Episodios Nacionales: El terror de 1824. Benito Pérez Galdós
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– ¡Pobre amigo mío! – añadió Pujitos, secando sus lágrimas. – ¡Y era tan cariñoso, tan bueno, tan leal!… Sin cesar estaba nombrándole a usted y cavilando sobre lo que haría usted en Madrid o lo que no haría… «Si tendrá discípulos, decía; si pasará trabajos. Ahora estará barriendo la escuela»… No nos separábamos nunca, partíamos nuestra ración y éramos en todo como hermanos. En las batallas siempre nos escondíamos juntos.
– ¡Os escondíais! – exclamó D. Patricio levantando el rostro con dignidad, pues esta era tan grande en él, que ni el dolor podía vencerla.
– ¡Ah! señor… el pobre Lucas era el mejor chico del mundo… ¡Pobrecito!…
– Ha tiempo que el dardo estaba clavado en mi corazón… Yo le tenía por muerto; pero la falta de noticias ciertas me daba alguna esperanza. Me agarraba con desesperación a las conjeturas. Pero tú has disipado mis dudas. Más vale la desgracia verdadera y declarada que una vacilación desgarradora.
– Aquí está todo lo que resta del pobre Lucas – dijo el herido mostrando un pequeño lío de ropa.
D. Patricio se abalanzó a aquel objeto mudo, testimonio tristísimo de su última esperanza muerta y lo besó con ardiente cariño. Breve rato le vio Pujitos con la cabeza apoyada en el borde del carro, oprimiendo con ella el lío de ropa y regándolo con sus lágrimas. Respetuoso con el dolor del padre, el maestro de obra prima no decía nada.
– Esto es hecho – exclamó al fin D. Patricio irguiendo la frente caduca, mas bastante fuerte para soportar, mediante la energía de su espíritu, el peso de una gran pena. – El Autor de todas las cosas lo quiere así. Ya no tengo hijo… Toda esperanza acabó y con ella la vida mía… Ahora leal amigo, ahora excelente joven que has sido el Pílades de aquel noble Orestes, cuéntame sin omitir nada los pormenores de la muerte de mi hijo; dime cómo se extinguió aquella vida preciosa, porque siendo Lucas de ánimo tan esforzado e intrépido, no podía morir como los demás milicianos, sino de una manera grande… ¿me entiendes? de una manera gloriosa, y en un momento de sublime heroísmo.
– Precisamente heroísmo no, Sr. D. Patricio – dijo Pujitos con embarazo. – Yo le contaré a usted… Lucas…
– Heroísmo ha habido: no me lo niegues, porque yo conozco muy bien la raza de leones de que viene mi hijo, yo sé qué casta de bromas gastamos los Sarmientos con el enemigo en un campo de batalla. Si por modestia callas las acciones homéricas en que tú has tomado parte, haces mal, que al fin y al cabo todo se ha de saber, y si no ahí están los historiadores que en un abrir cerrar de ojos desentrañarán lo más escondido.
– Si no ha habido acciones heroicas ni cosa que lo valga, hombre de Dios – objetó Pujitos con pena. – Nosotros estábamos en Málaga con el general Zayas, cuando este representó a las Cortes al tenor de lo que dijo Ballesteros al capitular; ¿usted me entiende? Vino entonces Riego mandado por las Cortes, tomó el mando y nos llevó contra Ballesteros; ¿usted me entiende?
– Y entonces se trabaron esas crueles batallas que yo imagino.
– No hubo más sino que el general llevaba el encargo de inflamarnos… Sí señor, de inflamarnos, porque todos estábamos muy abatidos y sin ganas de guerra, porque la veíamos muy negra.
– ¿Y os inflamó?
¿Cómo se puede inflamar la nieve? Fuimos en busca de Ballesteros y le hallamos en Priego. Allí se armó una…
– ¡Corrieron mares de sangre!
– No señor. Todo era ¡Viva Ballesteros! por un lado, y por otro ¡Viva Riego! Nos abrazamos y los generales conferenciaron. Como no se pudieron avenir, Riego arrestó a Ballesteros.
