Su único hijo. Leopoldo Alas
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–En aquel palco te han saludado.
Ello fue que Mochi se volvió con rapidísimo gesto, vio a Reyes y se deshizo en cortesías....
En el palco todos envidiaron aquello, hasta el brigadier Gobernador militar de la provincia; y más envidiaron la sonrisa con que la dama de la capota se atrevió a acompañar el saludo de Mochi, muy satisfecha, al parecer, de haberle advertido su distracción.
Reyes encontró en sus ojos la mirada de la Gorgheggi—que no era otra la dama—y muchas veces, muchas, pensando después en aquel momento solemne de su vida, tuvo que confesarse que impresión más dulce ni tan fuerte no la había experimentado en toda su juventud, tan romántica por dentro.
«Una mirada así—se dijo en aquel instante—, sólo puede tenerla una extranjera que sea además artista. ¡Qué modestia en el atrevimiento, qué castidad en la osadía! ¡Qué inocente descaro, qué cándida coquetería!…».
De las sonrisas y los saludos poco se tardó en pasar a las buenas palabras: Bonifacio y otros señores de su palco reían discretamente los chistes con que Mochi se burlaba con disimulo de la orquesta, que era indígena y desafinaba como ella sola; un lechuguino, que tenía fama de hacer grandes y muy valiosas conquistas entre bastidores, se atrevió a servir de intérprete, a su modo, entre el tenor y un trompa a quien el artista dirigió una cortés reprimenda en italiano. No era que el lechuguino supiera mucho de la lengua del Dante, pero sí lo suficiente para comprender que al hablar de missure, Mochi se refería a los compases; mas los conocimientos lingüísticos del trompa no llegaban allí. Poco después Bonifacio se arriesgó, poniéndose muy colorado, a traducir otra observación humilde—esta de la Gorgheggi—al idioma del trompa pertinaz, un hombre de tan mal genio como oído; la tiple había hablado en español, había dicho «compás» como, de hablar, podría decirlo un canario; pero el hombre del bronce no había querido entender tampoco; la traducción de Bonifacio consistió en repetir a gritos las palabras de la cantante, inclinándose desde el palco sobre la cabeza calva del músico.
–¡Mil gracias… oh… mil gracias!, había dicho la artista, despidiendo, entre miradas y sonrisas, chispas de gloria para el corazón de Reyes, que estuvo viendo candelillas un cuarto de hora. Le zumbaban los oídos, y pensaba que si en aquel momento aquella mujer le proponía escaparse juntos al fin del mundo, echaba a correr sin equipaje ni nada, sin llevar siquiera las zapatillas; y eso que no concebía cómo hombre nacido podía echarse por la mañana de la cama y calzarse las botas de buenas a primeras. Siempre que leía aventuras de viajes lejanos, grandes penalidades de náufragos, misioneros, conquistadores, etc., etc., lo que más compadecía era la ausencia probable de las babuchas.
Sin faltar a un solo ensayo, y yendo también al teatro todas las noches de función en que podía robar algunas horas a sus quehaceres domésticos, llegó Bonifacio a intimar con las partes, como él decía, de tal manera, que los amigos de la tertulia de Cascos llegaron a suponerle en relaciones amorosas con la Gorgheggi.
–Yo les digo a ustedes que la obsequia—aseguraba el relator.
–Yo sostengo que no la obsequia—decía el lechuguino, envidioso.
La verdad era que la simpatía, y a los pocos días la más cordial amistad, habían llegado a tal punto entre Mochi y Bonifacio, que el tenor, después de tomar juntos café una tarde, no había vacilado en pedir al suo nuovo magià carissimo amico, duecento lire, o sean cuarenta duros en el lenguaje que entendía Reyes. Pidió el italiano con tal sencillez y desenfado aquellos ochocientos reales, acto continuo de haber contado una aventura napolitana que le había costado cerca de dos mil duros, que Bonifacio tuvo que decirse: «Para este hombre cuarenta duros son como para mí un cigarrillo de papel; me ha pedido esos cuartos como quien pide lumbre para el cigarro; lo que le sobra a él, de fijo, es dinero; pero no lo tiene aquí, en este momento; lo malo es que tampoco lo tengo yo. Pero hay que buscarlo corriendo, no hay más remedio. Si se lo doy, no me lo agradecerá, aunque bien sabe Dios que no sé de dónde sacarlo; pero a él ¿qué? ¿Qué son ochocientos reales para este hombre? En cambio, si no se los busco inmediatamente me despreciará, me tendrá por un miserable… ¡Antes la muerte!».
