Universales. Étienne Balibar

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Universales - Étienne Balibar

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Pero esta elucidación, en Hegel, es inseparable de un segundo movimiento, mucho más ambiguo, aunque también está estrechamente relacionado con nuestro problema: quiero decir, el hecho que Hegel no suprima tanto, verdaderamente, la referencia a la identidad como polo de referencia universal en relación con la cual las “diferencias”, las “particularidades”, las “singularidades”, son identificadas, clasificadas y jerarquizadas según puedan o no contribuir a la reproducción de una u otra forma de comunidad. Para él se trata más bien de desplazarla, de inscribirla en otro lugar (que es también, en cierto modo, el lugar mismo del Otro, lo que Hegel llama el Espíritu Absoluto, en donde podemos leer, no exactamente el movimiento de la historia, sino el principio de su inacabamiento, de su progresión infinita, y también de su coherencia o de su sentido).

      Es como decir, como lo había sostenido Derrida (concretamente en “Les fins de l’homme” de 1968),20 que Hegel es, radicalmente, un crítico del “humanismo teórico” y de las definiciones de la esencia humana en que se basa (por ejemplo, la humanidad como racionalidad, consciencia, etc.), ya que el humanismo teórico es por excelencia, una figura (finita) de la enunciación de lo universal. Pero esto no quiere decir que Hegel no sea un metafísico: al contrario, el poder de su crítica del humanismo, y por lo tanto, de su elucidación de las contradicciones del universalismo religioso, jurídico, moral, político, virtualmente también médico o “biopolítico”, etc., viene de haber encontrado un modo de recrear la metafísica, y así reafirmar el primado de la identidad, haciendo de ella una metafísica de la identidad propia del Espíritu en su devenir, es decir, en la historia, que pasa por todas las figuras particulares de contradicción del universal y las relativiza todas. Ahora bien, hoy vivimos en una edad “poshistórica” a la vista de esta figura de la dialéctica, no en el sentido de una desaparición de la historicidad, sino en el sentido de una desaparición del postulado, o de la ilusión, de la univocidad del devenir histórico. Es por eso que nosotros estamos en condiciones de captar lo que Hegel, con toda su grandeza, no podía comprender, es decir, que la dialéctica del universal en la historia tiene también la función de una norma, que tiene también como principio, como la metafísica de la esencia, o la metafísica de lo trascendental, el producir sus propias exclusiones internas, aunque no fuera sino trazando a priori una frontera entre la barbarie y la civilización, o las civilizaciones del “pasado” y las civilizaciones del “futuro”.

      Es por lo que quisiera a mi vez, oponer a la problemática hegeliana otra problemática, por medio de la cual trataré de comprender, al menos como principio, lo que inscribe las contradicciones del universal (y en particular las que se traducen en la persistencia, la renovación incesante del racismo y del sexismo) no solamente por el lado de los efectos de la institución, sino por el lado de sus condiciones de posibilidad, o de lo que he llamado hipotéticamente el proceso instituyente. Esta problemática, en vez de depender de la dialéctica, en todo caso en el sentido hegeliano, sugiero que depende de lo que en Francia se llamó en el siglo pasado el estructuralismo: lo que también es una manera de indicar que no pretendo en absoluto ser el inventor, aunque quizás en esta forma esquemática no se encuentra en ninguno de los autores que han afirmado ser del estructuralismo, o que han permanecido aún más dependientes de lo que querían, al desmarcarse de sus exposiciones canónicas. Esta problemática se centra en la idea de diferencia antropológica, y por lo tanto, por definición, se deriva de un intento de reactivación de lo que antes se llamaba antropología filosófica, en una relación necesariamente muy estrecha con la antropología social, cultural y psicoanalítica.21

