El cofre de Nadie. Chiki Fabregat (Esperanza Fabregat)

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El cofre de Nadie - Chiki Fabregat (Esperanza Fabregat) Gran Angular

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por su instituto o tratan de recordar si conocen a alguien que viva cerca.

      –¿Habrá movida con tus vecinos si salgo al jardín? –pregunta un chico, con un cigarro sin encender en una mano y un vaso en la otra–. Por no fumar aquí dentro, digo.

      Nadia le abre la puerta y el olor a jazmín se cuela en la casa. Su padre lo trajo del pueblo años atrás porque resiste el frío y porque, como él, puede adaptarse a la ciudad. Hace una tarde estupenda. Nadia acompaña al chico hasta el porche y le señala una maceta medio rota.

      –Puedes echar ahí la ceniza. O el cigarro. O lo que quieras.

      Entra de nuevo antes de que el olor a tabaco se mezcle con el del jazmín y coincide junto a la puerta con un chico algo mayor, casi diría que un hombre.

      –¿Tú también eres amigo de Érika?

      –Mario –le tiende la mano y sonríe.

      Nadia le dice su nombre, le señala la cocina, lo invita a servirse lo que quiera y trata de escabullirse, porque después de las presentaciones la conversación se ha adormecido. Él habla de que vio la foto por casualidad y, cuando suena el timbre, Nadia lo deja con una frase a medias y va a abrir.

      Casi no reconoce a la chica del parque, la que le saca dos palmos, porque se ha maquillado, se ha soltado el pelo y lleva un vestido con dibujos brillantes.

      –¿Ya se te ha pasado? –pregunta la chica, con una sonrisa tan falsa como un bolso de mercadillo–. Soy Lola, que ayer no nos dio tiempo a presentarnos. Tú vas a mi instituto, ¿verdad?

      La mira de frente, con la barbilla un poco levantada, y Nadia entiende que no espera una respuesta, que solo es un aviso, tal vez una amenaza de contarles a todos su numerito del parque.

      –Pasa, creo que Érika está en la cocina.

      La gente se ha ido juntando allí, así que hay muchas posibilidades de que haya acertado. La ve atravesar el salón, saludar a unos y otros con dos besos. Cuando se acerca a un grupo, todos callan y la escuchan y la miran, mientras ella se mueve despacio como una serpiente saliendo de una cesta.

      El hombre sin conversación –Mario, ha dicho que se llama– se acerca y le muestra la fotografía que Érika subió a las redes.

      –Perdona, igual te parece absurda la pregunta, pero el arca –señala la esquina de la foto– ¿es tuya?

      –Mi cofre de vida, sí.

      –De... vida. Me encantaría verlo alguna vez.

      Lola se acerca y le planta dos besos, le dice su nombre y vuelca la melena negra sobre la pantalla.

      –¿Qué has dicho que es eso?

      Nadia finge que alguien la reclama al otro lado del salón y se aleja. No se ha roto nada, la música no atruena a los vecinos y no se oyen sirenas de policía por la calle, así que se da permiso para relajarse un poco. Hasta que ve a Lola subir hacia las habitaciones. Busca a Érika con la vista y encuentra su melena blanca entre cabezas oscuras, al otro lado del salón. Se acerca, pero todo pasa demasiado rápido: antes de que llegue hasta donde está Lola, la ve bajar las escaleras con un vaso en una mano y el cofre en la otra.

      –¿Esto decías? –levanta el cofre y lo agita mirando a Mario–. Mi tía trajo uno parecido de no sé qué viaje.

      Nadia respira. Camina hacia Lola tragando tanta saliva como es capaz de generar en la boca.

      Por suerte, Érika se adelanta, le quita el cofre a Lola de la mano y se lo entrega a Nadia, que sigue envolviendo el enfado en saliva. Cuando reacciona, le da las gracias, aunque no habla más para que no se le escape todo lo que está pensando, y sube las escaleras hacia la habitación. Desde el salón se oye a Lola reír y decirle a Érika que no sea sosa.

      Nadia se tumba en la cama y se tapa la cabeza con la almohada.

      –Perdona.

      Cuando aparta la almohada se encuentra a Érika.

      –Ahora mismo les digo que se vayan.

      –No, no, tranquila. Tus amigos parecen buena gente, es solo que...

      Que Nadia no encaja. Ella es una casa con mil cerrojos y Érika parece el patio de un colegio en plena jornada de puertas abiertas.

      –Lo siento –dice Érika–, de verdad.

      –No ha sido culpa tuya. La que lo debería sentir es ella, pero dudo que esa sienta nada.

      –Igual siente más de lo que parece, no te fíes de las apariencias. Es tímida y lo mismo le da miedo no encajar aquí.

      –¡Anda ya! ¿Tímida? ¿Tú la has mirado?

      Érika suspira.

      –Mucho. La he mirado mucho.

      –Mierda. Perdona, es que... Bueno, que... Que no, que tú vales mucho más que esa.

      Érika sonríe, pero es la primera vez que a Nadia le parece una sonrisa triste. Le hace un gesto para que se siente a su lado.

      –No te agobies, en serio, no pasa nada.

      –¿Por qué es tan importante? –dice, señalando el cofre que Nadia aún tiene en la mano.

      –Es una larga historia.

      –Tengo tiempo –contesta Érika. Luego suelta una carcajada y, cuando consigue calmarse, vuelve a hablar–: Vale, ha quedado muy de película.

      –Es muy tarde para ponernos filosóficas y muy temprano para echar a tus amigos de mi salón, así que voy a dormirme. De verdad, no te preocupes. Vuelve abajo y disfruta de la fiesta.

      –¿Me haces hueco?

      Se sienta sobre la cama, con las piernas cruzadas, y Nadia la imita y deja espacio entre las dos para el cofre.

      –Es lo único que tengo de Kenia. Supongo que, de alguna manera, define quién soy –dice.

      Luego le cuenta que, en la tribu de la que proviene, las madres pasan todo el embarazo haciendo un cofre para sus bebés. Construyen con alambres la estructura, lo forran de tela fina y casi transparente, le pegan piedras... Y después eligen algunos regalos con los que el bebé iniciará su vida.

      –Es un cofre de vida, así me contó mi padre que lo llaman.

      –De bienvenida, ¿no?

      –En realidad, no. De vida, porque esas cosas que lleva dentro son las que tienes al nacer, pero luego cada uno elige lo que va poniendo dentro. Ya sabes, lo que es importante, lo que te marca o te convierte en quien eres.

      –Es una tradición preciosa.

      Nadia asiente y se anima a seguir hablando. Solo a Hugo le ha contado su historia, pero ahoga la punzada de miedo y culpa y le explica que su padre era médico en Kenia y que un día, cuando llegó a un poblado que visitaba cada poco tiempo, lo encontró asolado: el viento había tumbado las tiendas y la arena los había enterrado

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