El cofre de Nadie. Chiki Fabregat (Esperanza Fabregat)

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El cofre de Nadie - Chiki Fabregat (Esperanza Fabregat) Gran Angular

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vez esperaba encontrar un cartel luminoso que advirtiese del peligro de responder a mensajes de desconocidos, o tal vez solo esté dilatando la respuesta; pero cuando ya no quedan fotografías ni perfiles de amigos de Mario que revisar ni búsquedas absurdas que hacer, vuelve al mensaje que ha recibido por la mañana y contesta:

      «¿Por qué te interesa tanto?».

      Antes de dos segundos tiene una cara sonriente y el maldito mensaje de que la otra persona está escribiendo. Un millón de horas después, Mario termina de explicarle que se trata de una curiosidad antropológica, que hay pocos, tal vez ninguno en tan buen estado, y que de verdad le encantaría verlo de cerca.

      –A ti o al cofre –dice Hugo cuando lo llama para contárselo.

      Y luego no para de hablar, porque ha conocido a un chico de sonrisa muy blanca y de piel muy morena. Siempre los describe así, como actores de películas romanticonas, impecables, guapos y bien peinados. Y no es que mienta, es que adorna la felicidad como otros adornan los dramas. Probablemente, la próxima vez que hablen el tipo de la sonrisa perfecta será solo un recuerdo.

      –Volviendo a ti y a ese Mario...

      –No te hagas líos, no hay nada de eso.

      –Un día me echaré un novio de verdad y te quedarás sola.

      Lo dice así, entre risas, como dice que si nieva en la playa y se queda aislado no volverá al instituto, pero a Nadia se le vacían un poco los pulmones al escucharlo y le cuesta que el aire entre de nuevo. Después vuelven al chico de piel morena, de sonrisa increíble, de ojos impresionantes, el de la voz más dulce que ha escuchado en toda su vida. Hugo es así, superlativo.

      También le pregunta por su hermanastra vikinga y se ríe al decirlo. Y Nadia le contesta que no está tan mal.

      –Igual os hacéis amigas.

      Charlan, ríen, bromean a cuatrocientos kilómetros de distancia y es como si lo tuviera a su lado. Al colgar, busca el mensaje de Mario y le responde:

      «Cuando quieras».

      Baja a la cocina para comer algo de lo que Rut dejó en la nevera y elige pimientos rellenos, una caja para dos personas, por si Érika llega a cenar. No es que le haya ocultado lo de Mario, es que es tan impulsiva que le habría organizado una cita sin saber siquiera quién es. Sigue sin saberlo, pero al menos no parece un psicópata y le ha despertado la curiosidad. Cuenta los pimientos de la caja y divide entre dos. Separa justo en la mitad, se sirve su parte en un plato, sin prisa, tan despacio como puede. Pero Érika no llega, así que empieza a comer mientras repasa en el teléfono la información que ya ha visto de Mario.

      No ha terminado el primer pimiento cuando Mario responde:

      «Puedo esperar a que vuelvan tus padres».

      Le dan ganas de llamar de nuevo a Hugo, para contarle lo equivocado que estaba y reírse con él. O para que se ría de ella.

      «Tú verás».

      Se arrepiente justo cuando le da al botón de enviar y teclea a toda prisa.

      «Quiero decir que como lo veas, lo que tú prefieras, a mí me da igual. Eres tú el que quiere ver el dichoso cofre».

      Se vuelve a arrepentir, pero ya no manda nada más. Deja el teléfono bocabajo en la mesa y la emprende contra los pimientos. Cuando termina su mitad, escribe una nota para Érika diciéndole que tiene el resto en la nevera. Y, como un momento antes, se arrepiente por si ha sonado muy seca y añade, en letra diminuta, un beso y un buenas noches.

      Mario ha respondido mientras cenaba. Ha visto la luz azul asomando por debajo del teléfono, pero ha sujetado las ganas de darle la vuelta. Subiendo la escalera lo lee:

      «¿Lo trajiste de Kenia?».

      Y, ya tumbada en la cama, con el pijama puesto, piensa qué responderle.

      «Mi padre nos trajo».

      «¿Eres adoptada? ¿Tu padre solo?».

      No puede, no quiere, contarle toda su historia.

      «Trabajaba allí, es médico. ¿Por qué tanto interés?».

      «¿Te adoptó recién nacida? ¿De qué parte de Kenia?».

      Se queda mirando el teléfono. En realidad, no sabe nada de Mario y su curiosidad resulta un poco incómoda. Le manda un último mensaje, más largo, y le dice que son muchas preguntas para un directo de Instagram, que ya hablarán otro día. Sabe que ha sonado un poco borde, pero esta vez no le importa demasiado. Mario dice que de acuerdo, se despide y lanza una última pregunta a la que Nadia ya no responde:

      «¿Hay algo dentro?».

      Oye la puerta entre sueños. Érika no viene sola: la acompaña la voz aguda y desagradable de Lola. Tal vez no sea tan aguda. Puede que no sea desagradable, pero lo que sí es seguro es que Lola está en su cocina y que la media caja de pimientos para dos se la cenará Nadia al día siguiente o al otro. Sola. Duerme y despierta durante toda la noche, sueña con las camas de velos blancos, con aviones de papel que transportan personas, con una chica que reparte comida a domicilio, con dragones. Se levanta al amanecer, camina descalza hacia el baño y, cuando ve un estuche de lentillas en la repisa, da la vuelta y entra en la habitación de su padre, que tiene baño dentro y que está suficientemente lejos del cuarto de Érika como para no despertarlas.

      Se enfada por estar enfadada, porque no quiere ser la que arruina todas las fiestas, y gira un poco el termostato de la ducha para que el agua salga más caliente, para que limpie más, para que arranque la costra de culpa o de miedo o de envidia. La piel tarda un rato en recuperar su color, de tan roja que se ha puesto.

      Con el albornoz de su padre y el pelo escurriéndole por la cara, baja el cofre de lo alto del armario y lo vuelca sobre la colcha. Saca una foto de las tres baratijas: el muñeco de palos, el trocito de tela y el burruño de lana, y se la envía a Mario en respuesta a su mensaje de la noche anterior.

      «Solo estas mierdas», le escribe.

      «¿Puedo ir a tu casa ahora?».

      6

      Y le dice que sí, claro. Se cambia de ropa tres veces antes de que Mario llame a la puerta y, cuando oye el timbre, se mira en el espejo de la entrada y se coloca el pelo antes de abrir. Qué bien le vendrían ahora las horquillas de la abuela.

      –Disculpa la prisa –dice Mario–, es que me encantaría verlo de cerca.

      –Yo también me alegro de verte.

      Fuerza una risa que se queda a medias y suena casi como un gruñido y lo invita a pasar.

      –Vaya, sin gente la casa parece más grande.

      –Tengo el cofre arriba, si quieres...

      –Prefiero que lo traigas.

      Nadia sube hasta su cuarto, coge el cofre y trata de disimular el enfado que se le está gestando dentro mientras vuelve hasta la planta baja.

      –¿No hay nadie más? ¿No están tus padres?

      Nadia

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