Episodios Nacionales: Los apostólicos. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Los apostólicos - Benito Pérez Galdós

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tal en esto su destreza que no le arredraban los más difíciles y enrevesados.

      El más notable, después de estos, era un muchacho que hacía muy malos versos y no muy buena prosa, medio traductor de Homero, casi abogado, casi empleado, casi médico, que había empezado varias carreras sin concluir ninguna. Sabía lenguas extranjeras. Tenía veinte años, y en tan corta edad había pasado de una infancia alegre a una juventud taciturna. Tan bruscas eran a veces las oscilaciones de su ánimo arrebatado en un vértigo de afectos vehementes, que no se podía distinguir en él la risa del llanto, ni el dudoso equívoco de la expresión sincera. Había en su tono y en su lenguaje un doble sentido que aterraba y un epigramático gracejo que seducía. Era pequeño de cuerpo y bien proporcionado de miembros. A su pelo muy negro acompañaban bigote y barba precoces, y su color era malo, bilioso, y sus ojos grandes y tristes. Tenía mala boca y peores dientes, lo cual le afeaba bastante. Fumaba sin descanso, como si padeciera una sed de humo, que jamás podía aplacarse, y era en su vestir pulcro, elegante y casi lechuguino.

      Educado en Francia, afectaba a veces desprecio de su nación y la censuraba con acritud, quejándose de ella como el prisionero que se queja de la estrechez incómoda de su jaula. Frecuentemente, después de alborotar en el grupo de un café con palabras impetuosas o mordaces, se retiraba a un rincón rechazando toda compañía, o despidiéndose a la francesa, huía. Después de largas ausencias tornaba a la pandilla con humor hipocondríaco.

      Daba su opinión sobre poesía y literatura con un aplomo y una originalidad de juicios que pasmaba a todos. Ni Veguita ni el tuerto autor de comedias tenían conocimiento, por lo que sus maestros de aquí les enseñaban, de aquel nuevo y peregrino modo de juzgar, buscando el fondo más bien que la forma de las obras. Pero cuando nuestro atrabiliario quería echarse a poeta, los mismos que le admiraban como juez, se reían en sus barbas diciéndole que una cosa es predicar y otra dar trigo. Por mucho tiempo fue objeto de risa y chacota su oda a los Terremotos de Murcia, que es de lo peor que en nuestra lengua se ha escrito. Cuando se anunció que la reina Cristina estaba en cinta, todos los poetas echaron otra vez mano a la lira, y el hipocondriaco endilgó su soneto

      Guarda ya el seno de Cristina hermosa

      vástago incierto de alta dinastía…

      Verdad es que no eran mucho mejores los que al mismo asunto compusieron Veguita y el autor de comedias.

      Había en la pandilla otros muchos chicos. De ellos algunos no serán mencionados en razón de la oscuridad en que siempre han vivido, otros lo serán más tarde cuando las necesidades de esta verídica historia lo reclamen.

      Reuníanse primero en el café de Venecia y después en el del Príncipe, que desde entonces sacó el nombre de Parnasillo. Entonces la juventud no tenía más que dos medios para dar desahogo a su ardor y eran hacer versos o hacer diabluras. Los estudios estaban muertos, la prensa no existía, las letras mismas y el teatro principalmente yacían encadenados por una censura bestial y vergonzosa, el conspirar olía a cáñamo, la política era patrimonio de las camarillas, las bellas artes, música y pintura estaban en su primera alborada. Los muchachos que no sentían gusto por los soeces ejercicios de la tauromaquia se entretenían en trepar por las asperezas del Olimpo, y como la mayor parte carecían de estro, no tenían más recurso que la murmuración y las travesuras. De todas las musas, la que más andaba entre los de la pandilla, tratándoles de tú, era la Décima, por otro nombre el hambre, a quien Veguita dedicó una composición muy chusca. Sin dinero, sin ocupación, sin estímulo, aquellos insignes poetas o prosistas o simples mortales vivían de la poderosa fuerza íntima que en unos era la fantasía, en otros la conciencia de un gran valer y en todos el presagio de que habían de ser principio y fundamento de una generación fecunda.

