Episodios Nacionales: Los apostólicos. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Los apostólicos - Benito Pérez Galdós

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como solía decirse. Si algún color político dominaba en las reuniones era el absolutista tolerante o ilustrado, el ideal monárquico con Carta a lo Luis XVIII, habilidosa componenda de donde en tiempos más próximos había de salir el Estatuto, y luego los moderados, doctrinarios, etc.

      La dueña de la casa parecía complacerse en sostener equilibrio perfecto entre el elemento apostólico y el reformista, pues ambos tenían algún adalid en sus tertulias. Pero no todo era política. Casi casi las tres cuartas partes del tiempo se invertían en leer versos y hablar de comedias, y la música no ocupaba el último lugar. Después que algún aficionado tocaba al clave una sonatina de Haydn o gorjeaba un aria de la Zelmira cualquier italiano de los de la compañía de ópera, solía el ama de la casa tomar la guitarra, y entonces… No hay otra manera de expresar la gracia de su persona y de su canto sino diciendo que era la misma Euterpe, bajada del Parnaso para proclamar el descrédito del plectro y hacer de nuestro grave instrumento nacional la verdadera lira de los dioses.

      Era hermosa sobre toda ponderación y mujer de historia. Estaba separada de su esposo y no se le conocían desvaríos. Si alguien se aventuraba a hablar de cosas que ofendieran su buen nombre, era tan por lo bajo que aquellos vientecillos de murmuración apenas salían de un pequeño círculo. Había viajado mucho y hablaba el francés con perfección, cosa que ya era de grandísimo valor entre los elegantes. Existían en su vida pasajes misteriosos que nadie acertaba a explicar bien, y que, por el mismo misterio, se trocaban en dramáticos; y finalmente, mariposeaban en torno a ella muchos individuos con pretensiones de cortejos; pero aunque a todas horas le echaban memoriales de suspiros o de galanterías, no dio ocasión a ninguno para que se creyera favorecido.

      La danza no podía faltar en las tertulias. ¡Ah!, entonces el baile era baile, un verdadero arte con todos los elementos plásticos que le hicieron eminente en Oriente y Grecia, por donde parece natural mirarle como antecesor de la escultura. Entonces había caderas, piernas, cinturas, agilidad, pies y brazos; hoy no hay más que armazones desgarbadas dentro de la funda negra del traje moderno.

      Al ver en estos últimos años a ciertos hombres eminentes que han sido (y los que viven lo son todavía) el summum de la gravedad en la magistratura, en la política y en el ejército, y al mirarles, repetimos, ora en el sillón presidencial del Senado, ora en el banco azul, ya vestidos con la toga de la justicia, ya con el respetabilísimo uniforme de generales, no hemos podido tener la risa considerando que vimos a esos mismos señores dando brincos y haciendo trenzados en el salón de doña Jenara con el más loco entusiasmo.

      La política se trataba en aquella casa con toda la discreción que la época exigía. Ninguno de los sucesos que ocuparon la atención pública desde 1829 a 1831 dejó de tratarse allí, mezclándose los exteriores con los de casa, según los traía la revuelta corriente del tiempo. Allí se dijo cuanto podía decirse de la trascendentalísima Pragmática Sanción del 29 de Marzo del 30, origen inmediato de varias guerras crueles, pretexto de esa horrible contienda histórica, secular, característica del genio español del siglo XIX y que no ha concluido, no, aunque así lo indiquen las treguas en que el pérfido monstruo toma aliento.

      Esa batalla grandiosa en que han peleado con saña los ideales más hermosos y las tradiciones poéticas, los entusiasmos más firmes y las ranciedades más respetables, los intereses más nobles y los más bastardos, mezclándose en una y otra parte el legítimo anhelo de la reforma con la terquedad de la costumbre, el generoso vuelo del pensamiento con la noble exaltación de la fe; esa batalla, digo, estaba trabada hace tiempo en el corazón y en el pensar de España y tarde o temprano había de venir al terreno de las armas. Así tenía que ser por ley ineludible. Quiso el cielo que nuestra revolución fuera larga, sangrienta, toda compuesta de fieros encuentros, heroísmos, infamias y martirios, como una gran prueba; quiso que se desataran las pasiones en una guerra sin fin, empezada, concluida y vuelta a empezar y concluir en larga serie de años de zozobra.

