Amaury. Dumas Alexandre
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– Pero… ¿vendrá él con nosotros? – preguntó Magdalena mirando a su padre con cierta timidez.
– Sí; vendrá, ya que te es necesaria su presencia.
– ¿Y no le reñirá usted? No será un papá tan malo como lo fue ayer ¿verdad?
– No abrigues ningún temor. Ya sabes que me he arrepentido, puesto que anoche mismo le escribí para que venga.
– Y ha hecho usted muy bien, papá, pues si le prohibiesen quererme amaría a mi prima y entonces yo sucumbiría de pena.
– ¿Quién habla de morir, hija, mía? – dijo el doctor acariciando sus manos. – No pienses en esas cosas que me causan tristeza, pues aunque sé que no las dices de veras, me parece, cuando te oigo hablar así, que estoy viendo a un niño jugando con un arma envenenada.
– ¡Pero si yo no digo que deseo morir ni mucho menos, papá, yo te lo juro! Me siento ahora demasiado feliz para pensar en tal cosa. Además, ¿no es usted el primer médico de París? Pues no dejaría así como así que se muriese su hija.
Avrigny lanzó un suspiro.
– ¡Ay! – murmuró. – Si mi ciencia y mi saber tuviesen la eficacia que imaginas, aún viviría tu madre, hija mía… Pero ¿quieres decirme en qué piensas, Magdalena, para perder así el tiempo? Mira que son ya las diez y Amaury debe venir a las once, pues a esta hora le he citado.
– Ya lo sé, papá; llamaré a Antoñita que me ayudará a vestirme y dentro de un momento me tendrá usted, a su disposición. ¡A ver si ahora me llamará, como siempre, perezosa!
– Porque lo eres, te llamo así, Magdalena.
– Considere usted, papá, que no me encuentro bien sino en la cama. Mientras estoy levantada siento dolor o cansancio.
– ¿Acaso te has sentido enferma estos días alguna vez, sin participármelo?
– No, papá; siempre me he encontrado bien. Luego, ya sabe usted que lo que me atormenta no puede calificarse propiamente de dolor, pues es un malestar sordo y febril, y aun no es continuo, porque me deja en paz algunos ratos. Ahora mismo estoy bien, no siento nada… Te tengo a mi lado y pronto veré a Amaury… Soy feliz y me encuentro muy a gusto.
– Mira: ahí tienes a Amaury.
– ¿En dónde está?
– En el jardín, hablando con Antoñita. Por lo visto ha equivocado la hora – dijo sonriéndose el doctor; – yo le decía en mi carta que viniera a las once y él habrá leído con los ojos del deseo que la cita era a las diez.
– ¡Que está con Antoñita en el jardín! – exclamó Magdalena incorporándose para mirar en aquella dirección. – Es cierto… ¡Papá, llama a Antoñita en seguida, por favor! Quiero vestirme y necesito su ayuda.
Avrigny se aproximó a la ventana y llamó a su sobrina.
Amaury, sorprendido, no queriendo que se notase en la casa su prematura llegada, se escondió rápidamente tras un grupo de árboles, creyendo que así no sería visto.
Poco después entró Antoñita en el dormitorio de Magdalena y el doctor se retiró mientras su hija se disponía a vestirse; y una hora más tarde Antoñita quedaba en el aposento en tanto que su prima y el doctor aguardaban a Amaury en el mismo saloncito donde ocurrió la escena de la víspera.
Un criado anunció al conde de Leoville y al entrar éste el doctor se adelantó a recibirle sonriente; Amaury le estrechó la mano con timidez y Avrigny, le condujo ante Magdalena, que le miraba asombrada.
– Hija mía – le dijo; – te presento a Amaury de Leoville, tu prometido. Amaury – añadió volviéndose hacia el joven, – he aquí a Magdalena de Avrigny, tu futura esposa.
Magdalena lanzó un grito de alegría y Amaury cayó de hinojos. Mas de pronto levantose porque acababa de ver que Magdalena vacilaba y estaba a punto de desplomarse.
El señor de Avrigny se apresuró a acercar una butaca en la que Magdalena se dejó caer más bien que se sentó, porque, en efecto, sentíase desfallecer por momentos. Tantas emociones trastornaban su espíritu aniquilando sus fuerzas, y para ella el gozo era casi tan peligroso como la pena.
Al volver a abrir los ojos vio a Amaury arrodillado junto a ella y a su padre estrechándola contra su pecho. Besaba el uno sus manos y el otro prodigábale cuidados, llamándola con los nombres más cariñosos. Su primer beso fue para su padre; su primera mirada fue para su prometido.
Los dos sintieron a un tiempo el torcedor de los celos.
– Querido Amaury – dijo el señor de Avrigny, – hoy eres mi prisionero y tenemos que pasar juntos el día haciendo proyectos, y forjando novelas… Digo, dando por supuesto que quieras admitir en tu intimidad, a un padre tan déspota como yo.
– Así, pues, padre mío (ya que ahora bien puedo llamarle así), su frialdad no reconoció otra causa que la que yo había supuesto: mi falta de franqueza con usted.
– Sí, Amaury; pero no hablemos ya de eso – repuso sonriéndose el doctor. – Te perdono tu disimulo si tú me perdonas a mí mi mal humor. Quedamos así en paz, ¿no te parece? Pensemos desde hoy solo en amarnos, ¡ingratos! Así lo exige mi condición de tirano implacable y desnaturalizado.
A tal punto habían llegado las cosas que únicamente faltaba fijar la época, en que había de celebrarse la boda.
Como es natural, Amaury quería apresurarla y se oponía enérgicamente a todo aplazamiento; pero al fin la certeza de su dicha le hizo someterse a las razones que le expuso el padre de Magdalena.
Verdad es que éste se mostró de todo punto inflexible pues decía con razón:
– La sociedad en que vivimos no gusta de que se la den sorpresas especialmente en esta clase de asuntos y suele vengarse de ello esgrimiendo el arma de la calumnia.
En resumen, no había más remedio que dejar pasar el tiempo preciso para poder hacer la presentación de Amaury como yerno de Avrigny.
Entonces pidió el joven que se llevase a cabo cuanto antes aquella formalidad.
En su virtud, fijose la presentación para la semana siguiente, y para dos meses más tarde quedó acordada la fecha del casamiento.
De todo ello se trató en presencia de Magdalena, sin que ésta despegase los labios, pero sin que perdiese ni una palabra de cuanto allí se habló. Sus mejillas ruborosas y su mirada, un tanto inquieta prestaban a su semblante una expresión de candor inefable. La felicidad revelada en su rostro, realzaba su belleza: sus miradas vagaban de su novio a su padre, y de éste a su novio, haciéndoles por igual con coquetería encantadora los honores de su gracia.
Cuando ya no hubo nada que decidir entre todos levantose el doctor y con un ademán indicó a Amaury que le siguiese:
– Desde hoy, niña mimada, atrévete a estar enferma, y verás cómo te las entiendes conmigo – dijo a su hija al disponerse