Episodios Nacionales: El equipaje del rey José. Benito Pérez Galdós
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Poco después la hija del marqués de Porreño iba a casa de Sanahúja, donde ya sabían la noticia, gracias a don Lino Paniagua, y decía:
– Lo menos setecientos mil hombres dicen que trae Vellinton.
Conviene advertir que casi todos los españoles pronunciaban el nombre del general inglés como acabamos de escribirlo. Algunos lo modificaban diciendo Velliztón, acentuando la última sílaba, lo mismo que decían Stapletón Cotón; pero esto no hace al caso, y siga nuestro cuento. El conde de Rumblar, que a la sazón hallábase en casa de Sanahúja, partió como un rayo, y en la Puerta del Sol topó con José Marchena, a quien dijo que José iba sobre Fregeneda y que el duque de Ciudad Rodrigo estaba en Valladolid… Poco después D. Narciso Pluma, que esto oyera y otras muchas estupendas cosas que había oído poco antes, las revolvió todas, haciendo la más chistosa ensalada que puede imaginarse, y entró en casa de Porreño, donde sostuvo que se estaba dando una batalla junto al Duero entre D. Pablo Morillo con doce mil hombres, y el rey José con setecientos mil…
Repitámoslo, sí. ¡Entonces no había periódicos!
IV
Cuando se disolvió el grupo los dos jóvenes siguieron su camino.
– Vamos a casa de mi tío – dijo Monsalud, – a ver qué piensa de estas cosas. Ya anochece; apretemos el paso… ¿No te parece que los habitantes de la villa están un poco alborotados?
– ¡Salen los franceses!… ¡Un cambio de gobierno! – murmuró Bragas intranquilo. – Ahora todos los que han sido empleados durante el gobierno intruso…
– A la calle, amigo. ¡Pues no es poca afrenta la que tienen encima. Haber servido al intruso!… ¡Oh, vilipendio!
– Pero yo soy español, muy español. Detesto a los franceses.
– Ahora que se van es muy cómodo decir eso. Yo, Sr. Juan, no les tengo rencor. Con ellos he servido, con ellos voy.
– Entonces dirás: «¡Viva Napoleón!».
– No diré ni que viva ni que muera, porque yo no he de matar ni he de resucitar a nadie. Me alegraré de que sea rey de España Fernando VII… Ya sabes por qué he servido a José: me moría de hambre y acepté sus banderas. Tal vez hice mal, pero las juré y tras ellas voy a donde me lleven. Eso de gritar hoy Bonaparte y mañana Fernando, como hacen muchos, no entra en mi sistema. Sirvo a José sin entusiasmo; pero con lealtad.
– ¡José, José – exclamó Bragas alzando la voz, – es un borracho! No se tiene lealtad con los borrachos.
– A ti y a mí nos ha dado de comer. Los dos nos encontrábamos en Madrid bastante perdidos y derrotados. Mi tío me colocó en el regimiento de jurados, lo que fue muy fácil, porque nadie quería entrar en él. Tu colocación parecía más difícil; pero tanto lloraste y gimoteaste ante el conde de Cabarrús, que el buen señor, considerando que eres hijo de su criado, diote a roer ese hueso de la covachuela. Para conseguirlo, te fingiste entusiasmado con el fraternal gobierno de Bonaparte, ¡y qué memoriales le echabas!… ¡cuántas resmas embadurnaste con lamentos y suspiros!… Para que todo no fuera música y palabrillas vanas, te aplicaste el oficio de dar vítores y palmadas en la calle siempre que el Rey pasaba, y gritar «¡Mueran los madripáparos!».
– ¡Mentira, mentira! – exclamó Juan Bragas, cuyo rubor no podía distinguirse a causa de la oscuridad de la noche. – ¿De dónde has sacado tales invenciones?
