Blanco de tigre. Andrés Guerrero

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Blanco de tigre - Andrés Guerrero Gran Angular

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se dio cuenta de nuestra presencia allí.

      Ninguno podía imaginar que Duna estaba escuchando lo que decían de ella.

      Mi hermana no pronunció ni una palabra, y yo tampoco me atreví a comentarle nada.

      Su mirada era oscura y su gesto duro.

      Volvimos gateando por los tejados hasta nuestra casa, sin hacer el menor ruido.

      Duna se revolvió en su hamaca y se durmió sin más.

      Al menos, eso creí entonces.

      ¡Qué poco sabía yo sobre los sentimientos de mi hermana!

      Un mes después de aquella conversación, y a pesar de lo que pensaba mi padre, mi hermana estaba prometida con el hijo mayor de un próspero comerciante de pescado.

      Un hombre con fortuna, pero diez años mayor que ella.

      –Si me prometes en matrimonio sin mi consentimiento, bajaré al fondo del río y me quedaré allí. No subiré.

      Esa fue la amenaza que le hizo Duna a mi padre el día que este le dijo que iba a casarla.

      Pero no la cumplió.

      Nunca supimos por qué.

      Incomprensiblemente para nosotros, que la conocíamos bien, Duna dejó que se hicieran las presentaciones de rigor y que se acordaran las condiciones de la dote que mi familia debía aportar.

      Parecía aceptarlo todo con resignación. Sin embargo, una semana antes de la celebración, Duna desapareció.

      Como lo hacía desde niña: sin dejar la menor señal.

      Cuando éramos pequeños, mi hermana desaparecía con cierta frecuencia.

      Le gustaba esconderse durante interminables horas, lo que ponía muy nerviosa a nuestra madre, que siempre se preocupaba en cuanto alguno de nosotros se alejaba de su vista, aunque fuera solo por unos momentos.

      Mi abuelo nos contó una vez, y como queriendo olvidarlo, que una hermana de mi madre desapareció en la selva.

      Desapareció sin más.

      Nunca supieron qué sucedió: si se perdió en la selva, si se ahogó en el río o si la devoró alguna fiera.

      Encontraron la cesta de juncos, donde atesoraba las bayas que recolectaba, tirada junto al camino que iba de la aldea a nuestras casas.

      No era un lugar peligroso.

      No tenía por qué serlo.

      Pero nadie volvió a verla nunca.

      Por eso mi madre no dejaba de vigilarnos ni un instante. Nos había prohibido andar solos por los caminos y alejarnos de nuestra orilla.

      Claro que Duna nunca entendió de prohibiciones.

      Después de esas ausencias, reaparecía como si tal cosa. Sin dar explicaciones de dónde había estado.

      Con ello se ganaba severos castigos de mi madre, pero jamás le importó.

      Los aceptaba sin la menor protesta, como había hecho con los preparativos de la boda.

      Y de nuevo, otra vez, desapareció.

      Sin decir nada.

      Sin el menor rastro.

      Como cuando era una niña.

      Solo que esta vez no era un juego infantil.

      Nuestra familia no era rica.

      Nuestra única riqueza consistía en nuestras barcas de pesca, así que la dote de mi hermana se acordó sobre el producto que generaría una de nuestras barcas durante un año. Casi un tercio de todo lo que pescásemos durante el año siguiente serviría para pagar la dote a la familia del esposo. Que Duna hubiera desaparecido no significaba que el trato quedase sin valor, pues solo si aparecía su cadáver se anularía el acuerdo.

      Pero el cuerpo de mi hermana no apareció.

      La buscamos incansablemente por el río: nos sumergimos infinitas veces sin hallar el más mínimo rastro, e incluso echamos las redes con más lastre para dragar el fondo. Lo único que conseguimos fue perder una de ellas.

      Al quinto día de inútiles búsquedas nos rendimos.

      La dimos por muerta.

      Equivocadamente.

      LA HUIDA

      La noche de la marcha de Duna, la luna se ocultaba tras los nubarrones que atenazaban las tinieblas.

      Duna se había sometido pacientemente a los preparativos de la boda, pero ella no quería casarse. Y si un día lo hacía, sería con la persona que ella misma eligiera.

      Esta decisión la empujó a preparar una cuidadosa huida.

      Apenas envolvió unas ropas, que sustrajo a sus primos y que nadie echaría de menos, junto a algunos alimentos acumulados furtivamente. Formó un hato, se lo echó a la espalda y cruzó en silencio el balanceante puente de envejecidos maderos que la separaba de la orilla.

      Sus huellas quedaron desleídas en el barrizal que se había formado con la insistente llovizna de los últimos días. Sin dejar rastro alguno, subió hasta el lugar, aguas arriba, donde ocultaba una pequeña balsa de cañas que ella misma había construido en secreto.

      No dudó ni un instante.

      Ayudada por el impulso de un tosco remo, Duna cruzó el río y llegó a la orilla opuesta, el lugar secreto donde comenzaba la selva. El territorio donde el hombre no era más que una desvalida criatura.

      Allí se internó, como una sombra más entre las sombras de la noche.

      Nadie pudo ver cómo se le desgarraba el corazón, y nadie escuchó su desconsolado llanto aquella primera noche que pasó bajo la lluvia, en mitad de la selva.

      Solo esperaba que un tigre la devorase y así terminar con todo aquello.

      Pero eso no sucedió.

      El alba la encontró sumergida en un profundo sueño, del que ni los primeros rayos de sol, que llegaban al suelo tamizados por el tapiz vegetal de los árboles, consiguieron arrancarla.

      Solo se despertó cuando un rugido poderoso resonó en la espesura.

      Los monos enmudecieron en sus ramas, los antílopes huyeron despavoridos y todos los habitantes de la selva supieron que el tigre, aquella mañana, había comenzado su caza.

      Duna también lo supo y, a diferencia de la noche anterior, ya no estaba dispuesta a dejarse comer.

      Su instinto de supervivencia la alertó y su mente privilegiada calculó

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