Amaury. Dumas Alexandre
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– A leerla, hombre, a leerla.
Comenzó por abrir la carta con la punta de los dedos; me miró sonriendo, leyó unas cuantas líneas, volvió a sonreír, y por último, aumentando su jovialidad, prorrumpió en una franca carcajada que a mí me dejó desconcertada. Con todo, como acabó de leer la carta de cabo a rabo, ya iba yo recobrando una ligera esperanza, cuando súbitamente vi que la rasgaba. Estuve a punto de gritar, pero en seguida pensó que quizás tomaba tal precaución por miedo a que la carta cayese en manos de su hermano. Entonces juzgué que obraba bien y hasta aplaudí su idea por más que se me antojaba que era demasiado cruel el encarnizamiento con que se cebaba en mi desventurada epístola. Que la hubiese roto en cuatro pedazos, pase; en ocho, aún podía tolerarse; pero que la rasgase en y diez y seis, en treinta y dos, en sesenta y cuatro, que la redujese a imperceptibles trozos, era ya refinamiento, y convertirla en un puñado de átomos, era dar muestra de insigne perversidad.
Y es el casó que así lo hizo, y sólo cuando por ser ya los fragmentos muy pequeños le fue imposible hacer una nueva división, abrió la mano, y envolvió a los transeúntes en aquella nevada intempestiva; hecho esto volvió a reírse en mis barbas y cerró la ventana, mientras una importuna ráfaga de viento me traía un fragmento de mi carta y una muestra con él de mi elocuencia. ¿A qué no imaginas cuál era? ¡Pues nada menos que aquel que contenía la palabra ridículo!
Sentí que la furia me cegaba; pero, como al fin y a la postre ninguna culpa tenía ella de este último incidente, únicamente achacable al viento inoportuno, cerré también mi ventana con dignidad, y me puse a discurrir, buscando el medio de vencer aquella, resistencia desusada en la honorable corporación de las grisetas.
XI
Los primeros planes que ideé se resintieron, como es natural, del estado de exaltación en que me encontraba yo; así, no se me ocurrieron más que feroces combinaciones y proyectos tan locos como salvajes, mientras pasaba revista en mi memoria a todas las catástrofes amorosas ocurridas en el mundo desde Otelo hasta Ansony.
Pero antes de adoptar ningún plan definitivo decidí acostarme con el fin de que el sueño amansase mi furor, teniendo por bueno aquel proverbio que dice que «la noche es buena consejera». Y así debe ser en efecto, porque al otro día me levanté completamente tranquilo; aquellos planes sanguinarios de la víspera, se habían trocado en resoluciones mucho más parlamentarias, y yo me resolví a aguardar la noche para llamar a su puerta, y una vez que me abriese arrojarme a sus pies, y repetirle verbalmente lo que ya le había dicho en mi carta. Si rechazaba mi amor, estando con ella a solas, siempre tenía el recurso de apelar a los medios más violentos. No podía ser este plan más atrevido; pero en cambio su autor lo era bien poco.
Dispuesto a ponerlo en práctica aquella noche, llegué valientemente hasta el pie de la escalera, pero de allí no pasé. A la noche siguiente, subí hasta el segundo piso; pero allí me detuvo mi falta de decisión. A la tercera llegué hasta el rellano de su propio piso, pero me quedé delante de su puerta, sin atreverme a llamar. Me pasaba a mí lo mismo que a Querubín: No me atrevía a atreverme.
Pero a la cuarta noche, juré acabar de una vez y no ser por más tiempo tan necio y tan cobarde. Entré en un café, tomé hasta seis tazas de este brebaje, y reanimado mi valor por aquellos tres francos de energía, subí sin retenerme los tres pisos, y con mano temblorosa y febril ademán, sin querer pensar en nada por miedo de arrepentirme, tiré del cordón de la campanilla, cuyo sonido me heló la sangre en las venas.
Diéronme entonces tentaciones de echar a correr, pero me quedé como clavado en el suelo, retenido allí por mi propio juramento. No tardé en oír pasos… Alguien abrió… Lancéme al interior de una habitación oscura como boca de lobo, abrí una puerta por cuyos intersticios se filtraba la luz y exclamé con acento de resolución suprema:
– ¡Señorita!
Pero en el acto, me sentí asido por una mano varonil que me puso delante de mi hermosa vecina, y mientras ésta se levantaba de su asiento haciendo un mohín lleno de gracia, mi amigo Aumary, le dijo:
– Vida mía, tengo el gusto de presentarte a mi amigo, Felipe Auvray. Es vecino tuyo y hace tiempo que desea conocerte.
Ya conoces el resto de la aventura. Pasé allí diez minutos, sin lograr reponerme de mi aturdimiento, y abrumado al fin por el peso del ridículo balbuceé algunas excusas y me retiré acompañado por las carcajadas de Florencia que no pudo contener la hilaridad al ofrecerme su casa.
– ¿Y a qué viene el recordar ahora tales cosas? A raíz de aquel suceso, me pusiste mala cara, y tardó bastante en pasársete el enfado; pero creí que ya me habías perdonado, en gracia a que tú mismo tuviste la culpa de lo que te pasó entonces.
– De sobra lo sé y nunca te guardé rencor por ello. Pero debes reconocer que esas cosas no sirven de gusto a nadie, y como tú, queriendo resarcirme en cierto modo de la amarga impresión que dejó en mi ánimo la desdichada aventura te opusiste a presentarme a tu tutor y contrajiste solemne compromiso de hacerme en adelante cuantos favores pudieses, he creído conveniente recordarte tu crimen para recordarte tu promesa, ya que hoy necesito que me ayudes.
– Habla, Felipe – dijo Amaury, pugnando por contener la risa. – Estoy arrepentido de mi culpa, tengo en cuenta el compromiso y aguardo la ocasión de expiar aquel pecado… involuntario.
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