Episodios Nacionales: El terror de 1824. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: El terror de 1824 - Benito Pérez Galdós страница 7
– Conste que yo no entré por mi pie, que no pedí… – dijo Sarmiento con viveza arqueando las cejas.
– Le abrigamos bien, vino el veterinario del sotabanco y dijo que usted padecía estos desvanecimientos desde que había dado en el hito de hablar mucho y no comer… Yo había cenado ya: al momento dispuse otra cena para el nuevo huésped.
– Traído por fuerza; es decir, acogido, secuestrado, usurpado durante su desmayo.
– Mandé venir un médico, mientras hacía la cena – añadió Sola observando con la mayor complacencia el buen apetito de Sarmiento. – Yo creí que al pobre hombre no le vendrían mal estos cuidados. Yo dije para mí: «Cuando se ponga bueno y se le despeje la cabeza, abrirá de nuevo la escuela, se llenarán sus bolsillos, y podrá vivir otra vez solo y holgado en su casa. Entretanto le conservaré en la mía, si quiere, y partiré con él lo poco que tengo».
– ¡Cuidarme, conservarme aquí, darme asilo!… – murmuró D. Patricio con cierto aturdimiento.
– Me han dicho que el casero le va a plantar a usted en la calle esta semana.
– Ese troglodita será capaz de hacerlo como lo dice.
– En aquel cuarto le he preparado a usted una cama – manifestó Soledad, señalando una alcoba cercana.
D. Patricio miró y vio un lecho, cuyas cortinas blancas le deslumbraron más que si fueran rayos de sol.
– ¡Una cama!… ¡para mí!… ¡para mí que hace cinco meses duermo en el suelo!…
– Aquí podrá usted vivir. Yo estoy sola, quizás lo esté por mucho tiempo – añadió la joven poniendo delante del anciano un plato de uvas. – La casa es demasiado grande para mí… No tendrá usted que ocuparse de nada… le cuidaré, le alimentaré.
– ¡Me cuidará, me alimentará!… Repito que esto es magia.
– Es caridad… ¿Por ventura no entienden de caridad los patriotas?
– Sí entendemos, sí – replicó Sarmiento tan aturdido ya que no sabía qué decir. – ¡La caridad! sublime sentimiento. Pero no ha de sobreponerse al tesón ni a la fijeza de ideas. La caridad puede llegar a ser un mal muy grande si se emplea en los enemigos de la patria, en los ministros del error… ¿Qué le parece a usted?
– Que las uvas no deben de ser ministros del error, según las ha cogido usted.
– Están riquísimas… Yo ¿cómo negarlo? agradezco a usted sus obsequios… Quizás pueda algún día corresponder a tantas finezas con otras igualmente delicadas… Conque dice que me dará una cama…
– Aquella…
– Y desayuno…
– También.
– Y comida…
– Y cena. Soy pobre; pero tengo para vivir algún tiempo. Después Dios nos dará más. Ya ve usted que si a veces quita, también da cuando menos se espera.
– Es cierto, sí, es cierto – dijo Sarmiento con viva emoción que se apresuró a disimular. – Pero me asombra una cosa.
– ¿Qué?
– La poca memoria de usted.
– ¿Poca memoria? En verdad no es mucha – dijo Sola ofreciéndole un vaso de agua. – A veces no sirve la memoria sino de estorbo.
– Pues sí – añadió Sarmiento mascullando las palabras y algo cortado. – Usted no se acuerda… de que yo… no era santo de la devoción de su papá de usted… Porque que digan arriba, que digan abajo, su papá de usted conspiraba. Así es que yo… Mire usted, siempre que me acuerdo de esto, tengo una congoja… Cierta noche, cuando llevaron preso al Sr. Gil de la Cuadra, yo… Repito que él conspiraba y que hacían bien en prenderle… ¿Usted recuerda…?
Soledad, pálida y abatida, miraba fijamente el mantel.
– Usted recuerda que su papá… cuando le pusieron las cadenas, ¿eh?… pues sí, parece que tenía sed. Me pidió agua, y yo no se la quise dar. Hice mal, mal, mal; aquello fue una bellaquería, una brutalidad… una infamia: seamos claros. Más adelante, cuando vivían ustedes en casa de Naranjo… que, entre paréntesis, era un gran bribón, yo… en fin, recordará usted que la noche en que murió el señor Gil de la Cuadra, me metí en la casa con otros milicianos para registrarla… Confiese usted que teníamos razón, porque su papá de usted conspiraba, es decir, nones, ya no conspiraba por causa de estar muerto; pero…
La confesión de sus brutales actos de fanatismo costaba al preceptor sudores y congojas; pero sentía la necesidad imperiosa de echar de sí aquel tremendo peso, y como con tenazas iba sacándose las palabras.
– Ello es que yo me porté mal aquella noche… Verdad que éramos enemigos; que él conspiraba contra la libertad; que yo tenía una misión que cumplir… el Gobierno descansaba en mi vigilancia… Pero de todos modos, Sra. D.ª Solita, usted no obra cuerdamente al tratarme como me trata.
– ¿Por qué? – dijo la joven alzando sus ojos llenos de lágrimas.
– Porque somos enemigos políticos.
Bañado el rostro en lágrimas, Sola se echó a reír, lo que producía singular contraste.
– Porque somos enemigos encarnizados… porque me porté mal, y si ahora salimos con que usted me da cama y mesa… Además mi dignidad no me permite aceptarlo, no señora. Parecerá que he cedido en mis opiniones… que transijo con ciertas ideas.
Sola reía más.
– Usted se burla de mí. Bien: no hablemos más del asunto. Se me figura que usted me perdona aquellos desmanes. Bien, muy bien. Reconozco que es un proceder admirable; pero yo… póngase usted en mi lugar…
– Me parece – dijo Sola, – que ya es hora de que se acueste usted.
– ¿En esa cama? – dijo Sarmiento con incredulidad y abriendo mucho los ojos.
– En esa.
– ¡Y tiene colchones!
– Y manta… Ya que tiene usted repugnancia de aceptar lo que le ofrezco, no insistiré – dijo la muchacha con malicia; – pero valga mi hospitalidad por esta noche. Mañana se volverá usted a su casa.
– Bien, bien – exclamó Sarmiento. – Por vida de la chilindraina, que es una excelente idea. Mañana lo decidiremos, y esta noche como estoy tan cansado… En verdad, ¿para qué necesito yo colchones ni platos exquisitos si están contados mis días?… ¡Ay! La pérdida de mi hijo me ha secado el corazón. Para mí ha concluido el mundo. Conozco que estoy de más y me apresuro a emprender el viaje. Pero ha de saber usted que mi idea es morir gloriosamente, mi plan tener un fin que corresponda a la grandeza de las doctrinas que he sustentado en vida. Yo no puedo morir como otro cualquiera, Sra. D.ª Solita, y aquí me tiene usted en camino de llenar una