– Bien hecho, muy bien… ¿Y Lucas?
– Lucas tan bueno y tan sano… Era aquella la mejor vida del mundo, porque como no había balas sino conferencias… Pero un día se presentó delante de nosotros Balanzat y tiros van tiros vienen… Desde entonces perdió la salud el pobre Lucas, porque le entró como un súpito y se quedó frío y yerto, temblando y quejándose de que le dolía esto y lo otro.
– ¡Desgraciado hijo mío! Su principal pena consistiría en no poder batirse en primera fila.
– Puede que así fuera. Lo cierto es que empezó a decaer, a decaer, y la calentura seguía en aumento, y deliraba con los tiros. Riego abandonó el campo; nos fuimos con él y el pobre Lucas parecía que recobraba la vida según nos íbamos alejando de las tropas de Balanzat. El general fue perdiendo su gente porque oficiales y soldados desertaban a cada hora. ¡Qué tristeza, Sr. D. Patricio! Pero el pobre Lucas se alegraba y decía: «Amigo Pujos, esto parece que acabará pronto». Había mejorado bastante, y estaba limpio de calentura… Pero de repente cuando íbamos cerca de Jaén, aparecen los franceses…
– ¡Oh! ¡Me tiemblan las carnes al oírte! ¡Cómo correría la sangre en ese glorioso cuanto infausto día!
– Más corrieron los pies, Sr. Sarmiento. Yo, la verdad sea dicha, no fuí de los que más corrieron, porque no podía abandonar al pobre Lucas, que se descompuso todo, y se quedó en un hilo. Arrojamos los fusiles que nos pesaban mucho y nos refugiamos en una casa de labor. ¡Ay, pobre amigo mío! Le entró tal calenturón que su cuerpo parecía un volcán, perdió el conocimiento, y a las treinta horas…
– No sigas que se me parte el corazón – dijo D. Patricio con voz entrecortada por los sollozos. – ¡Cuánto padecería al ver que su mísero estado corporal no le permitía batirse! ¡Qué lucha tan horrenda la de aquella alma de león, al sentirse sin cuerpo que la ayudara!
– El pobrecito en su delirio nombraba a los franceses y se metía debajo del jergón. Serían las doce y media de la noche cuando entregó su alma al Señor…
– ¡Ay, parece que me arrancan las entrañas! Calla ya.
– Yo caí prisionero, fuí herido de un bayonetazo, y después de tenerme algunos días en un calabozo de la Carolina me metieron en este carro. Por el camino se nos unió el general preso y herido también, y juntos hemos llegado aquí. Dicen que nos van a ahorcar a todos.
– Eso es indudable – contestó Sarmiento en tono que más era de satisfacción y orgullo que de lástima. – ¡Fin lamentable, pero glorioso! ¿Qué mayor honra que morir por la libertad y ser mártires de tan sublime idea?
Pujitos, que sin duda no había dado hospedaje en su pecho a tan elevados sentimientos, suspiró acongojadamente.
– Bendice tu muerte, hijo mío – añadió Sarmiento, extendiendo hacia él sus venerables manos, en la actitud de un sacerdote antiguo, – bendice tus nobles heridas, pregoneras de tu indomable valor en los combates. Has sido atravesado de un bayonetazo, y además tienes heridos la cabeza y el brazo.
– Esto que tengo en el arca del estómago es fechoría de un francés a quien vea yo comido de perros. Lo de la cabeza es una pedrada, y lo del brazo un mordisco. En los pueblos por donde hemos pasado nos han recibido lindamente, señor. Como los curas salían diciendo que estábamos todos condenados y que ya nos tenían hecha la cama de rescoldo en el infierno, no había para nosotros más que palos, amenazas y pedradas. En Santa Cruz de Mudela nos dieron una rociada buena. El general y yo salimos descalabrados, y gracias a que los carros echaron a andar; que si no, allí nos quedamos como San Esteban. En Tembleque nos quisieron matar, y si la tropa no nos defiende