– Verdad, verdad pura, digo yo – continuó Monsalud, – como también lo es que te daban obra de tres reales por función, quiero decir por cada carrera detrás del coche de Pepe Botellas, gritando y vitoreándole. Ello es que si te desgañitaste, ganando aquella ronquera que te puso en peligro de callar para siempre en la sepultura, en cambio recibiste el destino que tienes, el cual verdaderamente no es mucho premio para tanto batir palmas y asordar a la gente con los vivas.
– Salvador, Salvador, mira que me incomodo – dijo Bragas con voz balbuciente, señal de que le ponía colérico el verídico retrato que su amigo diestramente trazaba. – Cualquiera que te oiga ¿qué pensará de mí?
– Ahora quieres pasar por hombre formal. Vas muy serio y finchado por la calle, entras en la covachuela dando taconazos, y cualquiera supondría que dentro de ese casacón que compraste en el Rastro, va un Consejero de Indias.
– Si no va todavía, irá con el tiempo, señor mío.
– Y como parece que el Rey José y los franceses y los jurados se marchan para siempre, quieres hacer olvidar que te colocó el conde Cabarrús… Ahora es preciso empecinarse, señor Juan Bragas, como se empecinó su merced durante el tiempo en que evacuaron la villa los franceses y la ocuparon los aliados después de la batalla de los Arapiles.
– Amigo Monsalud – gruñó el otro, – yo soy dueño de hacer mi santa voluntad ahora y siempre. Sé donde me aprieta el zapato, y cada uno tiene su alma en su almario. Tú mismo que ahora te la echas de hombre recto y puntilloso estás esperando a que los franceses salgan de aquí para desertar de sus filas y pasarte a los españoles, lo cual es muy meritorio y por extremo patriótico; que no hay gloria más envidiable que servir a la patria, ni deshonra que se compare a la de ayudar al enemigo contra nuestros hermanos. Y ahora que los franceses van de capa caída y parece que huyen vencidos, el heroísmo consiste en volverles la espalda.
– Eso no lo haré yo – dijo con energía Monsalud, – que cuando entré a servirles lo hice por mi voluntad.
– Pues no te podrás quitar de encima la nota de traidor – indicó con energía Bragas, – que traidores son los que sirven al enemigo de la patria. ¿No te da vergüenza de vestir ese uniforme?
Cuando esto decía, habían entrado en la calle de Toledo y tomaban por la derecha la embocadura de la Cava-Baja, donde tenía su residencia el Sr. Monsalud senior, tío de nuestro héroe. Por las noches Salvador solía hacer parada en casa de su tío, antes de encerrarse en el cuartel, y acompañábale generalmente Bragas, atraído por un olorcillo de una regular cena que allí se aderezaba y el reclamo de una animada tertulia.
– Veremos qué piensa mi tío de estas cosas – dijo Monsalud. – Él es un afrancesado rabioso, y desde que el conde de España le mandó dar de palos en Salamanca, no cesa de decir que ahorcaría a todos los empecinados si estuviere en su mano.
No había concluido Monsalud de decir lo antecedente, atravesando la plazoleta que llaman Puerta Cerrada, aunque no hay allí puerta alguna abierta ni entornada, como no sean las de las casas, cuando muchas de las gentes reunidas junto a las tiendas, y el gran número de majos, chulillos y muchachos desvergonzados que por allí discurrían, fijaron su atención en los dos jóvenes, y principalmente en el sargento de la guardia, cuyo uniforme a cien leguas le denunciara como servidor del rey entrometido.
– Parece que nos miran – dijo Monsalud, – y nos señalan. ¿Llevamos algo de particular?
– Es que la gente está alborotada… – balbució Bragas, temblando de miedo. – Llevas uniforme de la guardia jurada… Ese traje es muy aborrecido en Madrid, y con razón, con muchísima razón… No creas que te van a defender tus amigos. Ocupados de su viaje, no se cuidan de niñerías, y lo mismo les importará que te insulten o que no. Los franceses desprecian a los traidores que les sirven, como los despreciamos los españoles.
Iba