Amaury. Dumas Alexandre
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Si Amaury hubiese abrigado algún temor, no habría dejado de parecerle bien extraño a quien hubiere observado la sonrisa con que le recibían todos los criados, desde el conserje que acudió a abrirle la verja hasta el ayuda de cámara que al pasar encontró en el vestíbulo, sonrisa reveladora de que lo consideraban como miembro de la familia que habitaba en el palacio.
Por eso al preguntar el joven si el señor de Avrigny estaba visible, le contestó el criado, como quien habla a una persona con la cual no rezan ciertas trabas impuestas por conveniencias sociales:
– No lo está, señor conde, pero en el saloncito encontrará usted a las señoras.
Y como se dispusiese a adelantarse para anunciarle, el joven le indicó que era cosa innecesaria. Amaury, a fuer de buen conocedor del terreno, llegó en seguida a la puerta del saloncito en cuestión, que precisamente estaba entreabierta, y antes de entrar permaneció un instante en el umbral como fascinado por el cuadro que se ofrecía ante su vista.
Dos lindas jóvenes, que contarían de unos diez y ocho a veinte años, bordaban en un mismo bastidor, casi enfrente la una de la otra mientras que una inglesa, situada junto a la ventana, las contemplaba con curiosidad cariñosa, olvidándose de reanudar la lectura del libro que tenía en la mano a la sazón.
Justo es reconocer que nunca el arte pictórico reprodujo un grupo más seductor que el que formaban, casi juntas, las cabezas de aquellas dos criaturas, tan diametralmente opuestas en sus rasgos físicos y en su carácter, que no parecía sino que el propio Rafael las había unido para hacer un estudio de dos tipos graciosos en igual medida, aunque ofreciendo con su unión el contraste más vivo.
Era la una, en efecto, rubia y pálida con largos bucles a la inglesa, ojos de cielo y cuello de cisne; un tipo, en fin, que traía a la memoria a aquellas delicadas y vaporosas vírgenes osiánicas prestas a deslizarse sobre las nieblas que coronan las cimas de las áridas montañas escocesas o a esfumarse entre las brumas que invaden las llanuras británicas; una de esas visiones que tienen a un tiempo naturaleza de mujer y de hada, sólo vislumbradas por el genio de Shakspeare, que logró transportarlas del mundo de la fantasía al de la realidad; portentosas creaciones que nadie había alcanzado adivinar antes que él, que nadie ha repetido después, y a las que él puso los dulces nombres de Cordelia, Ofelia o Miranda.
Tenía la otra, en cambio, negros cabellos cuya doble trenza servía de orla al ovalado rostro; con sus ojos brillantes, sus labios purpurinos y sus vivos y resueltos ademanes, semejaba una de aquellas doncellas doradas por el sol del Mediodía, a las cuales reunía Bocaccio en la villa Palmieri para leerles los alegres cuentos de su Decamerón. Rebosaba su cuerpo vida y salud; chispeábale en la mirada el donaire cuando éste no brotaba de sus labios; su tristeza, si alguna vez la sentía, nunca llegaba a velarle por completo la expresión risueña que animaba habitualmente su rostro, y aun al través de su melancolía dejábase adivinar su sonrisa como se presiente el sol tras una nube de estío.
Así eran las dos jóvenes que, inclinadas sobre el mismo bastidor, hacían surgir sobre el lienzo un ramo de flores en el cual, fieles a su temperamento, ponía la una lirios y jacintos de suave blancura, mientras la otra lo adornaba con claveles y tulipanes que le prestaban animación con sus encendidos tonos.
Pasados unos instantes de muda contemplación, empujó Amaury la puerta, y penetró en la sala.
Al oír el ruido las dos jóvenes volvieron la cabeza, lanzando un grito como gacelas sorprendidas por el cazador, al tiempo que animó un fugitivo rubor las mejillas de la rubia y una suave palidez blanqueó ligeramente el rostro de la morena.
– Ya veo que he hecho mal en no dejar que me anunciasen – dijo el joven, adelantándose hacia la rubia, sin cuidarse de su amiga – pues te he asustado, Magdalena. Perdona mi ligereza: siempre me conceptúo hijo adoptivo del señor de Avrigny y procedo en esta casa como si todavía fuese uno de sus comensales.
– Haces muy bien, Amaury – respondió Magdalena. – Además, creo que aunque quisieras obrar de otro modo no sabrías, pues no se pierden así en pocas semanas las costumbres adquiridas en el transcurso de diez y ocho años. Pero, ¿no le dices nada a Antoñita?..
Amaury se apresuró a estrechar la mano a la morena, diciéndole sonriente:
– Perdóneme usted, querida Antoñita; ante todo tenía que presentar mis disculpas a la que había asustado mi torpeza: he oído el grito de Magdalena e instintivamente he corrido hacia ella.
Y volviéndose hacia el aya, añadió:
– Señora Braun, tengo el honor de saludarla.
Con cierta expresión de tristeza sonrió Antoñita al estrechar la mano del joven, pensando que también ella había gritado, sin que su voz llegase a los oídos de Amaury.
La institutriz no había visto nada, o mejor dicho, lo había visto todo, pero habíase detenido su mirada en la superficie de las cosas sin querer profundizar.
– No se excuse, conde – dijo; – antes bien, convendría que con frecuencia se hiciese lo que usted hizo, para curar a esa criatura de su impresionabilidad nerviosa. Debe eso consistir en su cavilosa imaginación. Creo yo que se ha construido para sí un mundo aparte en el cual busca refugio tan pronto como dejan de sujetarla al mundo material. No sé qué es lo que pasa en ese mundo; pero si esto continúa acabará de seguro por abandonar los dos, y entonces su existencia será el sueño y en sueño se convertirá su vida.
Magdalena clavó en el rostro del joven una amorosa mirada que parecía decirle:
– De sobras sabes tú en quién pienso cuando estoy tan abstraída: ¿verdad, Amaury?
Antonia, que sorprendió esta mirada se levantó, pareció quedar perpleja un instante y después, abandonando definitivamente su interrumpida labor, sentose al piano y se puso a ejecutar de memoria una fantasía de Thalberg.
Magdalena continuó bordando y Amaury ocupó un asiento a su lado.
II
El joven dijo a su amada en voz baja:
– ¡Es un horrible tormento, Magdalena, el no poder vernos con libertad y a solas muy de tarde en tarde! ¿Crees que es casualidad o que tu padre lo ha dispuesto de este modo?
– No sé qué pensar, Amaury – respondió Magdalena. – Sólo puedo decirte que lo siento como tú. Cuando podíamos vernos a todas horas no sabíamos apreciar en su justo valor nuestra dicha. No en vano dicen que la sombra es lo que hace que el sol sea deseable.
– ¿Hay inconveniente en que hagas comprender a Antoñita que nos prestaría un señalado servicio alejando de aquí por un rato a la señora Braun? Me parece que se queda aquí más por costumbre que por prudencia, y no creo que tu padre le haya dado el encargo de vigilarnos.
– Ya se me ha ocurrido muchas veces, y es el caso que no sé a qué atribuir el sentimiento que me veda el hacer eso. Siempre que abro la boca para hablar de ti a mi prima siento que se ahoga la voz en mi garganta. Y sin embargo, no ignora ella que te quiero.
– También yo lo sé, Magdalena; pero necesito que me lo digas tú misma en alta voz. Para mí no hay dicha comparable a la que disfruto al verte, y así y todo preferiría privarme de ella a tener que contemplarte