Colorado como un pimiento declaró el español que, por una casualidad que lamentaba, no traía consigo aquella insignificante cantidad; pero que en un periquete corría a su casa… que estaba muy cerca, y volvía con los cuartos.
Y echó a correr sin oír las palabras de Mochi que, por no molestarle, renunciaba al préstamo.
En efecto, la casa de Emma no estaba lejos; pero llegar a ella, entrar, era más fácil que volver al teatro, al cuarto del tenor, con los cuarenta duros. ¿De dónde iba a sacarlos el infeliz esclavo de su mujer? ¡Ay! ¡Con qué amargura contempló entonces, por la primera vez, su triste dependencia, su pobreza absoluta! No era dueño ni de los pantalones que tenía puestos, y eso que parecía que habían nacido ajustados a sus piernas; ¡tan bien le sentaban! No tenía dos reales que pudiera decir que eran suyos. ¿Qué hacer? ¿Renunciar para siempre al ideal? Mochi le aguardaba con aquellos ojos punzantes, risueños y maliciosos: sin el dinero no se podía volver: detrás de Mochi estaba la Gorgheggi, su discípula, su pupila. Bien; puesto que no tenía aquellos cuarenta duros ni de donde sacarlos, como no robase los candelabros de plata que tenía delante de los ojos, sobre la mesa del despacho (el despacho de D. Diego, que seguía siendo despacho sin adjudicación singular: el de don Juan Nepomuceno, el de Emma, el de todos); como no tenía cuarenta duros ni de donde le vinieran, renunciaría a su felicidad; no volvería a presentarse ante los queridos amigos italianos, ante los artistas sublimes, se sacrificaría en silencio; cualquier cosa menos volver allá con las manos vacías....
En aquel momento D. Juan Nepomuceno se presentó en el despacho con un saquito de dinero entre las manos; saludó a Reyes con solemnidad, y se puso a contar pesos fuertes sobre la mesa; se trataba de la renta de la Comuña, una casería que entregaba limpios todos los años cuatro mil reales. Mientras don Juan, sin hacer caso del importuno, iba haciendo pilas de pesos en correcta formación hasta el punto de recordar al pobre dilettante de todas las artes las ruinas de un templo griego, Reyes pensaba:
–Esas columnas argentinas debía formarlas yo: ¡yo debía ser el administrador de los bienes de mi mujer!
Una ola de dignidad retrospectiva le subió al rostro y le dio valor suficiente para decir:
–D. Juan, necesito mil reales.
Años después, recordando aquel golpe de audacia, para el cual sólo el amor podía haberle dado fuerzas, lo que más admiraba en su temeraria empresa era el piquillo de su pretensión, los doscientos reales en que su demanda había excedido a su necesidad. «¿Por qué pedí mil reales en vez de ochocientos?». No se lo explicó nunca.
D. Juan Nepomuceno miró, sin contestar, a su afín. ¡Mil reales! Aquel mentecato se había vuelto loco.
–Sí, señor, mil reales; y no hace falta que mi mujer sepa nada; yo se los devolveré a usted mañana mismo; se trata de sacar de un apuro a un amigo de la infancia… paga segura....
–Amigo de la infancia… paga segura.... No lo entiendo.
Esto fue todo lo que dijo el tío administrador. ¿Cómo un amigo de la infancia de aquel pelagatos podía ser paga segura? Esto quería dar a entender, y Bonifacio, comprendiéndolo, rectificó:
–De la infancia… precisamente… no… es uno de los amigos de la viuda de Cascos....
Y se puso otra vez muy colorado.
D. Juan clavó una mirada puntiaguda en los ojos claros… y turbados de su afín; adivinó