podríamos llamar (según el modelo del “proceso constituyente” del que habla un autor como Antonio Negri) el proceso instituyente, es decir, el proceso de formación de las instituciones comunitarias (y especialmente de lo político), sean las que sean. Lo que está en liza en esta cuestión (no sería difícil señalar que, desde los inicios de la edad clásica al menos, aparece en toda reflexión sobre la esencia de lo político, a través de debates sobre la servidumbre voluntaria, el rol respectivo del contrato y de la ley, etc.) es evidentemente considerable. Los desafíos aquí involucrados se juntan con la cuestión de saber cómo, por ejemplo, en nuestra concepción de la relación entre los “derechos humanos” universales y abstractos y los “derechos del ciudadano” positivos e históricos, articulamos el momento insurreccional con el momento constitucional, es decir, el momento en el que situamos la crítica de todas las dominaciones y discriminaciones existentes, con el momento en el que situamos el surgimiento del poder, la distribución de roles, de funciones, y por tanto de identidades subjetivas, individuales y colectivas, que inscriben los derechos en el campo social.19

      Si consideramos que las contradicciones de la universalidad surgen solamente después de su institución, lo que significa también que, de alguna manera, su concepto (o su “idea”) sigue siendo irreductible a la institución, podemos imaginar que una conversión, o una revolución, o una invención democrática permitirían controlar y corregir estos efectos contradictorios de cierta forma por adelantado, instituir una universalidad pura, radicalmente igualitaria y no exclusiva, o un poder que se niegue, se ponga trabas o se derrote a sí mismo; un poder que sería un “no-poder” (como los teóricos del comunismo marxista habían soñado con un Estado que sería un “no-Estado”). En cambio, si pensamos (lo cual es mi caso) de un modo más “pesimista” pero no necesariamente más resignado, que las contradicciones se determinan a nivel del propio proceso instituyente, o de la posibilidad de la institución (sin la cual, de hecho, no hay humanidad histórica), entonces estamos obligados a admitir, no que la forma de las contradicciones de lo universal o el grado de violencia de su actualización sean inmutables, sino que el principio mismo de su surgimiento es irreductible. Y en este sentido, que incluso más allá del Estado y de las religiones, o de la institución familiar más o menos profundamente controlada por el Estado y por las religiones, y revelador privilegiado de su crisis, las discriminaciones fundamentales como el racismo y el sexismo no desaparecerán pura y simplemente, sino que adoptarán formas nuevas susceptibles de combinarse o de oponerse, y seguirán siendo el desafío de una lucha fundamental por la definición de una política emancipadora. Una lucha aún más decisiva y difícil quizás, considerando que estas formas progresivas o regresivas se inscribirán en el marco de una progresión “real” de la universalidad, de una universalización efectiva de los discursos en alguna medida universalistas (que es un aspecto característico de lo que se llama mundialización, a la que la estructura del mercado, de los intercambios, de la comunicación, ya proporciona un soporte institucional). Es esta última hipótesis, la que yo querría, para concluir, tratar de precisar en el plano filosófico.

      Existe una gran filosofía clásica que, a su manera, ya ha intentado superar la aporía que acabamos de encontrar: la que consiste en inscribir en el nivel mismo de las condiciones de posibilidad de la institución la contradicción interna de lo universal, o el hecho para lo universal de no poder realizarse más que en la forma de una “identificación” discriminatoria que contradiga su propio principio. Esta filosofía es la de Hegel, de la cual dependemos más que nunca, y si tuviera tiempo, me ofrecería a hablar detenidamente sobre esto. Digamos aquí simplemente, que el principio de la solución hegeliana (tal como está desarrollada particularmente en la Fenomenología del espíritu, pero se puede encontrar ese eco en todas sus demás obras) consiste en pensar la contradicción como inherente, incluso antes de la institución, o en su seno (de manera cuasi-transcendental), a la enunciación de lo universal. Querer enunciar el universal (y para Hegel no podemos no quererlo, éste es el principio mismo del movimiento histórico y, en especial, del movimiento histórico de la emancipación), o darle un nombre, o formular sus principios, los derechos y las obligaciones derivadas de éstos en cuanto a la relación de los hombres entre sí (aunque se trate de “ama a tu prójimo como a ti mismo” o de “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”), es inevitable, es siempre ya particularizarlo, incluso cuando nos imaginamos no haber inscrito aún ningún contenido, sino haber enunciado solamente una forma vacía. No hay forma sin contenido, o forma neutra (por ejemplo, los principios revolucionarios implican una “propiedad de sí mismo” del individuo o un “individualismo posesivo”, Hegel lo dijo antes que Marx). Y así el universal es susceptible de funcionar como una particularidad contra otras (que las reprime y las descalifica), lo que significa en la práctica, como una norma moral, jurídica, religiosa, escondida bajo la apariencia de una constatación, o una manera de la humanidad de definir su propia esencia. Creo que esta caracterización de los efectos de la enunciación de lo universal es profundamente exacta,

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