La transformación de las razas en América. Agustin Alvarez

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La transformación de las razas en América - Agustin  Alvarez

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el hecho notorio de que los hombres medianos y los superiores de Francia, por ejemplo, tomados en conjunto, valgan muchas veces más que los de España, en la misma pretendida raza latina, o los de la Argentina – que tuvo un Rivadavia, un Mitre y un Sarmiento, – mucho más que los de Bolivia, que ha tenido muchos obispos y ningún educador, en la misma América del Sud y del Papa; lo que explica que un Voltaire, un Michelet, un Renan, un Taine, un France, siendo un hecho natural en Francia, serían un caso prodigioso en España, absolutamente imposible en Marruecos.

      Ahora, la superstición, que no es más que un conocimiento falso de las cosas, es una forma de actividad de la mente – muy pobre, sin duda, pero "más vale algo que nada" – y de acuerdo con las leyes precitadas, la mente desarrollada por las primeras supersticiones, cuán lentamente lo fuera, creció, al fin, en alguna parte, lo bastante para excederlas, haciendo necesarias las segundas, después las terceras, y así sucesivamente, hasta culminar el género en el paganismo, el budismo, el judaísmo, el cristianismo y el mahometismo, que rematan la edad de la imaginación.

      Pobremente alimentada con patrañas, mitos y leyendas, la inteligencia humana ha crecido, al fin, lo bastante para necesitar alimentos más consistentes, explicaciones menos fantásticas y más positivas de los hechos y de las cosas del mundo, y se inicia, entonces, la edad de la razón, con el dominio progresivo del hombre sobre las fuerzas de la naturaleza, conquistadas con los métodos positivos de investigación.

      Como los hombres mismos, como los animales todos, que al término de su limitada carrera pasan a ser carga y estorbo, cartas de más en la baraja de la vida universal, que no puede conservar su perpetua juventud sino por la renovación perpetua, las creencias que se prolongan más allá de su radio de eficacia, acaban, como las uñas desmesuradamente alargadas de los aristócratas siameses, por embarazar y estrechar la existencia, debiendo ser, entonces, barridas por el olvido y la muerte bienhechores, para dar lugar a nuevas entidades, a nuevas formas del movimiento perpetuo de la materia. La evolución de las creencias ha sido paralela con la del entendimiento, y los dioses, los semidioses y las semidiosas actuales descienden de los fetiches prehistóricos, como el hombre contemporáneo desciende del hombre de las cavernas.

      El empeño de mantener en pie lo que ha madurado para caer y desaparecer, se paga irremisiblemente en pérdida de vida nueva, y podría decirse que la mortalidad prematura de los hombres por intolerancia, imbecilidad remanente, ignorancia, miseria, suciedad, indolencia, pesimismo, etc., etcétera, está en los diferentes países en razón directa de la antigüedad y de la inmovilidad de sus respectivas creencias sobre el universo y la vida, que les impiden llegar sucesivamente a mejores procedimientos de disminuir el mal y aumentar el bien. Basta recordar que la peste humana, que puede ser detenida con sólo matar ratones desde que se ha encontrado su bacilo, aniquiló la cuarta parte de la población de la Europa, cuando las epidemias eran combatidas con rogativas y procesiones, en el siglo XIV.

      Las creencias son así un producto fatalmente pasajero del entendimiento humano en crecimiento incesante desde que se puso en marcha huyendo del mal y buscando el bien. Todo lo que ha sido materia de los terrores y de las esperanzas de los hombres en una época o en un estado de la evolución progresiva de la humanidad civilizada, ha perdido su valor en las subsiguientes. En el árbol de la vida síquica, las hojas envejecen también, se secan, se caen y son reemplazadas por otras en la subsiguiente primavera del espíritu. En la inmensidad del tiempo, toda teoría de la vida es como la paja que lleva el viento, como el árbol que crece en el suelo y que no puede instituirse por sí mismo en ejemplar único y definitivo del reino vegetal sobre la tierra.

      EL MENSAJE DE LA ESFINGE

      El primer rompecabezas en que se estrellaron los primeros caviladores ansiosos de saber misterios interrogando a la Esfinge, fue, sin duda, el fenómeno siempre imponente y universal de la muerte. Y una vez asomados al "agujero de sombra", y puestos a resolver el insoluble enigma, el deseo de ser y la imposibilidad de pensarse no siendo, les llevaron fatalmente a imaginarse una continuación ulterior de la vida.

