La versión de Eric . Nando López

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La versión de Eric  - Nando López Gran Angular

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soy capaz de concentrarme en nada que no sea la voz que, con sus gritos, está a punto de atravesar mi cabeza.

      La voz que esta madrugada, a mis veinte, se parece tanto a la que empezó a asfixiarme a los nueve.

      –¿Te encuentras bien?

      Habla, Eric.

      Pero, aunque quiero hacerlo, siento que en mi interior suenan a la vez demasiadas voces.

      Demasiado ruido.

      –La televisión lo cambia todo.

      –Deberías tener un plan B.

      –Hemos triunfado, tío.

      –En las listas pone Alicia.

      –Esto es solo el inicio.

      No puedo oír mis propias ideas, así que tampoco consigo que lleguen a escucharse mis palabras.

      El oficial más joven, que sigue aquí, hace ademán de abrir la puerta para buscar a alguien.

      Tienes que hacerlo, Eric.

      Tienes que contárselo de una maldita vez.

      –He venido porque...

      Esperan a que encuentre el modo de terminar la frase.

      El encargado de tomar nota de mi declaración le hace un leve gesto a su compañero para que no abra todavía la puerta. Están dispuestos a concederme, al menos, unos segundos.

      Solo necesito eso.

      Unos segundos más.

      –He venido por...

      En mi mente se suceden, crueles, todas las palabras con que podría terminar esa frase. Las verdaderas causas de que hoy, sin que ellos aún puedan saberlo, esté aquí:

      Azar.

      Destino.

      Mala suerte.

      Amistad.

      Rencor.

      Torpeza.

      El Círculo.

      Pero no digo nada de eso. Solo respiro hondo. Despacio. Intento recordar los ejercicios de relajación que he aprendido con Julia. Los mismos que, por otros motivos, me recomendaba Helena.

      Ahora necesito serenarme.

      Hacer callar el sonido de la ambulancia que sigue dando vueltas en mi cabeza.

      Así que me esfuerzo por alejar de mí la imagen de ese cuerpo tendido sobre la calzada.

      Sus miembros.

      Rígidos.

      El charco de sangre.

      Creciente.

      Y la expresión desencajada.

      Siniestra.

      Pero cuanto más me empeño en no verlo, con mayor detalle se dibuja todo ello en mi cabeza.

      El silencio no piensa concederme ni siquiera un instante, así que cojo fuerzas y elijo las palabras precisas para decir, sin que las sombras me hagan enmudecer, lo que me ha traído hasta aquí.

      Un hecho que, de algún modo, siento que abre todas las escenas de mi vida.

      Un guion escrito por muchas y muy diferentes manos –las mías, las de quienes se cruzaron en mi camino– durante estos veinte años en que no esperaba que el argumento girase en la dirección en que lo hace esta madrugada.

      En un lugar donde no sé si he decidido estar. Donde, por mucho que aún intente negármelo, era imposible que eligiese no estar.

      Así que me pregunto cómo voy a lograr que el policía que me mira impaciente al otro lado de la pantalla entienda algo.

      Cómo va a comprender quién soy yo. Quién es Tania. Y quién es la persona que yace en el suelo.

      Cómo voy a explicarle algo de todo esto sin que sepa cómo fue a los nueve.

      A los doce.

      A los trece.

      Y a los catorce.

      Porque las huellas de lo que he sido son las cicatrices que dibujan la persona que soy ahora.

      Cada herida que conseguí cerrar, aunque la vida, tenaz en el recuerdo, se esmere en abrirlas de nuevo.

      El policía más joven me mira con algo que podría parecerse a la complicidad.

      El más veterano, sin embargo, empieza a dar muestras de cansancio.

      –¿Tienes algo que denunciar o no, chaval?

      –Algo que confesar –matizo.

      –Pues tú dirás.

      Y abre las palmas de las manos a ambos lados del teclado como si quisiera dejar claro que no piensa perder conmigo ni un solo minuto más.

      –Aquí estamos para ayudarte –apostilla el más joven, que quizá tenga un sexto sentido para detectar cuándo alguien necesita ayuda. Cuándo alguien, en este caso yo, está a punto de decir algo que tal vez merezca ser escuchado.

      A ellos no se lo cuento.

      No les describo esas escenas de todos los años que precedieron a esta madrugada.

      Pero esas imágenes sí desfilan, una tras otra, en mi cabeza.

      Así que me refugio en el único superpoder que –tenías razón, abuelo– me hace fuerte: mi verdad.

      Junto las manos, las agarro con fuerza y, mientras en mi cabeza vuelve a surgir el recuerdo de un niño de nueve años que lleva puesta una camisa azul demasiado grande, al fin les digo lo único que necesito que apunten en su estúpido ordenador.

      Lo único que hoy, ahora mismo, de verdad importa.

      –Creo que acabo de matar a alguien.

      1

      LO QUE NO SUCEDIÓ ANTES

      EL ABRAZO

      El día que mi padre nos abandonó, yo llevaba una camisa suya.

      Era una de esas tardes sofocantes de agosto, en medio de un verano que parecía que no iba a acabarse nunca.

      –¿Hoy tampoco bajas? –me preguntó mi madre, empeñada en que me relacionase con los demás críos de la urbanización–. En la piscina seguro que se está bien.

      Negué

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