Su único hijo. Leopoldo Alas

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Su único hijo - Leopoldo Alas

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è vero, mia figlia?, con quel cuore ch'a questo' uomo… chi sacosa sarebbe diventato!…

      La Gorgheggi decía con entusiasmo contenido:

      –Ma si babbo, ma si!…

      Y pisaba con fuerza un pie de Bonifacio que tenía debajo del suyo.

      –«Babbo, figlia!» pensaba el flautista; sí, en efecto, el trato de esta mujer y de este hombre es el filial, es el amor de hija y padre.... El arte, por modo espiritual, los ha hecho padre e hija.... Y ya estimaba a Mochi como una especie de suegro artístico… y ¡adulterino!

      ¡Aquello era felicidad! Él, un pobre provinciano, ex escribiente, un trapo de fregar en casa de su mujer; el último ciudadano del pueblo más atrasado del mundo, estaba allí, a las altas horas de la noche, hablando, en el seno de la mayor intimidad, de las grandes emociones de la vida artística, con dos estrellas de la escena, con dos personas que acababan de recibir sendas ovaciones en las tablas… y ella, la diva, le amaba; sí, se lo había dado a entender de mil modos; y él, el tenor, le admiraba y le juraba eterno agradecimiento.

      A Mochi se le antojó de repente volverse a contaduría, donde había dejado algún dinero, y como no se fiaba de la cerradura… «Id andando», dijo, y echó a correr. La posada de la Gorgheggi y de Mochi, que era la misma, estaba lejos; había que seguir a lo largo todo el paseo de los Álamos para llegar a la tal fonda. Serafina y Bonifacio echaron a andar. A los tres pasos, en la sombra de una torre, ella se cogió del brazo de su amigo sin decir palabra. Él se dejó agarrar, como cuando Emma se escapó con él de casa. La Gorgheggi hablaba de Italia, de la felicidad que sería vivir con un hombre amado y espiritual, capaz de comprender el alma de una artista, allá, en un rincón de verdura de Lombardía, que ella conocía y amaba....

      Hubo un momento de silencio. Estaban en mitad del paseo de los Álamos, desierto a tales horas. La luna corría, detrás de las nubes tenues que el viento empujaba.

      –Serafina—dijo Bonifacio con voz temblona, pero de un timbre metálico, de energía, en él completamente nuevo—; Serafina, usted debe de tenerme por tonto.

      –¿Por qué, Bonifacio?

      –Por mil razones.... Pues bien… todo esto… es respeto… es amor. Yo estoy casado, usted lo sabe… y cada vez que me acerco a usted para pedirle que… que me corresponda… temo ofenderla, temo que usted no me entienda. Yo no sé hablar; no he sabido nunca; pero estoy loco por usted; sí, loco de verdad… y no quisiera ofenderla. Lo que yo he hecho por usted… no creí nunca poder atreverme a hacerlo.... Usted no sabe lo que es, no ha de saberlo nunca, porque me da vergüenza decirlo.... Yo soy muy desgraciado; nadie me ha querido nunca, y yo no le encuentro sustancia, verdadera sustancia, a nada de este mundo más que al cariño.... Si me gusta la música tanto es por eso, porque es suave, porque me acaricia el alma; y ya le he dicho a usted que su voz de usted no es como las demás voces; yo no he oído nunca—y va de nuncas—una voz así; las habrá mejores, pero no se meterán por el alma mía como esa; otros dicen que es pastosa… yo no entiendo de pastas de voces; pero eso de lo pastoso debe de ser lo que yo llamo voz de madre, voz que me arrulla, que me consuela, que me da esperanza, que me anima, que me habla de mis recuerdos de la cuna… ¡qué sé yo!, ¡qué sé yo, Serafina!… Yo siempre he sido muy aficionado a los recuerdos, a los más lejanos, a los de niño; en mis penas, que son muchas, me distraigo recordando mis primeros años, y me pongo muy triste; pero mejor, eso quiero yo; esta tristeza es dulce; yo me acuerdo de cuando me vacunaron; dirá usted que qué tiene eso que ver.... Es verdad; pero ya le he dicho que yo no sé hablar.... En fin, Serafina, yo la adoro a usted, porque, casado y todo… no debía estarlo. No, juro a Dios que no; nunca me he rebelado contra la suerte hasta ahora; pero tiene usted la culpa, porque ha tenido lástima de mí y me ha mirado así… y me ha sonreído así… y me ha cantado así… ¡Ay, si usted viera lo que yo tengo aquí dentro! Yo había oído hablar de pasiones; ¡esto es, esto es una pasión… cosa terrible!, ¿qué será de mí en marchándose usted? Pero, no importa; la pasión me asusta, me aterra; pero, con todo, no hubiera querido morirme sin sentir esto, suceda después lo que quiera. ¡Ay, Serafina de mi alma, quiérame usted por Dios, porque estoy muy solo y muy despreciado en el mundo y me muero por usted…!

