La versión de Eric . Nando López

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La versión de Eric  - Nando López Gran Angular

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style="font-size:15px;">      –Eso es lo que tú te dices, Eric. Te lo repites para no dar el paso y largarte. Pero sabes que podrías estar en otro sitio. En una agencia mejor, una que sí tenga algo que ver contigo. Con lo que eres. Este tío te vendería a cambio de lo que fuera...

      «Con lo que eres».

      Cuando Tania dice cosas así, me descoloca. Debe de ser que tantos años a la defensiva han desarrollado en mí una suspicacia que hace que cualquier alusión a lo que soy, o a cómo soy, abra una pequeña grieta de incertidumbre que ella, por suerte, no tarda en deshacer.

      –¿Y qué soy, Tania?

      Me conoce demasiado bien como para caer en según qué trampas, así que también aquella noche dio con la respuesta correcta. O con la menos mala.

      –Un tío honesto, joder. Eso es lo que tú eres.

      Hugo no le cae bien. Lo decidió en aquella fiesta en la que, en realidad, el único que le gustó aparte de mí fue Rex.

      Ya se habían conocido durante el taller que la productora había propuesto a modo de casting, pero entonces apenas hablaron. Incluso parecía sentarle mal que él y yo, por el hecho de compartir representante, nos hubiésemos acercado.

      La noche de la fiesta, sin embargo, Tania no dejó de hablar con él. De reírse con él. Ese día Rex estaba deslumbrante, con ese rollo medio de galán clásico, medio de superhéroe cachas que logra que todas –y todos– vayan detrás de él. Entonces comenzó una relación que no iba a traernos, a ninguno de los tres, nada bueno.

      –Ese tío mola... –me dijo cuando ya nos volvíamos a casa–. Y eso que yo pensaba que era un estirado.

      –¿Pero tú no tenías una intuición que no fallaba nunca?

      Y Tania, de nuevo, se rio. De algún modo, éramos felices. O creíamos que lo éramos. Esta comisaría quedaba aún muy lejos. Ese cuerpo agonizando sobre el asfalto, también...

      Era la noche de la presentación del rodaje Ángeles en el Capitol, el cine por el que había pasado mil veces cuando era un crío y donde jamás había imaginado que alguna vez vería mi imagen. Y, mejor aún, mi nombre. Mi abuelo habría estado tan orgulloso... Aún no intuíamos que estábamos a punto de rodar un éxito internacional que nos cambiaría la vida a todos sus protagonistas, solo que aquella producción iba a ser real y eso, en un mundo donde todo es tan frágil como el del cine, era un logro que había que celebrar.

      Rex, en aquel momento, ya era conocido, al igual que Selene, nuestra coprotagonista, y la gran mayoría del reparto adulto. Cuando era niño había salido en unas cuantas series infantiles y se había convertido en uno de los habituales de todo tipo de programas. Unas cuantas sesiones fotográficas luciendo abdominales en ciertas publicaciones online y canales de YouTube hicieron el resto.

      Por eso mi madre estaba tan radiante. Porque al verme junto a gente que, gracias a la fama, sí tenía nombre propio, sentía que llevaba razón en ese don que ella había creído ver y que, en realidad, tenía más que ver con el azar que con un informe psicológico que, por momentos, había conseguido amargarme la vida. La losa de la lucidez, como la llamé un día con Julia. La losa de mi maldita lucidez.

      Sin embargo, lo que mi madre confundía con el éxito no era más que el resultado de dejar sin respuesta un montón de preguntas incómodas como la de cuánta gente podría estar en mi lugar, cuántos actores tan buenos como yo (o mejores) habrían sido rechazados para ese mismo personaje, o cuántas series fracasan o no tienen la repercusión que está teniendo Ángeles.

      Interrogarme me ayuda a mantener los pies en el suelo.

      Es fácil olvidarse de quién eres cuando te conviertes en alguien a quien la gente puede ver desde fuera, como si tú estuvieras en una pecera transparente.

      Cuando esa misma gente cree que conoce tu vida –aunque no tenga ni idea de tu verdad– porque te sigue en redes.

      Porque ve tus stories.

      Porque da «Me gusta» a todas tus publicaciones.

      Pero allí solo sonríes.

      Solo brindas «para celebrar la vida».

      He llegado a odiar esa frase. Y eso que la he dicho más de una vez. Hasta la escribí en uno de esos relatos que mi madre me obligaba –perdón: ella diría «impulsaba»– a componer cada vez que había un certamen literario en el colegio.

      Odio que me impongan la felicidad.

      Odio que no me dejen ni siquiera el derecho a estar triste. A estar perdido. A estar desorientado.

      Odio que personas que no me conocen me escriban mensajes fingiendo conocerme.

      Que interpreten mis acciones y les den un significado.

      Que crean que estoy bien o estoy mal por lo que publico o dejo de publicar en Twitter.

      Que haya quien no puede dejar ni uno solo de mis posts sin comentar, como si necesitara saber siempre su opinión. Como si no tuviera derecho a vomitar lo que siento sin que a nadie le importe. Sin que lo juzguen.

      Me agobian.

      Me anulan.

      Me despersonalizan.

      Y me agotan.

      –Hugo juega a eso... –siguió insistiendo Tania cuando, después de aquella fiesta, volvimos a quedar y le hablé de la campaña contra el bullying que me había ofrecido protagonizar–. Él no quiere un actor, Eric. Hugo quiere una estrella.

      –Lo sé, Tania. Pero hay algo en lo que tiene razón.

      –¿En qué?

      –Si no te ven, no existes.

      –Pero es que a ti ya te ven: ven tu trabajo. ¿Por qué deberían ver nada más?

      –Forma parte de este oficio. La exposición pública va en el pack.

      –No digas gilipolleces. Solo va si tú quieres que vaya.

      –Ya te darás cuenta cuando...

      –¿Cuando salga de la mierda?

      –No iba a decir eso.

      –Ya. Pero a veces lo piensas. Crees que mis consejos valen menos porque todavía lo estoy intentando. Yo soy alguien que quiere ser actriz. Y tú, que llevas dos minutos en esto, ya eres un consagrado.

      –No te rayes, en serio. No iba por ahí...

      –Lo siento –la disculpa de Tania sonaba sincera. A veces le costaba no ser ácida: bastante difícil resultaba asimilar el éxito de su mejor amigo como propio sin que eso le supusiera recordar, día tras día, lo que no estaba logrando. Quizá por eso aquella tarde la noté más distante que la noche de la fiesta. Más distante, en realidad, de lo que lo había estado nunca.

      –Además, en esas redes de las que hablas, tampoco muestro tanto...

      –Pero es que

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