Episodios Nacionales: La estafeta romántica. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La estafeta romántica - Benito Pérez Galdós

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esta, y si mi esclavitud me ofrece alguna peripecia, lo que no es creíble, tendrás el honor de que te la comunique tu príncipe y señor. – Fernando.

      Jueves. – Estoy contento; reboso de satisfacción y orgullo; me siento Mecenas, quiero proteger a todo el mundo. Como el primero de los humildes que miro debajo de mí, y el más atrasadito en su carrera eres tú, por ti empiezo el derroche de mercedes con que quiero manifestar mi alegría. No me satisfago con hacerte canónigo. Hágote cardenal, que eso y mucho más te mereces tú. Eres desde hoy príncipe de la iglesia romana, y te firmarás Pedro, cardenal de Hillo. Te vestirás como los cangrejos, de colorado. Allá te mandaré la birreta con el ordinario, y la estrenas en la primera corrida de toros a que asistas. Ahora proponme las demás mercedes que repartir quiero entre mis fieles súbditos. A propósito: ¿anda por ahí el bonísimo D. José del Milagro? Me le figuro pereciendo de necesidad, en los horrores de su cesantía famélica, y recurriendo al caso extremo de comerse a sus hijos, como Ugolino. Lo sentiré por toda la familia, y mayormente por la niña mayor, o la segunda, no recuerdo bien, que tocaba el arpa con tanta maestría y gusto. Pues le dirás, no a la niña, sino al infeliz padre, que de golpe y porrazo le nombro Ministro de Hacienda, previa decapitación del Sr. D. Pío Pita Pizarro, que por la cacofonía de su nombre, amén de otros delitos, merece la última pena. A Nicomedes Iglesias, si le ves, puedes anunciarle que se le expedirá dentro de pocos días su nombramiento de Comisario General de Cruzada, para que se redondee y no conspire más…

      Bromas aparte, te diré que la causa de mi contento es para mí desconocida. Heme levantado con el propósito de reintegrarme en la dignidad de mi persona, para lo cual es indispensable que no queden impunes los que me han burlado inicuamente. Pensando esto, se apodera de mí la convicción de que debo escribir la carta propuesta por Churi, trámite inicial de esta obra de justicia… Entro, pues, en lo que los retóricos llamáis catástasis, la complicación del asunto, precursora de la catástrofe, que es a mi espíritu necesaria, pues no me conformo, no, no, con el desabrido desenlace que conoces, el cual cada día pesa más sobre mi alma y la enturbia y ennegrece. Yo era un hombre honrado y bueno; dejaré de serlo si no consigo dar un fin decoroso a mi sin igual aventura. Tú, clérigo, ¿qué entiendes por amor propio, dignidad social? La resignación que me recomiendas no es virtud caballeresca. Suprime la ley de honor en estas sociedades complejas, ¿y qué queda? Nada… Te digo que no puede ser. Hace poco creía yo que estaba de más en el mundo. Hoy pienso que el que está de más es otro. Si uno de los dos sobra, urge que se vaya, que despeje. Próximo está el abismo, y uno de los dos forzosamente caerá en él.

      ¡Ay, mi querido Hillo, no estoy contento! Interpreta al revés todo lo que te digo, y lee: «Estoy rabiando, estoy dado a los demonios». Quiero engañarme con las bromas o con las pedanterías que escribo. Pero mi risa, volviéndose uñas, se clava en lo más sensible de mi alma… En verdad, de ayer a hoy soy digno de compasión. Tal es el estado nervioso en que me encuentro, que vivo en perpetuo sobresalto, presagiando mayores desdichas, recelando de todo el mundo, temiendo las horas que vienen tanto como abomino de las que han pasado. Esta mañana me entregaron una carta que ha traído el correo para mí, y aún no he querido abrirla: veo, presiento en ella una nueva desdicha. Por más que examino la letra del sobrescrito, no puedo adivinar a quién pertenece. No es la primera vez que veo esa escritura; pero todas mis cavilaciones no bastan a descifrar la enigmática persona que se esconde detrás de aquellos rasgos. Y que se esconde, divirtiéndose con mi curiosidad y mi turbación, no tiene duda. Es un espíritu burlón, que traza sus pensamientos con letra firme y correctísima. Pero adivíname quién es… Ya te veo reír, diciéndome que fácilmente saldré de esta horrible duda abriendo la carta. Te contesto: «Gran señor, no quiero».

      Entran iracundos y dando voces Doña Irene y Calamocha… Hace media hora que les tengo a todos de plantón aguardándome para el ensayo. La verdad, no me acordaba. Tiene la culpa este maldito clérigo, que me entretiene preguntándome cosas. ¡Allá voy!… Ya ves, me riñen por causa tuya… Algo me queda por decir… Aquí, en la negra cavidad del tintero, lo dejo bien guardadito para otro día. Duerme, come y vive mejor que tu amicísimo – Fernando.

