El prestamo de la difunta. Vicente Blasco Ibanez

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El prestamo de la difunta - Vicente Blasco Ibanez

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solo. Una mula llevaba los víveres necesarios para un mes de viaje. Además, podía montar en ella al sentirse cansado, por ser actualmente sus jornadas más largas que cuando pasó á pie por estos mismos sitios.... Pero ¡ay! entonces, aunque no tenía víveres, contaba con el vigor de la coca, ó mejor dicho, con la fuerza de una juventud sana que había ido disolviéndose allá abajo, en la orilla del mar.

      Le envolvieron los huracanes fríos de la altiplanicie, que parecían levantados por las alas de aquel demonio glacial, señor del desierto, de que hablaba el indio boliviano. La mula se negaba algunas veces á marchar, temiendo que el huracán la echase al suelo; pero el gaucho se agarraba á su lomo para no verse derribado igualmente por el viento y pinchaba al animal con la punta del cuchillo, obligándola así á reanudar su trote.

      «¡Adelante! ¡adelante!» Marchaba como un sonámbulo, concentrando toda su voluntad en el deseo de llegar pronto á la tumba.

      Pasó días enteros sin tocar las alforjas de víveres. No sentía hambre, y detenerse á comer representaba una pérdida de tiempo. Hacía alto al cerrar la noche para no perderse en la obscuridad; pero apenas se extendían las primeras luces del amanecer sobre este mundo desierto, reanudaba la marcha. Su pan se lo pasaba á la mula, dándole además generosamente los piensos guardados en un saco sobre las ancas del animal. Podía comerlos todos: lo importante era que continuase marchando.... Pero una mañana, en mitad de la jornada, cuando Ovejero se creía cerca de la tumba, el animal dobló sus patas y acabó por tenderse en el suelo. Fué inútil que lo golpease; y al fin, comprendiendo que no podría contar más con su auxilio, el hombre siguió adelante. Volvería al día siguiente para recoger lo que aún quedaba en las alforjas. Por el momento, lo urgente era llegar hasta la difunta Correa.

      Al marchar solo, sin el resguardo proporcionado por el cuerpo de la mula, se vió envuelto en las trombas que giraban sobre la desolada inmensidad, levantando columnas de una arena cortante, polvo de rocas. Repetidas veces tuvo que tenderse, no pudiendo resistir el empuje de los torbellinos. En una de ellas, sintió que el viento tiraba de sus piernas poniéndolas verticales, mientras él se mantenía agarrado á un pedrusco.

      Era tal su voluntad de avanzar, que marchó á gatas, aprovechando los intervalos entre las ráfagas. Hubo una larga calma, y entonces caminó verticalmente, reconociendo algunos detalles del paisaje que indicaban la proximidad del lugar buscado por él.

      Consideraba como una salvación poder marchar incesantemente. El frío de la altiplanicie había penetrado hasta sus huesos, dejándole yertos los brazos. En torno de su boca el aliento se convertía en escarcha. Los pelos de su bigote y de su barba se habían engruesado con una costra de hielo. Todo el calor de su vida parecía concentrarse en su cabeza y sus piernas.

      Ya distinguía la fila de pedruscos semejante á las ruinas de una pared. Después vió el montón que formaba la tumba y los dos maderos en cruz.

      Empezaba á soplar de nuevo el huracán cuando llegó ante el rústico mausoleo del desierto. Pero el gaucho parecía insensible á las ferocidades de la atmósfera y de la tierra. Toda su atención la concentraba en sus ojos, y vió al pie de la cruz el mismo bote que servía para recoger las limosnas, la misma piedra que ocupaba su fondo para sostenerlo, todo igual que dos años antes. Únicamente la vasija tenía su metal más oxidado y tal vez la piedra que la sujetaba no era la misma.

      «¡Al fin!…» ¡Cómo había deseado este momento!… Intentó quitarse el sombrero antes de hablar con la difunta, pero no pudo. No tenía manos, ni tampoco brazos. Pendían de sus hombros, pero ya no eran de él.

