Trece cuentos. Luisa Carnés

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Trece cuentos - Luisa Carnés Hoja de Lata

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la figura de su marido, ennoblecida por la bata blanca de faena, que tanto le asemejaba a un hombre de ciencia —un químico o un doctor en Medicina—, y se sentía orgullosa de ser la esposa legítima de aquel hombre tan guapo, que olía siempre a los perfumes intensos de las lociones y que sabía como pocos hacer vibrar una guitarra.

      Él se sentía halagado con la sumisión de aquella mujer que adivinaba sus menores deseos y recibía sus espaciadas caricias con gratitud felina. Le estaba agradecido porque había independizado su vida, y a veces la alegría de sentirse libre le impulsaba a decirle:

      —Anda, vámonos un rato a un bar.

      Y le daba golpecitos cariñosos en las manos, única gracia del cuerpo desgraciado.

      Pero lo más frecuente era que agarrase el estuche de la guitarra y se marchara.

      —Me voy a casa de un cliente.

      En un principio le esperaba Benita en la cocina, planchando los paños de la barbería, que despedían el mismo olor a colonias fuertes que las manos de Faustino, hasta que el sueño la rendía sobre la mesa tibia. Después, cuando veía salir a su marido, se acostaba y adormecía llorando; un llanto que amortiguó enseguida el brillo fugaz de juventud que los primeros días de matrimonio regalaron a sus feos ojos.

      *

      —¡Claro!

      Le dijeron que Faustino «había puesto cuarto a una mujer del barrio», y no tuvo otra exclamación.

      —¡Claro!

      Comprendió entonces que su marido nunca le tuvo amor. Pensó que en su acercamiento a ella no hubo más que lástima, y le agradeció profundamente aquella ternura de que la había rodeado en los primeros días de convivencia.

      Así se resignaba a los caprichos de él, a sus exigencias, con una sumisión de mártir que apaciguaba las iras violentas de Faustino, quien se decía: «Es una infeliz que no tiene la culpa de que yo me haya sentido romántico y haya hecho la mayor tontería de mi vida».

      Casi todas las noches dormía en casa de su amante: una mala cantante de ópera que le llamaba «mi capricho» y «Fígaro mío», y que firmaba las cartas que le dirigía con un cursi tutta tua que encantaba al barbero.

      La cantante dio pronto fin de las escasas ganancias que rendía la tienda.

      A Faustino no le causó gran extrañeza que le dijera una mañana su mujer:

      —Hoy habrá que empeñar tu traje nuevo para pagar la contribución.

      —Pues me has partido —fue lo único que objetó—; tengo que salir a la noche. Podías llevar algo tuyo.

      —Como quieras. Yo lo decía porque por tu traje darán más.

      Siempre igual. Sumisa.

      Faustino pensaba: «Si a esta mujer se le ocurriese marcharse…».

      Su gratitud, su compasión hacia Benita se habían agotado. Ya no tenía una palabra cariñosa para ella, ni una ligera caricia para sus manos, que las faenas rudas fueron deformando. Solo un pensamiento persistente: «¡Si se cansara de mí esta mujer!». Porque ya la inminente ruina le hacía presentir una insoportable vida de escaseces junto a una esposa hacia la que no sentía la menor atracción.

      Para despertar su furor y originar un motivo de ruptura fingía olvidar las cartas de su amante encima de los muebles, y preguntaba después: «¿Has visto por aquí una carta mía?». Y ella, «Sí. Ahí está», sin el menor gesto de rebelión.

      Al fin se vieron precisados a traspasar su establecimiento.

      El poco dinero que percibieron lo emplearon en pagar las deudas que tenían contraídas.

      Benita lloró al despedirse de aquella casa, donde tan dichosa fuera durante dos o tres meses.

      Se trasladaron a una guardilla, lo más lejos posible de la barriada que conoció sus días de abundancia.

      Pretextando buscar trabajo, Faustino pasaba el día fuera de casa.

      Benita ya no esperaba la frase afable, ni el golpecito cariñoso en sus manos, que habían encallecido. Su única preocupación era que no le faltase a su marido un botón en la americana y dos pesetas en el bolsillo del chaleco. Por lograrlo había ido malvendiendo una a una sus prendas de vestir, y hasta su traje nupcial, guardado durante dos años en el fondo de un baúl, entre membrillos olorosos.

      *

      Una mañana le dijo a Faustino:

      —Ya no queda en casa otra cosa que la guitarra…

      —¡La guitarra!

      —He preguntado en la casa de empeño y dan ocho duros.

      —¿Y quién te manda a ti preguntar eso, idiota? ¡Vender mi guitarra! Antes muérete tú y toda tu casta.

      Como ella tratara de justificarse, le dio un fuerte empujón y salió.

      Iba pensando por el camino: «Hoy sí que se larga».

      Pero cuando regresó, la encontró en la cocina, guisando.

      —He estado en casa de mi antiguo jefe. Me ha dado cinco duros. Además, me ha prometido colocarte. Le han hecho diputado hace unos días. ¡Fíjate, un segurito!

      Faustino calló.

      Y como no era en modo alguno un sentimental, no se le ocurrió otra casa que coger un tenedor y pinchar una patata que flotaba en el lago verdoso de la sartén.

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