La versión de Eric . Nando López

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La versión de Eric  - Nando López Gran Angular

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me lo reservo para quienes me conocéis.

      –Eso es lo malo.

      –¿El qué?

      –Que a veces no sé si te conozco... A veces ya no sé si eres la máscara que te has inventado o mi mejor amigo.

      –Con Rex no parece que te moleste tanto.

      No debí decir aquello.

      Lo sé.

      Pero su reproche me había dolido de verdad.

      –¿Eso a qué viene?

      –Habéis quedado un par de veces desde la fiesta, ¿no? –Tania asintió–. Pues él tampoco es el mismo fuera que dentro de las redes. Y tiene más seguidores que yo...

      –Pero a él no lo puedo comparar. A Rex lo he conocido siendo Rex. Ni siquiera sé cuál es su verdadero nombre.

      Intenté morderme la lengua. Lo intenté. De veras que lo intenté.

      –¿Y no será que...?

      Me callé... Pero tarde.

      –¿No será qué, Eric?

      Tania había podido interpretar mi silencio. Eso es lo mejor y, a la vez, lo más peligroso que tenemos nosotros dos: no necesitamos hablar para comprendernos.

      –Nada, olvídalo. Es una idiotez.

      Ladeó la cabeza: aunque yo no las hubiera pronunciado, Tania había sido capaz de escuchar todas las palabras que no había dicho.

      Supo que había estado a punto de sugerir que quizá el problema no fuera Hugo, ni Rex, ni lo que muestro o dejo de mostrar en mis redes.

      Quizá el problema era que a ella le habría gustado estar en mi lugar.

      Que su prueba, ya que nos habíamos presentado juntos al mismo casting, hubiera salido mejor.

      Que en los cinco días que duró la experiencia del taller se hubieran fijado en ella con la misma atención con que Úrsula, la jefa de casting, me había mirado a mí.

      Que el papel que hace Selene, una actriz muy por debajo de su talento pero con muchos más seguidores en su cuenta de Instagram, hoy fuera suyo.

      No llegué a pronunciar la palabra prohibida, pero ella sí consiguió oírla.

      Envidia.

      –Perdona, Tania. No quería decir que...

      –Ya.

      –En serio, solo es que estoy cansado. Tengo mucha presión... De verdad, Tania, no tiene importancia.

      Se levantó dispuesta a marcharse.

      –Lo malo, Eric, es que sí que la tiene.

      Creo que fue la primera vez que discutimos de verdad. Y eso que todavía no podíamos siquiera intuir todo lo que iba ocurrir después. La pesadilla que iba a venir después...

      Hugo me pide que me calle.

      –¿Sabes que te juegas tu continuidad en la serie? –coge de nuevo las llaves y las agita con furia frente a mi cara, como si, ahora que ya ha se ha aburrido de golpear con ellas sobre la mesa, estuviera a punto de tirármelas–. ¿Eso lo entiendes?

      Asiento y, a pesar de que posiblemente esté viviendo una de las peores noches de toda mi vida, casi tengo que contener una carcajada amarga ante la paradoja que supondría para el público la noticia de que en Ángeles haya un actor que acaba de quitarle la vida a alguien.

      Alguien cuya identidad aún no le he confesado a nadie y cuyo nombre hará que Hugo pierda, definitivamente, los nervios.

      –Con lo que me tuve que esforzar para que te cogieran. Como si no fueras ya bastante especialito, joder...

      El subtexto de su «especialito», con ese diminutivo innecesario, me resulta nauseabundo. Pero no me siento capaz de replicarle. Quizá porque estoy en territorio enemigo. O porque esta noche no soy dueño de lo que sucede a mi alrededor. O porque no me importa nada de lo que alguien como él, en este momento de mi vida, pueda decirme.

      Podría contestarle que me cogieron porque valgo.

      Porque soy bueno.

      Porque cuando mi padre dio ese portazo no se dio cuenta de que dejaba atrás a un chico que merecía mucho la pena.

      Un chico que consiguió superar aquel estúpido 3.º de ESO a pesar del primer ingreso.

      Que logró el título en 4.º a pesar del segundo.

      Que acabó el Bachillerato aunque intentaran llenarle la cabeza de datos que no le importaban, mientras el alma se le vaciaba de sueños que solo la interpretación le permitía hacer reales.

      Y esa certeza, la de que Ángeles no es solo una carambola, sino el inicio de un camino que le da sentido a los años que he dejado atrás, es la que me hace seguir callado mientras Hugo me grita.

      Me reprende.

      Me amenaza.

      Algo en mí se arrepiente de estar a punto de perder esa oportunidad que me ha dado la vida y que no creo tener «por ser especialito», aunque a mi representante se le caliente la boca y sus prejuicios, esos que disimula solo porque le soy rentable, le hagan pensar que sí.

      –¿Sabes lo que habría pasado si no te saco de ahí y te dejo que sigas hablando con el poli ese? ¿Lo sabes?

      Niego con la cabeza.

      No lo sé, pero puedo imaginármelo.

      Unas esposas.

      Un juez de guardia.

      Un calabozo.

      Una llamada a casa.

      –Mamá...

      Y ella levantándose de la cama y corriendo hasta aquí mientras se pregunta en qué momento comenzó a pudrirse todo.

      –¿Quién te ha avisado, Hugo?

      –En cuanto han metido tu nombre en ese ordenador ha saltado el mío. ¿Te crees que eres el primer actor que me da problemas? Hace tiempo que no contrato a nadie sin asegurarme de que voy a saberlo todo sobre él: dónde duerme, dónde come y, si hace falta, hasta dónde mea.

      Cuando se enfada tiende a ser ordinario. Procaz. Es uno de los adjetivos que, cuando hice aquellos test, sorprendieron a la doctora García y que aún hoy uso a menudo cuando alguien dice algo que no me gusta. Aunque no venga a cuento. Hay palabras que empleo solo porque descolocan a quienes nos escuchan. Y «procaz» es una de ellas.

      Lo que Hugo no me dice es que seguramente conozca a alguien que, a su vez, conoce a alguien que conoce a otro alguien más. Que tiene gente que le avisa si surge algo grave porque cuenta con los contactos

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