      Consideró como un detalle insignificante permanecer con el sombrero calado, y quiso hablar. Pero aunque hizo un esfuerzo extraordinario, no salió de su boca el más leve sonido. Tampoco dió importancia á este accidente. Su pensamiento no estaba mudo, y bastaría para que él y la difunta se entendiesen.

      – Aquí estoy, difunta Correa – dijo mentalmente – . He tardado un poco, pero no fué por mi culpa: bien lo sabe usted y su hijito. Traigo el préstamo, con los intereses que le prometí. Son cuarenta pesos.... No he podido traer más.... Me ha sido imposible juntar más....

      Fué á sacarlos de su cinto para que los viese la difunta, depositándolos después bajo la piedra, en el mismo lugar donde dejó su recibo, pero sus manos le habían abandonado. Hizo un esfuerzo desgarrador, sin conseguir tampoco que sus brazos se moviesen. ¡Muertos para siempre!… La misma parálisis había empezado á extenderse por sus piernas al quedar inmóviles, sin el cálido aceleramiento de la marcha.

      De pronto se doblaron y cayó de rodillas. Luego, sin saber por qué, y contra el mandato de su voluntad, que le gritaba: «¡No te tiendas! ¡no te entregues!», se fué acostando lentamente, como si la tierra tirase de él proporcionándole una voluptuosidad dolorosa.

      Quería dormir, pero al mismo tiempo el deseo de dejar bien claras las cuentas le hizo continuar sus explicaciones mentales. Él había traído el dinero: ¿por qué no quería aceptarlo la difunta? «Le digo, señora – continuó – , que no fué culpa mía. Me engañaron todos los que yo envié cuando era tiempo.... Pero ¿es que no quiere usted escucharme?…»

      Notó repentinamente que alguien le oía. Un ser viviente había surgido entre las piedras de la tumba, y avanzaba hacia él arrastrándose. Esta manera de moverse no le pareció extraordinaria. También él vivía en este momento á ras de tierra.

      Como le era imposible levantar su cabeza del suelo, oyó cómo se aproximaba aquel ser viviente, pero sin poder verlo. Debía ser la difunta Correa, que, apiadada de su inmovilidad, había abandonado la tumba para tomarle el dinero del cinto. Tal vez venía con ella la «Viuda del farolito».

      Escuchó también cierto ruido de dilatación, semejante al bostezo de un hambre larga y fiera. Pensó, con un estremecimiento mortal, si estas dos larvas implacables se arrastrarían hacia él para chupar su sangre, adquiriendo de este modo un nuevo vigor que les permitiera seguir apareciéndose á los hombres.

      Algo enorme y obscuro se interpuso entre su cara y la luz del desierto invernal. El gaucho vió unos ojos redondos junto á sus propios ojos, que parecían mirarse en el fondo de sus pupilas. Se acordó de las miradas fijas y ardientes de la difunta. Éstas tenían el mismo fulgor amenazante, pero no eran negras, sino verdes y con reflejos dorados.

      Inmediatamente sonó á un lado de su cráneo un rugido, que retumbó para él como un trueno capaz de conmover todo el desierto.

      Se abrió ante sus pupilas un abismo invertido de color de púrpura, con espumas babeantes y erizado de conos de marfil, unos agudos, otros retorcidos. Al mismo tiempo, sobre su pecho cayeron dos columnas duras como el hueso, apretándole contra la tierra, manteniéndolo en la inmovilidad de la presa vencida....

      Era el puma.

      EL MONSTRUO

      I

      Durante una semana, de cinco á siete de la tarde, el «todo París» de los té tango y los tés donde simplemente se murmura habló con insistencia del casamiento de Mauricio Delfour – heredero de la casa Delfour y Compañía, 250 millones de capital – con la bella Odette Marsac, nieta de un parlamentario célebre y casi olvidado que había sido candidato dos veces á la presidencia de la República.

      El matrimonio de un rey de la industria con una princesa republicana no es un suceso extraordinario en la vida de París, y sólo da motivo para media hora de conversación. ¡Pero estos dos eran tan interesantes!…

      Él había cruzado muchos ensueños femeninos como la personificación de todas las gracias y sabidurías humanas: copa de honor en carreras de jinetes chic, copa de honor en innumerables concursos

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