Amaury. Dumas Alexandre
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Читать онлайн книгу Amaury - Dumas Alexandre страница 10
»Nosotros los padres damos nuestro adiós de una vez a lo venidero, a lo actual y a lo pasado.
»A los amantes les acompaña la juventud, en tanto que a los padres nos acecha la vejez.
»Lo que para ellos es su primera pasión para nosotros es nuestro último sentimiento.
»Cuando a un marido le engañan, cuando a un amante le venden, encuentra a su placer mil queridas, y sucesivos amores llegan a hacerle olvidar el primero.
»Mas ¡ay! un padre ¿podrá encontrar otra hija?
»¡Que se atrevan ahora todos esos jóvenes paliduchos a comparar con el nuestro su infortunio!
»El amante asesina, cuando el padre se sacrifica; el amor del primero no es más que orgullo, mientras que el del segundo es todo abnegación; ellos aman a sus esposas y a sus queridas en beneficio propio, con un cariño egoísta; nosotros queremos a nuestras hijas pensando únicamente en labrar su felicidad.
»Hagamos, pues, el último sacrificio, el más cruento de todos, aunque nos cueste la vida. Ni la menor sombra de egoísmo debe manchar lo más desinteresado, misericordioso y divino que posee el alma humana: el amor de padre.
»Consagrémonos ahora más que nunca a esa hija que se aleja de nosotros; mostrémosle tanto o más cariño cuanto más indiferencia y frialdad veamos en ella; queramos al que ella quiere, entreguémosla al que viene a robárnosla.
»¿Qué vale nuestra pena, si a costa de ella podemos darle la dicha?
»¿No lo hace así el propio Dios de cuyo amor inmenso participan también los que no le aman, Dios que no es otra cosa que un gran corazón paternal?
»Queda así, pues, decidido: dentro de tres meses Magdalena será la esposa de Amaury, a no ser que…
»¡Oh! ¡Dios mío! no me atrevo a proseguir…»
Así era en efecto. La pluma se le cayó de la mano, lanzó un profundo suspiro o inclinó la cabeza, presa de profundo abatimiento.
VI
Se abrió en esto la puerta del despacho para dar paso a una joven que se aproximó de puntillas al doctor y después de contemplarle un instante con melancólica expresión a la que no parecía habituado su semblante risueño, le dio en la espalda una palmada cariñosa.
El doctor se estremeció y levantó la cabeza.
– ¡Cómo! ¡Antoñita! ¿eres tú? – exclamó. – ¡Bien venida seas, hija mía!
– No sé si dirá usted eso mismo dentro de muy poco rato, tío.
– ¿No? ¿por qué no he de decirlo?
– Porque vengo a reñirle.
– ¿Reñirme, tú?
– Sí, yo misma.
– ¡A ver! Explícate; dime por qué.
– Querido tío, lo que tengo que decirle es cosa muy seria.
– ¿De veras?
– Mire usted si lo será, que casi no me atrevo…
– En verdad, tiene que ser algo muy serio para que te dé tanto reparo a ti, querida sobrina. Pero veamos, ¿de qué se trata?
– De cosas que no son propias ni de mi edad, ni de mi posición.
– Vamos, habla de una vez, tontuela. Ya sé yo que tu jovialidad encubre una inteligencia sesuda y grave y que tras de tu frivolidad aparente escóndese un carácter más prudente y razonable que el nuestro. Habla, pues, sin recelo, máxime si, como supongo, vienes a hablarme de mi hija…
– Sí, tío, precisamente vengo a hablarle a usted de Magdalena.
– ¿Y qué tienes que decirme?
– Tengo que decirle, tío, mejor dicho, debo decirle a usted… perdóneme si soy tan atrevida, pero debo decirle que quiere demasiado a mi prima y acabará por matarla…
– ¡Yo! ¡Matarla, yo! ¿Qué es lo que estás diciendo?
– Digo, tío, que su lirio, como usted la llama, es cosa muy frágil, muy delicada, y que combatido por dos amores a la vez no resistirá, sino que habrá de quebrarse.
– No te entiendo, Antoñita, si no te explicas mejor.
– Sí que me entiende usted, tío – dijo la joven rodeando con sus brazos el cuello de Avrigny. – ¡Ya lo creo que me entiende!.. Tan bien como yo le he comprendido.
– ¿Pero estás loca, chiquilla? – exclamó el doctor, aterrado. – ¿Que tú me has comprendido, dices?
– Sí, señor.
– ¡No puede ser!
– Tío – dijo la joven sonriendo tan melancólicamente que no se comprendía cómo podían sonreír así aquellos labios tan sonrosados – tío, no hay corazón impenetrable para los ojos de los que aman; yo que le quiero a usted he alcanzado a leer en el suyo.
– ¿Y qué has visto en él?
Antonia miró a su tío e hizo un gesto de vacilación.
– ¡Vamos! ¡habla! – ordenó el doctor. – ¡No me martirices más con tus reticencias!
Antonia, acercando sus labios al oído de Avrigny le dijo en voz muy baja:
– Está usted celoso, tío.
– ¿Yo? – exclamó el doctor.
– Sí – afirmó la joven – y esos celos llegan a hacerle obrar mal.
– ¡Dios de bondad! – exclamó el doctor inclinando la cabeza con profundo abatimiento. – Yo creía que sólo Tú, con tu omnisciencia infinita, conocías mi secreto.
– ¿Acaso hay en ello algo que pueda causar horror? Los celos constituyen una pasión execrable, pero que no es tan difícil de vencer, después de todo. Yo también he tenido celos de Amaury.
– ¿Tú? ¿Celos de Amaury, dices?
– Sí – repuso Antoñita bajando a su vez la frente; – los tenía porque él venía a robarme a mi hermana y porque cuando vivía con nosotros mi prima sólo tenía ojos para él y ni siquiera se acordaba de que yo estaba con ellos.
– ¿Así, pues, has sentido tú lo mismo que siento yo?
– Poco más o menos, sí; pero gracias a Dios yo he logrado dominarme, puesto que vengo a decirle: «Tío, los dos se aman con locura y es conveniente casarlos, porque separarlos sería la muerte de ambos.»
El doctor movió la cabeza tristemente y sin despegar sus labios mostró a Antoñita las últimas líneas que acababa de trazar. Su sobrina las leyó