      VIII

      De D. José M. de Navarridas a Fernando Calpena

      La Guardia y Marzo.

      Ilustre señor y dueño: Si no me prohibiera mi religión los juramentos, juraría, para que usted a pie juntillas me creyese, que hilvano esta carta a escondidas de toda la familia, pues ni mi señora hermana ni mis sobrinas aprobaron la idea que días ha, de sobremesa, les propuse de escribir a usted. Pero como a terco y voluntarioso no me gana nadie, he aquí que, burlando el severo dictamen de la señora y señoritas, tomo la pluma, como el escolar que, amenazado de castigos por escribir a la novia, más se enciende en su vicio de emborronar papeles de amor. Allá va esta, y perdónenme las tiranas de acá mi desobediencia, motivada del gran afecto que usted me inspira; y lo primero que tengo que decirle, para evitar interpretaciones erradas, es que la antedicha oposición de las damas no es ocasionada por el desvío, sino por sentimientos de contraria índole. Fue que se enojaron porque usted no nos dio noticias de su persona, viaje y accidentes más que con un recado verbal, por Sabas, desconociendo u olvidando lo mucho que le apreciamos todos. Creen ellas, sobrinas y tía, que bien merecíamos enterarnos de las felicidades o desdichas del Sr. D. Fernando, por una carta de su puño y letra. Para su tranquilidad, le diré que el enojo de esta familia mujeril ha sido y es muy leve: Gracia lo expresó con su natural vehemencia; Demetria, más comedida, y poniéndose siempre en lo razonable, alegó, en disculpa del caballero libertador, la magnitud de las ocupaciones de este y la necesidad en que se veía de consagrar toda su atención a personajes y asuntos de Madrid. Del mismo parecer fue mi señora hermana, agregando a las razones de la perla otras dos de gran peso; y dividida la familia en dos bandos, la pequeñuela y yo, mantenedores inflexibles de la acusación, gastamos no poca saliva en acumular sobre la pobrecita cabeza del Sr. D. Fernando los terribles cargos de ingrato y olvidadizo. No se pudo obtener definitiva sentencia por totalidad de votos, ni hubimos de concertar nuestros pareceres más que en el dictamen de que ninguno de la familia debía escribir a usted. Así lo acordamos, y ya ve usted con qué fidelidad lo cumplo.

      Gracia entró ayer en mi cuarto un poquito llorona, y de buenas a primeras salió con esta: «Querido tío, digan lo que quieran mi hermana y mi tía, debemos perdonarle a D. Fernando su olvido. Con el gran disgusto que sufre el pobrecito, y las angustias y desconsuelos que estará pasando, buenas ganas tendrá de ponerse a escribir a nadie. Sin que mi hermana lo sepa, porque se enfadaría, voy a enjaretar una esquelita diciéndole que sentimos sus aflicciones, y que deseamos que se le conviertan en alegrías». Esto, palabra más, palabra menos, me dijo la chiquilla, y el disuadirla de escribir tal carta y el resolverme a endilgarla yo, fue todo una misma idea. He aquí, mi señor ilustre, el por qué de estos desaliñados renglones.

      Y si no me tachara usted de entrometido, me permitiría decirle que esas penas o accidentes de la vida no son de los irremediables, pues tales muertes traen aparejada su resurrección, o lo que es lo mismo, que si un afecto perdió, otros que más valgan hallará en la Corte, donde pienso yo que habrá pocos que le igualen en el lucimiento y partes de la persona, así por lo tocante a prendas del corazón, como por lo que atañe a los adornos de la inteligencia, saber, memoria, conversación amena y substanciosa. Anímese, pues, el Sr. D. Fernando, y no se deje vencer de tristezas impropias de un varón fuerte, de quien las pasiones, creo yo, no deben ser amos, sino esclavos… y no sigo tratando de este delicado punto, no sea que la pluma se me corra de la sinceridad afectuosa, a la oficiosidad impertinente… Cepos quedos: José María, no te metas… Déjalo, déjalo, y pasa a informar al Sr. D. Fernando de las novedades de esta casa. Ya sabrá usted que aquel magnífico plan mío, que tuve el honor de comunicarle en la sacristía de mi iglesia, ha quedado en veremos; mejor será decir que tanto mi hermana como yo nos llevamos un solemne chasco, al ver que lo que creíamos tan lógico, natural y sencillo, no le pareció del mismo modo a la persona cuyo albedrío había de resolverlo. De todo ello se deduce, señor mío, que en achaque de proyectos matrimoniales, el que más cree saber sabe menos. No es esto decir que nos

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