      Hay pueblos que se transforman en sosiego, charlando y discutiendo con algaradas sangrientas de tres, cuatro o cinco años, pero más bien turbados por las lenguas que por las espadas. El nuestro ha de seguir su camino con saltos y caídas, tumultos y atropellos. Nuestro mapa no es una carta geográfica sino el plano estratégico de una batalla sin fin. Nuestro pueblo no es pueblo sino un ejército. Nuestro gobierno no gobierna: se defiende. Nuestros partidos no son partidos mientras no tienen generales. Nuestros montes son trincheras, por lo cual están sabiamente desprovistos de árboles. Nuestros campos no se cultivan, para que pueda correr por ellos la artillería. En nuestro comercio se advierte una timidez secular originada por la idea fija de que mañana habrá jaleo. Lo que llamamos paz es entre nosotros como la frialdad en física, un estado negativo, la ausencia de calor, la tregua de la guerra. La paz es aquí un prepararse para la lucha, y un ponerse vendas y limpiar armas para empezar de nuevo.

      Pues esta guerra, esta inquietud que ha llegado a ser en la madre patria como un crónico mal de San Vito, se declaró abiertamente, después de ciertos amagos, cuando se quiso averiguar quién sucedería en el trono a nuestro amado soberano, toda vez que era creencia general que se nos moriría pronto. Felipe V establece la ley Sálica y Carlos IV la deroga en secreto. Fernando VII quiere hacerlo en público y lo hace. El problema terrible, o sea la rivalidad de las dos ideas cardinales, encuentra al fin un hecho en que encarnarse, la sucesión. Tradición y libertad se miran y aguardan con mano armada y corazón palpitante lo que dirá la esfinge. La esfinge en aquellos críticos días es una reina en cinta.

      ¿Varón o hembra? He aquí la duda, la pregunta general, la esperanza y el temor juntos, la cifra misteriosa. Cuando llegó el día 10 de Octubre de 1830, día culminante en nuestra historia, y retumbó el cañón llevando la alegría o el miedo a todos los habitantes de la Villa, el ingenioso cortesano de 1815, D. Juan de Pipaón, entró sofocado y sudoroso en casa de Jenara. Venía sin aliento, echando los bofes, con la cara como un tomate, por la violencia del correr y de las emociones.

      – ¿Qué?… ¿qué es? – preguntó Jenara con calma.

      Pipaón se dejó caer en un sofá y dándose aire con el pañuelo exclamó:

      – ¡Hembra!… España es nuestra.

      – ¡Hembra! – repitió Jenara. – ¡Pobre España!

      VII

      Excusado es decir que las fiestas sucedieron a las fiestas, que a la alegría oficial correspondió la del inocente pueblo y que la inmensa mayoría de este no comprendió la importancia extraordinaria del suceso, origen de tanto cañoneo y regocijos tantos. Se había arrojado la moneda al juego de cara o cruz y había salido cara. Los de la cruz estaban como es fácil suponer. Había que oírles en sus camarillas, conventículos y madrigueras oscuras. No se hablaba más que de las Partidas, del Auto acordado y de la Pragmática Sanción, y la palabra legitimidad se escribió en la oculta bandera.

      Luego que Jenara y Pipaón dijeron lo que escrito queda, empezaron a llegar a la casa los amigos, unos contentos, otros reservados. Aquella misma noche leyeron algunos poetas los versos en que celebraban el feliz alumbramiento de la hermosa reina, y la señora de la casa obsequió a todos con espléndido ambigú, en el cual hubo tanta alegría y abundancia tal de exquisitos vinos, que algunos salieron a la calle con más soltura de lengua y más flaqueza de piernas de lo que fuera menester.

      Por mucho tiempo los temas de política extranjera cedieron en la tertulia ante el grave tema de nuestros negocios. Ya no se habló más de la revolución de Julio en Francia, asunto socorridísimo que dio para todo el verano y otoño, ni del nuevo reinillo de Grecia, ni del reconocimiento de Luis Felipe, ni de Polonia, ni aun siquiera del famoso decreto de 1º de Octubre, en el cual, para acabar más pronto con los llamados negros, se condenaba a muerte a todo el género humano o poco menos. Y la causa de esta barrabasada draconiana fue que el buenazo de Luis Felipe, viendo que aquí no le querían reconocer como Rey de los franceses, abrió la frontera a los emigrados y aun dícese que les dio auxilio y adelantó

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