La transformación de las razas en América. Agustin Alvarez

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La transformación de las razas en América - Agustin  Alvarez

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al alcance de su fantasía, resulta no haber hecho más que una transfiguración de sí mismo, una personificación de fuerza, de poder, de voluntad, de inteligencia sublimadas.

      Así, poco a poco, vino organizándose la concepción de una voluntad previa, como antecedente del mundo real y un mundo imaginario para la vida imaginaria, con su correspondiente regidor y juez supremo, con su corte celestial y sus gehennas y su portero perpetuo, y, poseídos de incurable terror ante el factor universal de la vida y la muerte, de las plagas, las pestes, los terremotos y las tempestades, los hacedores de dioses no volvieron a tenerlas todas consigo, ni aun cuando discurrieron apaciguarlos con sacrificios humanos en un principio, principalmente primogénitos, niños inocentes y doncellas, y finalmente con el sacrificio parcial de la circuncisión, sustituida entre los cristianos por el bautismo; con sacrificios de animales más adelante, de preferencia corderos, palomas y toros célibes; con sacrificios de dinero y alhajas, en último resorte, como se estila ahora; ni aún sacrificándolo él mismo a él mismo – el sacrificio máximo – esto es, comiéndoselo en persona, desde luego, para tenerlo adentro en manera de específico deificante y depurante de maldades y pecados, como lo practican actualmente los ainos de la isla de Sakalín, cuyo Dios anual es un oso cazado cachorro en el bosque, criado con golosinas, mimado y venerado, y al fin muerto, descuartizado, distribuido y comido solemnemente en la gran fiesta religiosa; comiéndoselo, más tarde, en la persona de un vicario consagrado anualmente, como lo practicaban todavía los mejicanos en la época del descubrimiento de América; y, finalmente, en el canibalismo simbólico de la misa, según la forma copiada del culto de Mitra, en el pan y el vino de la eucaristía transubstanciados por ceremonias mágicas en la carne y la sangre del hijo de Dios sacrificado a Dios – última expresión del cordero pascual y del inocente chivo emisario, encargado de llevarse al desierto los pecados de los hombres y expiarlos con sus propias penurias y tribulaciones.

      Dos vidas distintas, en dos mundos diferentes, con sus respectivos regidores, implicaban, naturalmente, dos despotismos sobre una sola existencia, dos gobiernos simultáneos con sus correspondientes jerarquías paralelas de funcionarios para velar por el cumplimiento de las dos clases de obligaciones del súbdito simultáneo de Dios y el Rey – el altar y el trono. Los obispos y los curas, como delegados del reino de los cielos para dirigir las almas, atar y desatar desde aquí para allá, para absolver y condenar, exigir contribuciones y consumirlas, administrar la gracia y la ira divinas, imponiendo penitencias y excomuniones o concediendo indulgencias; el príncipe y sus lugartenientes y delegados para las mismas funciones en lo concerniente a los asuntos de la tierra.

      Las pirámides de Egipto son un testimonio en piedra de la magnitud de las cargas reales que recayeron sobre las espaldas de los vivos por la invención de la vida de los muertos, en una de sus millares de formas diferentes.

      Se sabe que en algunas regiones, en épocas remotas, los esclavos eran enterrados vivos con el cadáver del amo, y que hasta el siglo pasado era costumbre en la India quemar vivas a las viudas con el marido difunto, pero, generalmente, se enterraba a los muertos con provisiones en especies materiales para la vida ulterior, principalmente granos, que, brotando más lozanos en la tierra removida y abonada por los detritos del difunto, dieron origen a la agricultura, según la famosa teoría de Grant Allen, y hoy se les entierra con provisiones en especies espirituales, porque la vida eterna tenía que ser pensada, finalmente, sin las circunstancias de la existencia real, o de lo contrario no podía ser eterna. Por lo tanto, sin renovación de los materiales del organismo, sin necesidad de comer, de dormir, de beber, de vestirse, eternamente igual, sin nada en que pensar, sin nada que hacer – fuera de bostezar a pasto – sin amor, sin odio, sin hijos, sin día y sin noche, sin bien y sin mal, sin pensamiento y sin acción, vale decir, sin conducta – la más aburrida especie de vida que haya sido posible imaginar, o bien, con hambre y sed y sueño y odio y noche y calor o frío inextinguibles, que es decir, la más absurda.