      La interrogante que se nos plantea es, en resumen, la de la equivalencia entre el punto de vista de la esencia humana, sin el cual no habría naturalización de las diferencias entre individuos y entre grupos, no hay representación de estas diferencias al prescribir los caminos de la identificación individual o colectiva, y el punto de vista de la norma que gobierna la formación de las instituciones, permitiendo a los poderes soberanos o disciplinarios regular las conductas de los individuos y clasificarlos ellos mismos, en última instancia para controlarlos o inducirlos a controlarse a sí mismos (lo cual es aún mejor). Debo decir al respecto, que no hago una diferencia fundamental entre un punto de vista de la “normalidad” y un punto de vista de la “normatividad”, o simplemente, veo las dos caras de una misma estructura, una objetiva, la otra subjetiva.22 En el fondo, lo que pienso es que la equivalencia de la esencia y de la norma, la esencialización de las normas sociales y la interpretación normativa de las características de esencia atribuidas a la naturaleza humana (tal como la oposición de culturas que obliga a los individuos a elegir su pertenencia, o incluso la distribución de las múltiples formas de sexualidad entre los polos femenino y masculino, de la pasividad y de la actividad, etc.), remite a un mismo principio de diferencia antropológica que se realiza en una multiplicidad (pero quizás, no una infinidad) de campos, es decir, prácticas esenciales para la reproducción y la institución de la vida: el de la diferencia de “culturas”, el de la diferencia de “sexos”, el de la diferencia entre las facultades “manuales” e “intelectuales” del trabajador, el de la diferencia entre “salud” y “enfermedad”, etc. Pero estos términos son siempre problemáticos, porque de lo que se trata sobre la idea de diferencia antropológica, es justamente el hecho que lo humano no puede escapar de la división, de la escisión en tipos o modelos de individualidad opuestos, aunque el lugar de esta escisión u oposición no pueda fijarse nunca de una vez por todas, salvo, precisamente, por instituciones que tienen necesariamente un carácter coercitivo, es decir, violento. La idea de una humanidad que no incluya la distinción entre lo masculino y lo femenino, o entre la salud y la enfermedad, es impensable o carece de sentido en el horizonte de nuestra historia, pero la cuestión de saber en qué consiste la diferencia, o la idea de fijar un criterio tal que pueda trazarse una frontera, delimitando de manera unívoca el ámbito de los hombres y el de las mujeres, o el ámbito de la salud y el de la enfermedad, es igualmente carente de sentido. Es necesario entonces “negociar” la diferencia, fijarla a la vez (lo que es el rol, o más bien la condición de posibilidad, de la institución) y girarla, subvertirla, desplazarla de manera incesante.

      Me atrevería a decir, por lo tanto, que el universalismo, no sólo como estructura dominante sino como principio insurreccional, o exigencia ideal e infinita de emancipación, y las discriminaciones racistas y sexistas, tienen la misma fuente. O más bien, ya que esta formulación de corte metafísico es muy poco satisfactoria, que se producen en el mismo “lugar”, uno vecino del otro, en una tensión permanente. Pues representan, uno y otro, un intento de pensar lo impensable, o lo inasible de la diferencia antropológica, o mejor dicho, diferencias antropológicas, mutuamente heterogéneas aunque siempre se recorten, y ante todo para representar su aplicación a la especie humana, a la vida social, a la experiencia individual. Las diferencias antropológicas son la materia de toda construcción comunitaria, incluyendo la de una comunidad de derechos, de iguales o de ciudadanos en determinadas condiciones históricas, pero son también, por su inestabilidad y su carácter inasible, el resorte de los excesos inversos: el exceso simbólico, que lleva a buscar la emancipación más allá de toda figura instituida de la comunidad, en una especie de “comunidad sin comunidad” (J.-L. Nancy)23 que siempre ha sido ideal, la pasión, y en un sentido el espejismo de herejes y revolucionarios, y el exceso imaginario, que impulsa a redoblar la comunidad de una coraza identitaria y normativa, al precio de la exclusión, cuando no es la eliminación de la alteridad lo que la amenaza desde el interior, como su “eterna ironía” (Hegel).

      Finalmente, se ve que no deseo elegir entre el punto de vista que creí poder leer en Judith Butler y el que creí encontrar en Joan Scott. Pero es porque me parece que su antagonismo (relativo, me apresuro a precisarlo) remite a las condiciones mismas de la política.

      1 Conferencia dictada en la universidad de Tokio el miércoles 9 de octubre de 2002.

      2 Étienne Balibar, “Le racisme: encore un universalisme”, en La Crainte des masses: politique et philosophie avant et après Marx (París: Galilée, 1997), 337-51. Publicado originalmente en inglés con el título “Racism as universalism”, en Masses, Classes, Ideas: Studies on Politics and Philosophy before and after Marx, trad. por James

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