El prestamo de la difunta. Vicente Blasco Ibanez

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El prestamo de la difunta - Vicente Blasco Ibanez

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mucho tiempo no volvió Ovejero á encontrarse con su acreedora. Esta ausencia le parecía natural. Las almas del otro mundo no necesitan esforzarse para conocer lo que hacen los vivos, y ella sabía que su deudor se ocupaba en devolverle el préstamo.

      Trabajó horas extraordinarias, bebió menos, fué reuniendo economías, pues deseaba hacerse perdonar con su generosidad el retraso en el pago de la deuda. Al mismo tiempo buscaba un hombre que se encargase de ir á depositar la cantidad sobre la tumba del desierto.

      Por más averiguaciones que hizo en los diversos campamentos salitreros y por más que escribió á los camaradas que tenía en otros puertos del Pacífico, no pudo encontrar un viajero que se propusiera volver al Norte de la Argentina siguiendo el desierto de Atacama.

      «Tendré que enviar un hombre á mis expensas – pensó – . Esto será caro, pero no importa; lo principal es dormir con tranquilidad y que no se me aparezca la pobre difunta llevando el niño de la mano....»

      ¡Ay, el niño, con su llanto silencioso y su carita de muerto!… Este era el que le aterraba más en la lúgubre visión. La mujer le infundía respeto, pero no miedo; mientras que solamente al recordar el llanto extraño del hijo, sentía correr un espeluznamiento da pavor por todo su cuerpo. Era necesario redoblar su trabajo para reunir el dinero y encontrar á un hombre que lo llevase hasta la tumba....

      Y este hombre lo encontró al fin.

      IV

      Era un chileno viejo llamado señor Juanito; pero las gentes del país, siempre predispuestas á cortar las palabras, sólo dejaban dos letras del tratamiento respetuoso á que su edad le daba derecho, llamándole ño Juanito.

      Siempre que abría su boca dejaba sumido á Ovejero en una resignada humildad. Su admiración por el viejo era tan grande, que consideró detalle de poca importancia el hecho de que no hubiese atravesado nunca la Puna de Atacama, ni conociera el lugar donde estaba el sepulcro de la difunta Correa. Un hombre de sus méritos sólo necesitaba unas cuantas explicaciones para hacer lo que le encargasen, aunque fuera en el otro extremo del planeta.

      Había vivido en la perpetua manía ambulatoria de algunos «rotos» chilenos, que llevan de la infancia á la muerte una existencia vagabunda. Deleitaba á Rosalindo contándole sus andanzas en el Japón, su vida de marinero á bordo de la flota turca y sus expediciones siendo niño á la California, en compañía de su padre, cuando la fiebre del oro arrastraba allá á gentes de todos los países. ¡Lo que podía importarle á un hombre de su temple lanzarse por la Puna de Atacama, hasta dar con la tumba de la difunta Correa!… Cosas más difíciles tenía en su historia, y no iba á ser la primera ni la décima vez que atravesase los Andes, pues lo había hecho hasta en pleno invierno, cuando los senderos quedan borrados por la nieve y ni los animales se atreven á salvar la inmensa barrera cubierta de blanco.

      Escuchaba con impaciencia los detalles facilitados por Rosalindo, al que llamaba siempre «el cuyano», apodo que los chilenos dan á los argentinos.

      – No añadas más – decía – . Desde aquí veo con los ojitos cerrados el rumbo que hay que seguir y la sepultura de la difunta, como si no hubiese visto otra cosa en mi vida.... Pero hablemos de cosas más interesantes, «cuyano».... ¿Cuánto piensas enviar á esa pobre señora?

      El gaucho, teniendo en cuenta lo que iba á costarle el mensajero, insistía en repetir un envío de treinta pesos. Pero ño Juanito protestaba de la cifra, juzgándola mezquina.

      – Piensa que la difunta te está aguardando hace muchos meses. ¡A saber lo que llevará penado en el Purgatorio por no haber recibido tu dinero á tiempo! Tal vez le faltaban unas misas nada más para irse á la gloria, y tú se las has retardado.... Creo, «cuyano», que deberías rajarte hasta cincuenta pesos.