      Desde que la vida imaginaria es ilimitada por construcción imaginaria, la vida real, con sus dichas y desdichas transitorias, es nada más que el prólogo o la introducción a la dicha o la desdicha perpetuas, de donde resulta que "los muertos son los vivos y los vivos son los muertos", según la expresión de A. France, o más bien, es un trocatintas, pues los vivos pueden obrar en el otro mundo, sacando ánimas del purgatorio, por ejemplo, y los muertos pueden hacer todas las cosas de este mundo, hasta proporcionarles marido a "las hijas de María" que se lo piden a San Expedito, cuando están apuradas.

      Pero, desde que los grandes objetivos del hombre, intoxicado de terrores y de esperanzas sobre la vida futura, vinieron a estar fuera de este mundo, este mundo quedó fuera de la atención de los hombres, y por ende, las leyes naturales, que han proporcionado los maravillosos recursos de la civilización moderna, quedaron en la edad media fuera del alcance del entendimiento humano, totalmente absorbido por la preocupación angustiosa de las entidades y de las cosas sobrenaturales, deslumbrado por el espejismo del otro mundo hasta dar la espalda a la vida real y el frente a la vida imaginaria, por entender que la más alta y noble ambición del hombre era la de "sentarse eternamente a la diestra de Dios padre", después de muerto, con lo que resultaba estúpido, degradante y vil todo anhelo de felicidad antes de morirse.

      Y el mundo real, estigmatizado como uno de los cuatro enemigos del alma, quedó ignorado hasta la aurora de los tiempos modernos mientras se difundía la monomanía del más allá que hizo de la Europa medioeval una simple variante de la China contemporánea, pues si en ésta el hombre vive para los muertos, en aquélla el hombre vivía para después de muerto.

      LA PALABRA DE DIOS

      En resumen, nuestro abolengo mental, destacándose paulatinamente de las mescolanzas de cultos, mitologías y teogonías del remoto pasado, vino a quedar del tenor siguiente:

      Dios había hecho a los hombres para el cielo, pero de modo a que se perdiesen en la tierra, y el diablo, agarrando la ocasión por los cuernos, se los había ganado para el infierno. Entonces, para no quedarse solo en el cielo, Dios bajó a la tierra, eligió entre todos un pueblo para sí y le dictó sus condiciones, que fueron olvidadas, por lo cual, más tarde, le envió con un hijo ad hoc un segundo mensaje.

      Los guardianes oficiales de la primera palabra de Dios desconocieron al Dios hijo, portador de la segunda, lo apresaron, lo juzgaron; lo condenaron y lo ejecutaron por contraventor a las leyes de Dios padre.

      Pero otros la recogieron y edificaron sobre ella la Iglesia, la casa de Dios hijo, frente a la sinagoga, la casa de Dios padre.

      Dios había hablado a Moisés entre relámpagos y truenos, cuando no se conocían aún los derechos del hombre y los deberes del padre, que tenía hijos y esposas, esclavos, asnos, bueyes y cabras para explotarios, matarlos o venderlos; había hablado como un patriarca judío, como el rey del egoísmo, estableciendo, en primer término, la obligación de amarlo a él sobre todas las cosas del mundo, que todavía deben ser abandonadas por los que quieran servirlo en toda regla, la más gravosa de todas las cargas que han pesado sobre la conciencia del hombre, el deber humano que ha producido más palos, tormentos y matanzas, más lágrimas y sufrimientos, más miseria y más imbecilidad consuetudinaria.

      Y porque Dios había cometido la indiscreción de hablar, el hombre tuvo que callarse a perpetuidad, o hablar sólo para repetir, como papagayo sin plumas, la palabra divina, que vino a ser la túnica de Neso de la inteligencia humana. Y treinta y dos generaciones de hombres transcurrieron bajo la era cristiana en la miseria, la ignorancia y la barbarie crónicas, profiriendo u oyendo solamente la palabra sagrada, fulminada desde el púlpito, volcán de amenazas, en erupción perpetua de castigos en este mundo y en el otro, para los pecadores y los infieles, en fuente inagotable de terrores imaginarios para implantar en el corazón de los elegidos para el cielo el horror a la vida irrenunciable y el temor a la muerte inevitable.

      Y condenado por la Iglesia con penas terribles en el otro mundo y por el poder civil con penas atroces para los deudos en éste, el suicidio, que ha sido en el lejano Japón, como lo fue en la antigua Roma, un límite

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