Episodios Nacionales: El terror de 1824. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: El terror de 1824 - Benito Pérez Galdós страница 10
– Queda de general en jefe el general Bourmont.
– Por falta de hombres buenos a mi padre hicieron alcalde – dijo Chaperón. – Si Bourmont se ocupara en otra cosa que en coger moscas, y se metiera en lo que no le importa, ya sabríamos tenerle a raya.
– Me parece que no nos mamamos el dedo – repuso el fraile. – Y me consta que Su Majestad viene dispuesto a que las cosas se hagan al derecho, arrancando de cuajo la raíz de las revoluciones. Dígame usted, ¿es cierto que se ha retractado en la capilla?
– ¿Quién, Su Majestad?
– No, hombre, Rieguillo.
– De eso se trata. El hombre está más maduro que una breva. ¿No va usted por allá?
– ¿Por la capilla?… No me quedaré sin meter mi cucharada… Ahora no puedo detenerme: tengo que ver al obispo para un negocio de bulas y al ministro de la Guerra para hablarle del mal estado en que están las armas de mi gente… Con Dios, señores… ¡arre!
Y echó a andar hacia la calle de Toledo, seguido del entusiasta cortejo que le vitoreaba. Chaperón, después de dar las últimas órdenes a los aparejadores y de volver a observar el efecto de la bella obra que se estaba ejecutando, marchó con sus amigos hacia la calle Imperial, por donde se dirigieron todos a la cárcel de Corte. En la plazuela había también gente, de esa que la curiosidad, no la compasión, reúne frente a un muro detrás del cual hay un reo en capilla. No veían nada, y sin embargo, miraban la negra pared, como si en ella pudiera descubrirse la sombra, o si no la sombra, misterioso reflejo del espíritu del condenado a muerte.
Los tres amigos tropezaron con un individuo que apresuradamente salía de la Sala de Alcaldes.
– ¡Eh! no corra usted tanto, Sr. Pipaón – gritole el de la Comisión militar. – ¿A dónde tan a prisa?
– Hola, señores; salud y pesetas – dijo el digno varón deteniéndose. – ¿Van ustedes a la capilla?…
– No hemos de ser los últimos, hombre de Dios. ¿Qué tal está mi hombre?
– Va a comer… Una mesa espléndida, como se acostumbra en estos casos. Conque Sr. Chaperón, Sr. Regato…
– ¡A dónde va usted que más valga! – dijo Chaperón deteniéndole por un brazo. – ¿Hay trabajillo en la oficina?
– Yo no trabajo en la oficina, porque estoy encargado de los festejos para recibir al Rey – repuso Bragas con orgullo.
– ¡Ah! no hay que apurarse todavía.
– Pero no es cosa de dejarlo para el último día. No preparamos una chabacanería como las del tiempo constitucional, sino una verdadera solemnidad regia como lo merecen el caso y la persona de Su Majestad. El carro en que ha de verificar su entrada se está construyendo. Es digno de un Emperador romano. Aún no se sabe si tirarán de él caballos o mancebos vistosamente engalanados. Es indudable que llevarán las cintas los voluntarios realistas.
– Pues se ha dicho que nosotros tiraríamos del carro – dijo Romo con énfasis, como si reclamara un derecho.
– Ahí tiene usted un asunto sobre el cual no disputaría yo – insinuó Regato blandamente. – Yo dejaría que tiraran los caballos.
– Ya se decidirá, señores, ya se decidirá a gusto de todos – dijo Bragas con aires de transacción. – Lo que me trae muy preocupado es que… verán ustedes… me he propuesto presentar ese día doscientas o trescientas majas lujosamente vestidas. ¡Oh! ¡qué bonito espectáculo! Costará mucho dinero ciertamente; pero ¡qué precioso efecto! Ya estoy escogiendo mi cuadrilla. Doscientas muchachas bonitas no son un grano de anís. Pero yo las tomo donde las encuentro… ¿eh? De los trajes se encarga el Ayuntamiento… Me han dado fondos. ¡Caracoles! es una cuestión peliaguda… espero lucirme.
– Este Pipaón es de la piel de Satanás… ¿De dónde van a sacar ese mujerío?
– Yo daría la preferencia a los arcos de triunfo – dijo Romo. – Es mucho más serio.
– ¿Arcos?… Si ha de haber cuatro. Por cierto que el Sr. Chaperón nos ha hecho un flaco servicio llevándose para la horca los grandes mástiles que sirven para armar arcos de triunfo.
– Hombre, por vida del Santísimo Sacramento – dijo Chaperón mostrando un sentimiento que en otro pudiera haber sido bondad, – ya servirán para todo. Pues qué, ¿vamos a ahorcar a media España?
– Entre paréntesis, no sería malo… Conque ahora sí que me voy de veras.
Estrechó Pipaón sucesivamente la mano de cada uno de sus tres amigos.
– Ya nos veremos luego en las oficinas de la Comisión.
– Pues qué, ¿hay algo nuevo?
– Hombre no se puede desamparar a los amigos.
– ¡Recomendaciones! – vociferó el brigadier mostrando su fiereza. – Por vida del Santísimo, que eso de las recomendaciones y las amistades me incomoda más que la evasión de un prisionero. Así no hay justicia posible, señor Pipaón, así la justicia, los castigos y las purificaciones no son más que una farsa.
El terrible funcionario se cruzó de brazos, conservando fuertemente empuñado el símbolo de su autoridad.
– Es claro – añadió Romo por espíritu de adulación – , así no hay justicia posible.
– No hay justicia posible – repitió Regato como un eco del cadalso.
– Amigo Chaperón – dijo el astuto Bragas con afabilidad y desviando un poco del grupo al Comisario para hablarle en secreto, – cuando hablo de amigos me refiero a personas que no han hecho nada contra el régimen absoluto.
– Sí, buenos pillos son sus amigos de usted.
– No es más sino que al pobre D. Benigno Cordero le está molestando la policía de Zaragoza y es posible que lo pase mal. Ya recordará usted que D. Benigno dio cien onzas bien contadas porque se le comprendiera en el Decreto del 2 de Octubre fechado en Jerez. Acogiéndose a la proscripción se libraba de la cárcel y quizás de la horca… Pues en Zaragoza me le han puesto en un calabozo. Eso no está bien…
– Bueno, bueno – dijo Chaperón disgustado de aquel asunto. – También Romo me ha recomendado a ese Cordero.
Romo no dijo una palabra, ni abandonó aquella seriedad que era en él como su mismo rostro.
– Por última vez, señores, adiós – chilló Bragas, – ahora sí que me voy de veras.
– Abur.
Dirigiéronse a la puerta de la cárcel por la calle del Salvador; pero les fue preciso detenerse porque en aquel momento entraba una cuerda de presos. Iban atados como criminales que recogiera en los caminos la antigua Hermandad de Cuadrilleros, y por su traje, ademanes, y más aún por el modo de expresar su pena, debían de pertenecer a distintas clases sociales. Los unos iban serenos y con la frente erguida, los otros abatidos y llorosos. Eran veinte y dos entre varones y hembras, a saber: tres patriotas de los antiguos clubs, dos ancianos que habían desempeñado durante el régimen caído el cargo de vocales del Supremo Tribunal de Justicia,