Trece cuentos. Luisa Carnés

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Trece cuentos - Luisa Carnés Hoja de Lata

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«por darle en las narices a Sacramento», quien a pesar de «hablarle» a uno de los muchachos del grupo, le «miraba con buenos ojos», acogió Faustino con afabilidad, y hasta con cierta finura, que reservaba solo para las hembras de su agrado, a Benita la bordadora.

      Sí que era feílla la pobre. No había exagerado Sacramento al hablar de su fealdad. En cambio, hizo omisión de sus manos, que eran blancas y delicadas, como debieron de ser las manos de esas princesas de los cuentos infantiles que bordan mantos de oro detrás de los ventanales de sus palacios viejos.

      Faustino no conocía manos semejantes, y en parte por tocar aquellas manos raras, en parte por «darle en la cara a la Sacramento», invitó a bailar a Benita. «Pero si yo no sé…» «No importa, aquí no vamos a ganar un concurso.» «¡Si no sé dar un paso siquiera!» «No se preocupe, ya aprenderá.»

      Benita dio unas vueltas por el patio entre los brazos de Faustino. Le pisaba muchas veces; tropezaba a cada instante en los pies de su pareja, y le pedía varias veces perdón por sus tropezones. «¿Ve usted?… Ya le decía yo…»

      En domingos sucesivos la acompañó a su casa, al regreso del merendero, y le hizo alguna confidencia acerca de su vida, solamente porque no era charlatana, ni entrometida, ni le gustaba oír anécdotas escabrosas, como a las otras mujeres del corro.

      Ella le correspondió con su confianza; en primer lugar porque era efusiva; luego, por el deseo de estrechar su amistad con aquel hombre, que gustaba a sus amigas y que había puesto sus ojos, su confianza en ella, a pesar de su fealdad. Le dijo que ganaba diez pesetas al día, y que a fuerza de grandes privaciones había ahorrado unas pesetas, con las cuales pensaba establecer una tiendecilla modesta, que dedicaría a la confección de ropa interior.

      Él también pensaba establecerse algún día, cuando alcanzase el premio gordo en navidad. «Cualquiera piensa en esas cosas como no le toque la lotería. Tiene uno un oficio de lo más miserable.»

      *

      Lentamente fueron aproximándose sus vidas.

      Ahora la esperaba Faustino a la puerta de su casa para acompañarla al merendero.

      Durante el camino hablaban poco. Él le preguntaba por sus planes, y ella respondía: «Se trabaja, pero ¡qué le vamos a hacer! Ahora miro todos los días los periódicos a ver si encuentro algún huequecito que me convenga. Preferiría que fuese en calle céntrica, pues la gente paga el sitio. En un barrio apartado no se hace una peseta».

      Faustino pensaba: «¡Qué bien sabe vivir esta mujer!».

      Una vez estuvo enfermo varias semanas.

      Sacramento se lo dijo a Benita. «Está bastante malo Faustino. Vamos a ir a verle esta noche; si quieres venir… Te lo digo porque como sois tan amigos…» «Sí… Bueno. Pero no vayas a pensar que…» «¡Ni mucho menos! A ver si vas a creer que creo que te hace el amor. No es por nada, pero… En fin, que Faustino pica muy alto.»

      El barbero estaba hospedado en un piso tercero de la calle de la Cabeza. Su alcoba, de techumbre muy baja, no tenía más ventilación que un ventanuco, que abría sobre un patio estrecho.

      —No se puede respirar aquí —dijeron sus amigos.

      —De compañía no anda mal —observó Sacramento, sacudiendo una chinche que caminaba por el borde de la almohada de Faustino.

      Al despedirse, Benita le ofreció con timidez:

      —Si le hiciera falta alguna cosa… ¡Como dice usted que aquí le atienden tan malamente!

      No esperó respuesta afirmativa. Al día siguiente volvió a ver al enfermo, y al otro, y al otro; y ya todos los días.

      Faustino la veía ir y venir por la habitación estrecha, pasar un trapo humedecido sobre los cristales del ventanuco, y acompañando con una frase de indiferencia todo cuanto hacía, para que perdiese importancia ante sus propios pensamientos, que le preguntaban con frecuencia: «¿Por qué haces esto con ese hombre? ¿Por qué te preocupas de tal modo?». Y cada día, al marcharse, dejaba sobre la mesita de noche un vaso de leche caliente y algunas galletas finas. También le dio a la patrona algún dinero, para que «le pusiera aparte un pucherito con un poco de gallina». «No se le olvide a usted; ya sabe que si no estos hombres no se ocupan de nada.»

      Con estas cosas, después de su enfermedad, Faustino se encontró unido a Benita por un lazo fuerte: la gratitud.

      *

      Un día Benita se sorprendió mirándose al espejo más tiempo del que tenía por costumbre. Porque, habitualmente, apenas se detenía a contemplar su boca, grande y desdibujada, ni su cuerpo, que jamás inspiró a los hombres una frase afable o grosera, ni sus ojos, donde la alegría de sentirse joven no había brillado nunca.

      Y recordó rostros extraños. El de aquella misma Sacramento, su compañera de trabajo; en sus ojeras falsas, en su lunar, también falsificado: en todas sus graciosas mentiras físicas, que excitaban el entusiasmo de los hombres, y comprendió que todos aquellos mejunjes no harían de ella otra cosa que poner de manifiesto la pequeña redondez de sus ojos y la abertura desmesurada de la boca, adonde asomaban los dientes separados, de forma cónica.

      Y se apartó del espejo, y empezó a llorar.

      Fue cuando tuvo la seguridad de estar enamorada de Faustino y de que sus cuidados de días anteriores no fueron otra cosa que amor, y pensó que aquella misma afabilidad de Faustino hacia ella, desde el instante de conocerse, pudiera ser amor también. Aunque él era demasiado guapo, y ella demasiado fea, en el amor se dan casos tan raros.

      Ante estos pensamientos secó sus lágrimas y, al acercarse casualmente otra vez al espejo, le parecieron menos feos sus ojos, humedecidos por el llanto.

      *

      Los amigos, sabedores de las visitas de Benita a casa de Faustino, empezaron a tejer una espesa urdimbre de maledicencia.

      —Ya sabemos, ya…

      —No la hagas y no la temas.

      —Os aseguro que…

      —A otro perro con ese hueso.

      Faustino protestó:

      —No consiento que digáis burradas. La Beni es una santa.

      —Bueno; no te pongas trágico, tú.

      —Claro. Y peor para ti, si no es verdad.

      El temor de que llegase a oídos de Benita el concepto falso que se tenía de su virtud, y que le perseguía constantemente como el remordimiento de una culpa, fue el único impulso que empujó un día la mano de Faustino hacia el brazo de Benita, sí que también el único gesto sentimental de su vida.

      —Mira, Beni: cuando quieras nos casamos. ¿A qué pensarlo tanto? Eso de los papeles se arregla en cuatro días.

      ¡Entonces sí que brillaron de juventud los ojos redondos de Benita!

      *

      Se casaron.

      Benita entregó a Faustino sus ocho mil pesetas, ahorradas a costa de muchos sacrificios. Desistió de sus sueños de la tiendecita de confección

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