La versión de Eric . Nando López

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La versión de Eric  - Nando López Gran Angular

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los dos habló.

      Ni el Eric de hoy, porque todavía no había encontrado mi nombre: apenas acababa de encontrar mi mirada.

      Ni el niño asustado de entonces, porque temía que ese abrazo no sucediera justo cuando más lo necesitaba: el mismo día en que por fin había entendido que todos llevaban años llamándolo de la forma equivocada.

      –Quizá estuvo bien que pasara –intentó consolarme Tania la primera vez que se lo conté.

      Fue durante una de esas tardes eternas que compartimos en el hospital donde nos encontramos. Uno de esos días en los que no pasaba nada y que aprovechábamos para llegar a conocernos mejor de lo que nadie nos había conocido jamás.

      Su 3.º de ESO en un supuesto colegio de élite había resultado tan catastrófico como el mío, y los dos habíamos decidido que, cuando saliésemos de allí, buscaríamos un nuevo lugar para empezar. Y, a ser posible, juntos.

      –Quizá lo mejor que podía suceder es que tu padre se diera cuenta lo antes posible –opinaba ella–, que se alejara inmediatamente de tu vida.

      No estaba seguro de que tuviera razón, pero podía elegir entre torturarme por su ausencia o decidir que Tania acertaba: con su marcha había zanjado cualquier polémica posible antes de que esta pudiera estallar.

      Hablarlo con ella, en medio de las sesiones de terapia, entre los continuos cambios de medicación, las normas sin final y las visitas de sus padres y de mi madre, fue una manera de recibir por fin el abrazo que aquel hombre me había negado.

      Tania tiene ese don. Sabe acariciarme sin siquiera rozarme.

      Nos conocimos en pleno «naufragio existencial», como se nos ocurrió llamarlo en adelante, y los dos decidimos empezar juntos 4.º en un lugar completamente diferente. Un sitio donde tuvimos la suerte de que, a pesar de la presencia de gente como Elías o Delia, también estaba Iván. Nuestro famoso Iván. El culpable de que acabáramos apuntándonos en una escuela de teatro de barrio donde había más voluntad que medios. A Tania también le habría gustado que la cogieran para una serie –incluso hicimos el casting de Ángeles juntos–, pero, aunque no ha tenido la suerte que yo, creo que no me envidia.

      Al revés, me apoya.

      Por eso fue la primera a la que le dije que me habían dicho que sí en ese casting.

      Por eso es una de las pocas personas a las que he contado cómo fue aquel día de agosto de hace ya once años.

      El día de la camisa azul casi negra que me llegaba por las rodillas.

      El día que, por fin, pude conocer a quien pronto decidiría que se llamaba Eric.

      El día que acabó con mi madre sentada en el sofá, con la música a todo volumen –siempre ha sido su modo de afrontar la rabia–, mientras mi padre acababa su maleta después de que ella, sin éxito, le hubiera pedido explicaciones.

      –Lo he intentado.

      Eso fue todo lo que él me dijo.

      –Te aseguro que lo he intentado.

      O lo que quizá le dijo a ella, aunque yo sentí que en ese preciso momento me estaba mirando a mí.

      Al culpable de frustrar su intento de paternidad por su terca obstinación en no ser como habían determinado que fuera.

      –No tiene nada que ver contigo –intentó convencerme mi madre cuando nos quedamos solos.

      Y me lo repetía cuando atisbaba en mí una sombra de culpa. O cuando yo le preguntaba si nos había llamado. O cuando miraba el teléfono con la esperanza de que llegase un mensaje, un wasap, una maldita llamada.

      Mi madre pasó meses diciéndome aquella mentira que confiaba en que, gracias a su reiteración, acabara convirtiéndose en verdad.

      Pero nunca lo hizo.

      Siempre sentí que esa puerta que se cerraba, que ese coche que vi arrancar bruscamente desde la ventana de mi habitación, que esa despedida sin abrazo tenía que ver conmigo.

      Con lo que yo no había sabido concretar hasta esa tarde en que, por fin, poseía al menos una imagen a la que aferrarme.

      Con lo que mi madre, como me confesaría mucho más tarde, había sabido desde que empecé a andar. A hablar. A comportarme como el niño que era y no como la niña que habían creído tener.

      Con esa verdad que mi padre odiaba intuir y que, tras acusar a mi madre de alentar en mí ideas extravagantes –«La culpa es tuya, Olga, la culpa es solo tuya»–, no estaba dispuesto a reconocer.

      –Lo he intentado –me dijo.

      Puede que pensara que con su intento de mierda (¿cuánto tiempo había durado?, ¿cuántas veces pudo intentar nada en apenas nueve años?) cumplía con las expectativas que yo pudiera tener sobre él.

      Debió de creer que así no le guardaría rencor.

      Que no lo convertiría en uno de los fantasmas que llevo persiguiendo desde entonces, como si no necesitara encontrar otros abrazos que me hicieran olvidar por qué jamás llegué a recibir el suyo.

      –Es lo mejor que te pudo pasar –insiste Tania.

      Y cuando lo hace, cuando me dice que nuestras ausencias responden a un porqué, el caos resulta menos obvio, y la vida, un lugar casi razonable. O, por lo menos, menos hiriente.

      Es una sensación pasajera, claro. Un alivio que dura tan poco como cualquier mentira.

      –Hazme caso, Eric.

      No respondo y ella, sin que yo se lo pida, me abraza.

      En realidad, se abraza.

      Nos abrazamos porque las ausencias duelen y nuestra presencia, que es una de las pocas que han resultado merecer la pena desde que nuestras vidas tuvieron la suerte de cruzarse, nos hace sentir algo más fuertes.

      Ese momento, el instante en que me rompo a su lado y ella me ayuda a reconstruirme, es de los que nunca podrán ver mi millón de seguidores de Instagram.

      Porque no admite filtros.

      Ni hashtags.

      Porque no se puede retransmitir en vivo la verdad. Y en mis redes, desde que todo pasó tan deprisa, solo hay espacio para las máscaras.

      Para el éxito.

      Y, a su manera, para la mentira.

      La verdad no es lo que comparto con los extraños que me observan al otro lado de la pantalla, para «el fandom creciente y cada día más entusiasta» –como le gusta llamarlo a Hugo– de Ángeles, sino lo que vivo con quienes me conocieron antes.

      Con quienes siento que nos conocemos desde siempre.

      Como Tania.

      Por eso no me sorprende ver su nombre en la pantalla de mi móvil mientras el oficial más joven me pregunta si necesito un vaso de agua.

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