Episodios Nacionales: El equipaje del rey José. Benito Pérez Galdós
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– Te esconderemos aquí – dijo Serafinita— aunque no habrá peligro, pues ellos tienen bastante que hacer para ocuparse de ti.
– En esta casa no – afirmó con aplomo el tío. – Los vándalos conocen el rabioso españolismo mío, y de seguro vendrían a buscarle aquí, acusándome de haberle impulsado a la deserción.
– Pues se puede esconder en mi casa – dijo la mayor de las Linas, que era la casada y tenía su nido en el tercer piso.
– Eso es, que se esconda arriba – repitió con extraordinaria vehemencia la soltera, contemplando al joven Monsalud de tal modo que parecía envolverle con su mirada como en amorosa y blanda nube protectora.
– Sí, en el tercero.
– Yo le cederé mi cuarto y mi cama, y dormiré con mi hermana – añadió la doncella en un segundo arranque de generosidad.
– Francamente, Dominguita, tu esposo está fuera y no me gusta ver a dos muchachas solas en la casa con el dios Marte – objetó doña Ambrosia.
– Pues al sotabanco. Hablaremos al Sr. Pujitos para que le ceda un rincón.
– Conque, sobrino, vete despojando de tu uniforme.
El soldado, a quien tal proposición ofendía en lo más delicado de su alma, y que estaba a la sazón irritado por la escena de la calle, y además por el impertinente charlar de su tía, contestó con ardor:
– Antes me quitaré el pellejo que el uniforme. Me lo puse por mi voluntad, lo tendré mientras exista el ejército a que pertenezco y la bandera que juramos.
– ¿Eres francés?
– No sé lo que soy – repuso con desdén.
– ¿Harás armas contra tus paisanos?
– No; pero tampoco abandonaré cobardemente a los que me han dado de comer.
Monsalud tío rompió en estrepitosas risas, acompañado por Bragas, Requejo y Carrascosa.
– Pero, sobrino de todos los demonios, ¿no tienes en mí la norma de tu conducta?
– Si yo le imitara a Vd. en esto – dijo el joven temblando de indignación— no tendría idea del honor, ni una chispa de vergüenza en mi alma, ni en mi corazón el sentimiento del deber, ni sería digno de que me mirasen los hombres. Adiós. Me voy para siempre de esta casa y de Madrid.
El soldado salió resueltamente. Un poco atontado el tío, bastante aturdida su esposa, no pronunciaron una sola palabra para detenerle.
– Ese muchacho es un insolente – dijo al fin la señora de la casa.
– ¡Pobrecito! – murmuró el oficial de la Visita de Propios.
– ¡Él se lo pierde! – indicó majestuosamente Serafinita. – Ahora que mandan los españoles he de conseguir para ti una buena vara, Andresito. Serás corregidor de Alcalá, de Ocaña o de Tarancón. Yo había calculado que Salvadorcillo nos acompañaría con un buen momio.
– No se puede sacar partido de ese muchacho.
La niña soltera de doña Ambrosia había llevado el pañuelo a sus picarescos ojos, de súbito humedecidos por ignorada causa.
– ¡Pobrecito! – exclamó con zozobra. – Se ha marchado solo. Está expuesto a que le insulten otra vez en la calle. Le darán golpes, le arrojarán lodo, manchándole la frente, el cabello, la boca, los ojos, ¡ay! los ojos, el uniforme…
– Esto parte el corazón. ¡Pobre muchacho! – exclamó la casada. – Alguien debía salir con él.
– ¡Qué falta de caridad dejarle salir solito! Si yo fuera hombre…
– La verdad es que puede sucederle alguna cosa mala – dijo Serafinita dando un suspiro.
– Usted que es su amigo – exclamó con ira la doncella volviéndose a Juan Bragas que a su lado estaba— ¿por qué no salió con él para ampararle en caso de un atropello?
– ¿Amigo? – dijo con desdén el covachuelo. – No tanto. Conocido y nada más… Nos hablamos alguna vez, paseamos juntos, pero…
– Es Vd. un mal amigo – gritó la muchacha con voz temblorosa. – ¡Dejarle partir sin compañía!… Esto se llama deslealtad, cobardía.
Juan Bragas se echó a reír.
– Pero…
– Haga Vd. el favor de no volver a dirigirme la palabra en toda la noche, ni volver a mirarme en su vida, ni estar donde yo esté, ni respirar donde yo respiro, ni ponerse donde yo le vea, ni…
La tertulia fue triste, tristísima. Los hombres viendo que no podían alegrar el ánimo de las dos muchachas, ni el de la señora de la casa, ni sacarles palabras que no fuesen lúgubres como un funeral, pegaron la hebra con doña Ambrosia, y dándole a la lengua sin descanso por espacio de dos horas, azotaron a medio mundo con la piel arrancada al otro medio.
VI
En la mañana del día que siguió a estos sucesos salieron los pocos franceses que quedaban en Madrid. Les mandaba el general Hugo y llevaban consigo convoy tan inmenso, que al verlo creeríase que en la capital de la monarquía no quedaba un alfiler. Desde muchos días antes habían sido embargados cuantos coches y carros y calesas rodaban por las calles de la villa, y casi toda la servidumbre se ocupaba en el embalaje de las diversas riquezas que José y los suyos se habían apropiado. Estos señores hacían buena presa donde quiera que ponían la mano y no eran nada melindrosos ni encogidos para esto del incautarse. Murat despojó la casa de Godoy y el real palacio, y José mandó traer de Toledo, de Valladolid y del Escorial cuanto pudiese ser transportado; esta última circunstancia salvó las piedras del edificio.
Luego que estuvo reunida cantidad fabulosa de cuadros, estatuas, joyas de camarín y sacristía, dejando a las Vírgenes y Santas sin un anillo que ponerse, establecieron cuatro depósitos en Madrid, los cuales fueron el Rosario, San Felipe, doña María de Aragón y San Francisco. Una comisión separó lo sublime de lo bueno, y no siendo fácil llevarlo todo, dispusieron atropelladamente lo primero en cajas, mezclando lo sagrado con lo profano, es decir, las bellas artes con los enseres de la casa y cocina del Rey José y diversos adminículos que este para diferentes fines usaba. Muebles, porcelanas, vajillas, armas, añadiéronse al botín. Considerando que aun después de tanto despojo quedaba en España alguna cosa de todo punto inútil, según ellos, a la ignorancia castellana, echaron mano a las colecciones mineralógicas del gabinete de Historia Natural y embaularon también los depósitos de ingenieros y de artillería y el hidrográfico. De Simancas cargaron con lo más curioso que allí había. Aquella gente, hasta la historia nos quiso quitar.
Una caja en que holgaba un poco el tocador de José (así lo cuenta un testigo ocular) fue rellena con los pedruscos y los minerales de la Historia Natural. Entre una masa enorme de cartas geográficas iba Nuestra Señora del Pez; y la Perla anidó con una montura fina recamada de plata y oro. Se gastó un monte de claros, y por algunos días las iglesias que servían de depósitos y las galerías del real palacio resonaban cual si en ellas trabajase un regimiento de cíclopes. La tabla del Pasmo, que ya se hallaba en pésimo