      Rosalindo acabó por aceptar la cifra, ya que este desembolso iba á librarle de nuevos encuentros con la difunta.

      Más difícil fué llegar á un acuerdo con ño Juanito sobre sus gastos de viaje.

      Por menos de cien pesos no se movía de su tierra natal. El era muy patriota, y como estaba viejo, sólo por una suma decente podía correr el riesgo de que lo enterrasen fuera de Chile. Además, era justo que «el cuyano» lo indemnizara por los grandes perjuicios profesionales que iba á sufrir. Y enumeró todas las tabernas, llamadas «pulperías», y todas las casas «de remolienda» donde por la noche tocaba la guitarra cantando cuecas y relatando cuentos verdes.

      – Tú mismo puedes ver cómo buscan en todas partes á ño Juanito, y eso te permitirá apreciar el dinero que pierdo por servirte.... Pero lo hago con gusto porque me eres simpático, «cuyano».

      Y el gaucho, convencido de que no debía insistir, se dedicó á juntar la cantidad acordada, para que el viaje se realizase cuanto antes.

      Al fin entregó un día los ciento cincuenta pesos á ño Juanito.

      – Mañana mismo – dijo el viejo – salgo para la Puna, y recto, recto, me planto no más en la tumba de esa señora. No añadas explicaciones; conozco la travesía. Antes de un mes me tienes aquí con el recibo.

      Y se marchó.

      Ovejero pasó unos días en plácida tranquilidad. Seguía bebiendo, pero esto no le impedía trabajar briosamente, pues le era necesario reunir nuevas economías después de permitirse el lujo de enviar un emisario especial al desierto de Atacama. Aunque volvió muchas noches á su casucha tambaleándose ó apoyado en el brazo de un compañero, jamás le salía al encuentro la mujer del manto negro llevando el niño de una mano. Tampoco despertaba á sus camaradas durante la noche con los monólogos de un ensueño violento.

      Transcurrió un mes sin que regresase el viejo. Rosalindo no se alarmó por esta tardanza. El tal ño Juanito era un aventurero aficionado á cambiar de tierras, y tal vez había encontrado la de Salta muy á su gusto y andaba por las casas «de alegría» de la ciudad tañendo su guitarra y haciendo bailar la chilenita á las mestizas hermosotas. Pero al transcurrir el segundo mes sin que llegase carta, Ovejero se mostró inquieto.

      Precisamente así que perdió su tranquilidad, la mujer del manto con el niño al lado volvió á aparecérsele. Tenía los ojos más redondos y más ardientes que antes. Su cara era más enjuta y cobriza, como si estuviese tostada por las llamas del Purgatorio. Y el niño.... ¡ay, el niño! El gaucho no podía mirarle sin un estremecimiento de terror.

      En vano habló á gritos para que le entendiese esta mujer que parecía sorda y muda, concentrando toda su vida en la mirada.

      – ¿Qué ocurre, señora?… Yo he enviado el dinero. ¿No ha visto usted á ño Juanito?

      Pero un estallido de maldiciones le cortó la palabra, haciendo huir á la visión.

      – ¡Cállate, «cuyano» del demonio! – le gritaban los compañeros de alojamiento – . Ya estás hablando otra vez de la difunta y de la plata.... ¿Es que mataste alguna mujer allá en tu tierra, antes de venirte aquí?

      Al día siguiente, Rosalindo estaba tan preocupado que no acudió al trabajo.

      – Algo pasa que yo no sé – se decía – . ¿Habrán matado a ño Juanito, lo mismo que mataron al otro?…

      Como necesitaba adquirir noticias del ausente, se fué al puerto de Antofagasta, donde el viejo chileno tenía numerosos amigos.

      Le bastó hablar con uno de ellos para convencerse de que ño Juanito no había muerto y estaba á estas horas en pleno goce de su salud y su alegría vagabundas.

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