Amaury. Dumas Alexandre

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Amaury - Dumas Alexandre

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crees ya haberlo hecho todo y que lo demás te lo ofrecerá la suerte. Tú razonas así: – Soy rico, y por lo tanto, tengo derecho a ser inútil; y con arreglo a tan luminoso raciocinio tu título de nobleza ha venido a parar en privilegio de holgazanería.

      – ¡Padre mío! – exclamó Magdalena, atemorizada por la irritación creciente del señor de Avrigny. – ¿Qué es lo que dice usted? ¡Nunca le he visto tratar a Amaury de ese modo!

      – ¡Señor de Avrigny! – decía el joven, aturdido por las palabras de su antiguo tutor.

      – ¡Qué es eso! – repuso el padre de Magdalena con acento más tranquilo, pero más mordaz todavía. – Te ofenden mis reproches porque son justos, ¿no es cierto? Pues no tendrás más remedio que habituarte a ellos si sigues llevando esa vida ociosa, o renunciar a tratarte con un tutor regañón y descontentadizo. Tu emancipación es de fecha muy reciente. Las atribuciones que tu padre me legó sobre ti han dejado ya de existir para la ley, pero subsisten todavía moralmente, y debo advertirte que en esta época turbulenta en que las riquezas y las distinciones dependen de un capricho de la muchedumbre o de una revuelta popular, nadie puede contar sino consigo mismo y que a despecho de tu opulencia y de tu título de conde, un padre de familia de elevada alcurnia y de cuantioso caudal, obraría con acierto si te negara la mano de su hija, conceptuando como insuficientes garantías tus triunfos en las carreras y tus grados obtenidos en el Jockey-club como hombre diestro en deportes.

      El señor de Avrigny se excitaba, más y más con sus propias palabras y paseábase por la estancia visiblemente agitado, sin mirar a su hija, que temblaba como la hoja en el árbol, ni a Amaury que le escuchaba de pie y frunciendo el entrecejo.

      La mirada del joven, que a duras penas lograba reprimir su enojo, vagaba del señor de Avrigny, cuya irritación no atinaba a explicarse, a Magdalena, estupefacta, como él.

      – ¿Aún no has comprendido – prosiguió el doctor interrumpiendo sus paseos y parándose delante de ellos, – por qué te he rogado que no permanecieses por más tiempo con nosotros? Pues fue porque no le está bien a un joven rico y de ilustre prosapia consumir así el tiempo entre muchachas; porque lo que es natural a los doce años resulta ridículo a los veintitrés; porque, al fin y a la postre, mi hija puede salir perjudicada de esas visitas tan repetidas.

      – ¡Caballero! ¡caballero! – exclamó Amaury. – ¡Tenga usted compasión de Magdalena! ¿No ve que la está matando?

      Era verdad. Magdalena se había desplomado en su butaca, quedando inmóvil e intensamente pálida.

      – ¡Oh! ¡hija mía! – gritó Avrigny, demudándose como ella. – ¡Ah! ¡Tú le das la muerte, Amaury!

      Y alzándola en sus brazos la llevó al aposento contiguo.

      Amaury siguió al doctor.

      – ¡No entres! – dijo éste deteniéndole en el umbral de la puerta.

      – Magdalena necesita asistencia.

      – ¿Acaso no soy médico?

      – Perdone usted, caballero; yo pensaba… no quería irme sin saber…

      – Gracias por tu cuidado. Pero tranquilízate: yo estoy aquí para asistirla. Puedes irte cuando quieras.

      – ¡Adiós! ¡Hasta la vista!

      – ¡Adiós! – repitió el doctor lanzándole una mirada glacial.

      Después empujó la puerta, que volvió a cerrarse en seguida.

      Amaury quedó como clavado en el sitio en que estaba, inmóvil y como aturdido.

      De pronto se oyó la campanilla que llamaba a la doncella, y al propio tiempo entró Antoñita seguida de la señora Braun.

      – ¡Dios eterno! – exclamó Antoñita. – ¿Qué le pasa, Amaury, que está usted tan pálido? ¿Y Magdalena? ¿en dónde está?

      – ¡En su cama! ¡muy enferma! – exclamó el joven. – Entre usted a verla, señora Braun, que la necesita.

      La inglesa corrió a la estancia que Amaury le indicaba con la mano mientras que Antoñita le preguntaba:

      – ¿Y usted por qué no entra?

      – Porque me han cerrado la puerta y me han echado de esta casa.

      – ¿Quién?

      – ¡El! ¡el padre de Magdalena!

      Y tomando el sombrero y los guantes, Amaury huyó como un loco del palacio de Avrigny.

      III

      Cuando Amaury entró en su casa encontró a un amigo que le estaba aguardando. Era un joven abogado condiscípulo suyo en el colegio de Santa Bárbara primero, y en la facultad de derecho más tarde. Tenía, con poca diferencia, la misma edad que Amaury. Vivía con desahogo, pues disfrutaba de una renta que podría estimarse en unos diez mil pesos; pero no era, como su compañero, de esclarecido linaje.

      Se llamaba Felipe Auvray.

      Por el ayuda de cámara tuvo Amaury noticia de aquella visita inoportuna y su primera intención fue subir directamente a su cuarto, dejando a Felipe que esperara hasta que ya, aburrido, se marchase, cansado de aguardar.

      Pero Auvray era tan buen amigo que le dio lástima y entró en su despacho, donde sabía por el criado que estaba esperándole Felipe.

      – ¡Gracias a Dios! – dijo éste al ver a Amaury. – Una hora hace que te aguardo. Ya lo habría dejado para mejor ocasión si no fuese porque tengo que pedirte un gran favor, contando con tu amistad.

      – Ya sabes, Felipe – respondió Amaury, – que te considero como mi mejor amigo. Así, no habrás de enojarte por lo que ahora te diré. ¿Tienes que pagar una deuda de juego o batirte en duelo? Esas son las dos únicas cosas que no admiten demora. ¿Has de pagar hoy? ¿Has de batirte mañana? En cualquiera de esos casos dispón en el acto de mi bolsa y de mi persona.

      – Nada hay de lo que imaginas – respondió Felipe. – Venía a hablarte de un asunto bastante más importante, pero no de tanta urgencia.

      – Entonces debo decirte francamente que estoy en una situación de ánimo nada a propósito para prestar atención a tus palabras, no obstante el gran interés que me inspira todo cuanto te concierne.

      – Siendo así, permíteme que te pregunte a mi vez si por mi parte puedo prestarte ayuda de algún modo.

      – No es fácil, por desgracia. Lo más que puedes hacer es diferir por dos o tres días la confidencia que querías hacerme ahora. Necesito estar solo.

      – ¡Es posible que no seas feliz tú, Amaury, con un apellido ilustre y una fortuna que nada tiene que envidiar a las primeras de Francia! ¡Se puede ser desgraciado siendo conde de Leoville y poseyendo cien mil francos de renta! A fe mía que no lo creyera si no lo oyese de tu propia boca.

      – ¡Y sin embargo, así es, amigo mío! soy desgraciado, ¡muy desgraciado! y tengo para mí, que cuando a nuestros amigos les aqueja un infortunio estamos en el caso de dejarlos a solas con su aflicción. Si no comprendes esto, Felipe, será porque jamás te ha herido la desgracia.

      – Puesto

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