      Y no pudo continuar porque las lágrimas y los sollozos le ahogaban. Estaban casi sin sentido, en pie, en mitad del paseo; deliraba; la luna y la tiple se le antojaban en aquel momento una misma cosa; por lo menos, dos cosas íntimamente unidas.... Volvió a creer, como la noche del primer préstamo, que le faltaban las piernas; en suma, se sentía muy mal, necesitaba amparo, mucho cariño, un regazo, seguridades facultativas de que no estaba muriéndose. «Iba a ahogarse de enternecimiento; esa era la fija», pensaba él.

      La Gorgheggi miró en rededor, se aseguró de que no había testigos, le brillaron los ojos con el fuego de una lujuria espiritual, alambicada, y, cogiendo entre sus manos finas y muy blancas la cabeza hermosa de aquel Apolo bonachón y romántico, algo envejecido por los dolores de una vida prosaica, de tormentos humillantes, le hizo apoyar la frente sobre el propio seno, contra el cual apretó con vehemencia al pobre enamorado; después, le buscó los labios con los suyos temblorosos....

      –Un baccio, un baccio—murmuraba ella gritando con voz baja, apasionada. Y entre los sueños de una voluptuosidad ciega y loca, la veía Bonifacio casi desvanecido; después no oyó ni sintió nada, porque cayó redondo, entre convulsiones.

      Cuando volvió en sí se encontró tendido en un banco de madera, a su lado había tres sombras, tres fantasmas, y del vientre de uno de ellos brotaba la luz de un sol que le cegaba con sus llamaradas rojizas. El sol era la linterna del sereno; las dos sombras restantes la Gorgheggi y Mochi que rociaban el rostro de su amigo con agua del pilón de la fuente vecina....

      -VI-

      A la mañana siguiente, a las ocho, despertaron a Bonifacio diciéndole que deseaba verle un señor sacerdote.

      –¡Un sacerdote a mí! Que entre.

      Saltó de la cama y pasó al gabinete contiguo a su alcoba; no puede decirse a su gabinete, pues era de uso común a todos los de casa. Atándose los cordones de la bata saludó a un viejecillo que entraba haciendo reverencias con un sombrero de copa alta muy grande y muy grasiento. Era un pobre cura de aldea, de la montaña, de aspecto humilde y aun miserable.

      Miraba a un lado y a otro; y, después de los saludos de ordenanza, pues en tal materia no mostraban gran originalidad ninguno de los interlocutores, el clérigo accedió a la invitación de sentarse, apoyándose en el borde de una butaca.

      –Pues—dijo—, siendo usted efectivamente el legítimo esposo de doña Emma Valcárcel, heredera única y universal de D. Diego, que en paz descanse, no cabe duda que es usted la persona que debe oír… lo que, en el secreto de la confesión… se me ha encargado decirle.... Sí, señor, a ella o a su marido, se me ha dicho… y yo… la verdad… prefiero siempre entenderme con… mis semejantes… masculinos, digámoslo así. A falta de usted no hubiera vacilado, créame, señor mío, en abocarme, si a mano viene, con la misma doña Emma Valcárcel, heredera universal y única de....

      –Pero vamos, señor cura, sepamos de qué se trata—dijo con alguna impaciencia Bonifacio, que lleno de remordimientos aquella mañana, sentía exacerbada su costumbre supersticiosa de temer siempre malas noticias en las inesperadas y que se anunciaban con misterio.

      –Yo exijo… es decir… deseo… no por mí, sino por el secreto de la confesión… lo delicado del mensaje....

      El cura no sabía cómo concluir; pero miraba a la puerta, que había quedado de par en par.

      Como

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