      Y aquí fue Troya, pues la emigración de los habitantes de las tumbas y la invasión del mundo de los vivos por los muertos, que se enseñoreaban de todas las cosas y de todas las gentes, esparciendo sobre los dominios de la vida las fatídicas tinieblas del reino de la nada, empezó entonces, y no ha concluido aún, sino para una feliz minoría de afortunados que ha conseguido ya escapar a la incontrarrestable tiranía de los potentados de la eternidad y a la abrumadora carga de sus representantes en la actualidad.

      El hombre también había sacado un mundo de la nada, mejor dicho, una trinidad de mundos fantásticos, lamentablemente absurdos, inicuos, atroces, con un desván o entresuelo complementario para los cretinos y los recién nacidos: el mundo de los eternamente felices, el de los temporalmente desgraciados y el de los eternamente felices, mundos de muertos resucitados que se convierten en señores invisibles, intangibles, ubicuos y omnipotentes para el bien y el mal de los vivos, en dioses, semidioses, ángeles, demonios, penitentes y condenados en reclusión o en ambulación.

      Desde luego, los hombres que siguen viviendo después de muertos siguen siendo capaces de hacer bienes y males – pues esto es la característica de la vida – y estando ya fuera del alcance de los medios defensivos y represivos, no quedaba más remedio inmediato que encerrarlos bajo la tierra, clavados por el centro del pecho con una sólida estaca o asegurados con una piedra pesada sobre la fosa, para que no pudieran salir a molestar a los vivos con sus rencores insaciados o sus venganzas pendientes, que fue el lejano origen de los mausoleos modernos, según Grant Allen, o, finalmente, enterrarlos "en sagrado" y hartarlos de responsos, misas, novenas y rosarios, para que el ánima del muerto no salga en fantasma errante a penar por este mundo, hambrienta de oraciones de sus deudos, amigos y conocidos, para conseguir indulgencias en el otro.

      Pero los que no eran enterrados quedaban sueltos, y todas las precauciones posibles eran naturalmente ineficaces para sujetar a los ultrapoderosos, que resucitaban quand même, y removiendo las losas salían de su sepulcro, y subían al empíreo o descendían al infierno, desde donde llegaban a ser más poderosos aún, y más caprichosos, rencorosos y vengativos todavía. Y del temor póstumo a los fuertes, supuestos coexistiendo con los débiles en una forma o manera aún más irresistible y peligrosa para éstos, nació el culto de los dominadores muertos, y el carácter sagrado de sus descendientes directos, considerados naturalmente como intermediarios más eficaces para suplicarles auxilio y favores en los trances difíciles.

      Así el primer jefe hereditario en el grupo humano primitivo es al mismo tiempo sacerdote y rey, y entra en su reinado póstumo con prestigios dobles. Desde aquí arranca el derecho divino, que queda anexo a cada una de las dos funciones, cuando más adelante se separan, por las exigencias de la división del trabajo.

      Y como estos dioses rudimentarios eran temidos en la proporción en que habían sido poderosos y temibles en vida, los caudillos sobresalientes deslucían a los comunes en la imaginación de los sobrevivientes, como el sol a las estrellas durante el día, relegándolos a subdioses, y magnificados aquéllos después por la leyenda, vinieron a ser dioses locales o tribales, dioses nacionales más tarde, con el triunfo de su tribu sobre otras tribus, dioses universales, finalmente, y por el mismo proceso de abultamiento fantástico que en la antigüedad griega levantaba la reputación de poder sobrenatural de una estatua particular de Júpiter, de Venus o de Minerva, sobre todas las restantes, y que en la actualidad católica y cismática destaca la reputación milagrosa de una entre los millares de imágenes o de estatuas de la Virgen o de los santos, sobre todas las de un país, como sucede con la de San Nicolás de Rusia, o con la de Luján entre nosotros, o sobre la de todos los países como ocurre con la de Lourdes en Francia.

      Rudimentaria y confusa en los primeros engendros, esta segunda existencia del hombre se define y precisa en la imaginación, con el andar del tiempo y de la imaginación, hasta adquirir contornos completamente definidos, y, en ciertos momentos de la historia, aun más definidos y precisos que los de la vida real, aunque participando siempre de sus caracteres, pues el

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