      Todo cansa en el mundo, hasta el hacer versos. Así es que no podían satisfacer al bullidor espíritu de tales muchachos las sesiones del Parnasillo y el ardiente disputar sobre odas, comedias y poemas. La juventud necesita acción, necesita el elemento dramático de la vida, sin el cual esta no es más que un soliloquio de dolor o un quietismo morboso. La juventud de aquel tiempo, la más ilustre que había tenido España desde que envejeció la gran pléyade del siglo XVII, no sabía vivir sin drama. Es verdad que había amores y de lo fino, pero las aventuras galantes no podían satisfacer completamente a aquella juventud que era la empolladura de una gran época. Si la hubiesen dejado, ella habría hecho revoluciones, derribado gobiernos, aplastado ídolos entre el tumulto estrepitoso de millares de discursos. Sentía en sí, mezclado con la facultad y con la facilidad versificante, el germen de la gloriosa oratoria parlamentaria, que en nuestra tierra y en nuestro genio es una especie de poesía combatiente. En España es común que el fuego de las ambiciones rompa las liras para forjar con ellas las espadas.

      La acción, que era una necesidad, un apetito irresistible de la insigne pandilla, estaba circunscrita por Calomarde a la esfera del Parnasillo. La policía no estorbaba que allí dentro se dispararan ovillejos, quintillas y décimas, llenas de pimienta como los antiguos vejámenes; pero el libro, el drama, el periódico, todas las grandes armas del pensamiento, les estaban vedadas. No se les permitía más que los alfileres.

      Su instinto de grandes empresas con la palabra o con la acción les llevaba derechamente a las travesuras, y aquellos rapaces inspirados se ocupaban de noche en salir por ahí a romper faroles y a dar bromazos a los vecinos pacíficos. ¡Romper un farol! ¡Cuántas delicias, cuánto ingenio, cuánta charla preparatoria y cuántos trámites para obra tan divertida! Escogida por el día la inocente víctima, bien por la diafanidad relativa de sus vidrios, bien por hallarse próxima a cualquier casa de habitantes pusilánimes, se le formaba causa criminal. Uno defendía en toda regla al farol, alegando sus buenos servicios, otro le acusaba probando su complicidad en las tinieblas de la calle, o por el contrario el robo que había hecho de los rayos del sol. Después de consultar toda la jurisprudencia farolística recaía sentencia en verso, y se nombraba la comisión ejecutiva. Por la noche un repentino estruendo y el salpicar de los vidrios rotos anunciaba el terrible cumplimiento de la justicia, y con la oscuridad, la alarma de los vecinos y la intromisión de algunos de estos en la gresca, venían nuevas trapisondas y al cabo palos y carreras.

      Otras veces se entretenían en llamar con fuertes aldabonazos a las puertas, y daban aviso a media docena de médicos, diciéndoles con mucho apuro que tal o cual enfermo se hallaba en crisis. Enviaban la partera a casa de quien menos la necesitaba y la caja de muerto a quien gozaba de excelente salud.

      Desde Santa Catalina hasta la Cuaresma, menudeaban entonces las reuniones de máscaras, diversión que prevalece en épocas de poca libertad. Eran célebres y vistosas las de Aristizábal, Commoto y Mariátegui, familias ricas y que recibían y obsequiaban en el tono y forma de la urbanidad moderna. Pero el españolismo rancio tenía tantas raíces que las tertulias de aquella especie eran señaladas y aun puestas en ridículo por los enemigos de los cumplimientos, partidarios de la antigua llaneza ramplona, de quien eran secuaces la incomodidad, el desaseo, los modales burdos y la grosería.

      Entre las pocas tertulias donde no imperaba el españolismo rancio, había una, que era sin duda la más agradable de todas. No ha llegado su fama hasta nuestros días; pero esto no importa ni hace al caso, toda vez que apenas hemos tenido, como los tuvo Francia, salones célebres que fueran centro de hábiles tramas políticas. La tertulia o salón de Doña Jenara, que tal nombre se le daba, no tuvo importancia mayor como centro político ni podía tenerla en aquellos días; no era tampoco de primer orden por la riqueza de su dueña, y sus únicas preeminencias consistían en el buen gusto, en el trato amable, festivo, ligero y exquisitamente urbano, tan distante de la afectada etiqueta como de la llaneza, en lo exquisito de los manjares, en la comodidad del servicio de estos, en la libertad un tanto excesiva de los juegos de azar, y principalmente en la chispa inagotable de la charla ingeniosa, rica en intención y en travesura. Era opinión común que allí no entraban los tontos. Concurrían a la tertulia menos mujeres que hombres. De los poetas nuevos no faltaba uno, y de la gente antigua y machucha iba toda la turbamulta volteriana.

      No quiere

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