Episodios Nacionales: El equipaje del rey José. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: El equipaje del rey José - Benito Pérez Galdós страница 11
Monsalud sin escuchar a doña Perpetua, alzaba a su madre del suelo y cuidadosamente la sentó en su sillón. Sosteniendo con sus manos la cabeza de la infeliz mujer, le decía:
– Madre, soy yo, soy Salvador, el mismo de siempre, el hijo querido. ¿Por qué se ha asustado Vd. al verme? El vestido no hace al hombre.
Doña Fermina, viendo el rostro de su hijo cerca de sí, le dio mil besos amorosos; mas después apartó la cara y extendió los brazos para rechazar al joven.
– ¡Mi hijo… francés!… – repitió con el mismo tono de angustia y terror…– ¡Ese traje!… ¡Era verdad!
– ¡Y el muy bribón se empeña en seguir aquí atormentándote, Ferminita! – exclamó con desabrimiento la vieja. – ¿Hase visto desvergüenza semejante?
– ¿Qué delito he cometido? – dijo Monsalud con viva congoja estrechando entre las suyas las heladas manos de su madre, y de rodillas ante ella. – ¿Qué habré yo hecho para que Vd. se desmaye, madre, cuando me ve, y esta buena mujer me manda huir?
– ¿Qué has hecho? – repitió la madre con estupor. – ¡Te has pasado a los franceses, estás maldito de Dios y de los hombres, tocado de herejía y perdida para siempre tu alma y contaminada yo también por haberte parido y criado!
– ¡Qué horribles palabras y qué espantosa idea! – exclamó el joven procurando reír, pero con el alma destrozada de vergüenza y dolor. – ¿Tantos males ocasiona este capote que llevo? ¡Oh! madre querida, yo conocí que hacía mal, yo resistí, conociendo que era una falta servir a los enemigos de mi patria; pero me moría de hambre, y además mi tío tenía mucho empeño en que yo sirviera a los franceses. Una vez dado este paso, ya no puedo volver atrás, porque el honor me prohíbe vender a los que me han dado un pedazo de pan para vivir y una espada para que los defienda. Si por esto he perdido el amor de mi madre, de la única persona que en el mundo me ha querido, de la que me dio la vida, de aquella a quien he consagrado siempre la mía, será porque algunos malintencionados habrán emponzoñado su alma con bajos sentimientos.
– No, yo te amo siempre – dijo doña Fermina, no pudiendo resistir el ansia vivísima de besar a su hijo y regar con ardientes lágrimas sus mejillas, aunque doña Perpetua extendía a menudo entre los dos sus manos de cartón; – yo siempre te quiero, pero he hecho juramento ante Dios de no admitirte bajo este techo ni darte mi bendición, ni llamarte hijo, si no abjuras tus errores y maldices tus banderas infernales y reniegas de ese vil Rey y tornas a la patria y al deber… Mi conciencia me exigió este juramento y lo he prestado por consejo de respetables personas a quienes debo consuelos tiernísimos en esta última y tan amarga desventura que ha caído sobre mí.
El joven, cubriendo con ambas manos su rostro, lloró; mas de súbito estalló una violenta indignación en su alma, y apartándose de las dos mujeres, púsose en el centro de la pieza.
– Mi honor – gritó con voz alterada y resuelta— me impide desertar; pero si pierdo el amor de mi madre, y se me arroja de mi casa porque no quiero ser desleal y perjuro, no quiero vivir. Aquí tengo una espada – añadió desenvainándola, – y no me falta valor para atravesarme con ella el corazón.
Doña Fermina se arrojó llorando en brazos de su hijo. La mujer secular permanecía silenciosa, fría, clavada en su silla, contemplando la patética escena como una estatua de cartón que dentro de su pasta encolada tuviera un alma observadora. Sus ojos negros clavábanse en el joven con fijeza aterradora.
En aquel instante entró un nuevo personaje. Era un anciano fornido y alto, de rostro sanguíneo, duro y tosco, mas no desagradable por cierto, mirar franco y campechano que le animaba y hasta le embellecía. Su cabeza calva, apenas se exornaba económicamente con un cerquillo de blancos pelos esporádicos sobre las sienes y en el occipucio y en cuanto a su cuerpo era bravío, imponente, recio, como de varón hecho a las intemperies, a las luchas con hombres y elementos. Vestía negro traje talar, llevado con desenvoltura y abierto por delante para poder introducir fácilmente las manos en el bolsillo o cuadrarlas en la cintura, como frecuentemente lo hacía aquel hombre, dueño de dos manos enormes, velludas, que sabían llevar el arado, la espada y la hostia. Era D. Aparicio Respaldiza, cura de la Puebla de Arganzón.
Mirando al mancebo, más bien con lástima que con rencor, le dijo:
– Ya sabía que estabas aquí, desgraciado. Te hacíamos muerto, muerto con la muerte de la deshonra que deja el cuerpo vivo. El alma se va y queda la vergüenza.
Luego acercándose a doña Fermina, que deshecha en lágrimas, recibía consuelos y caricias de la beata, le dijo:
– ¡Señora Fermina, valor!… El sentimiento materno es el más fuerte de todos. No trate usted de vencerlo: al contrario, desahogue su pecho, llore hasta mañana. Este hijo muerto no es quizás perdido para siempre, y puede resucitar, si se abraza a la cruz de la patria. Yo seré el primero que le reciba en mis brazos.
– Y yo – repitió la beata sin que se mostrase en la engrudada máscara de su rostro, compasión, ni alegría, ni sentimiento alguno. – Yo también le abriré mis brazos.
– Hijo mío – dijo doña Fermina poniéndose de rodillas ante Salvador y cruzando las manos, – vuelve en ti; deja esos hábitos infernales, abandona a los que te han seducido, torna a la patria y recibirás la bendición de tu madre y el amor que siempre te he tenido y te tengo a pesar de tu horrible pecado. Hazlo por Jesucristo crucificado, por la religión que te enseñé, por el agua que en el bautismo recibiste, por el pan eucarístico que has recibido en tu cuerpo; hazlo, por mí, por mi honor y buen nombre, que para siempre he perdido en este pueblo, por mi tranquilidad que no recobraré sin ti; hazlo por el señor cura de nuestra aldea que te enseñó los mandamientos y la doctrina y la lectura y la escritura y el latín, con lo poco que sabes; hazlo por la santa doña Perpetua que nos da tan buenos consejos y más de una vez te ha entretenido contándote tan bellas historias; hazlo, en fin, por todos los que te aman en esta villa y en el lugar de Pipaón, donde no sé si por ventura o eterna desdicha mía naciste.
Monsalud, enternecido por voz tan elocuente que agitaba hasta lo más hondo su alma, como la tempestad el Océano, se había sentado en un escabel y con los codos en las rodillas y la cabeza encajada entre las palmas de las manos, lloraba en silencio. El témpano colosal y endurecido de su entereza se desleía poco a poco.
– Y lo que es ahora – dijo el cura para favorecer el deshielo— los franceses van a ser destrozados. ¡Pobrecitos de los que se unan a ellos!
– Bueno – dijo Salvador alzando de repente la cabeza; – déjenme que lo piense. Eso no se puede decidir en un momento: los que estamos acostumbrados a cumplir con nuestro deber, y a obedecer a nuestros superiores…
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