Misericordia. Benito Pérez Galdós
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Por otro estilo, y con organismo totalmente distinto del de su hermano, la niña daba también mucha guerra. Desde los doce años se desarrolló en ella el neurosismo en un grado tal, que las dos madres no sabían cómo templar aquella gaita. Si la trataban con rigor, malo; si con mimos, peor. Ya mujer, pasaba sin transición de las inquietudes epilépticas a una languidez mortecina. Sus melancolías intensas aburrían a las pobres mujeres tanto como sus excitaciones, determinantes de una gran actividad muscular y mental. La alimentación de Obdulia llegó a ser el problema capital de la casa, y entre las desganas y los caprichos famélicos de la niña, las madres perdían su tiempo, y la paciencia que Dios les había concedido al por mayor. Un día le daban, a costa de grandes sacrificios, manjares ricos y substanciosos, y la niña los tiraba por la ventana; otro, se hartaba de bazofias que le producían horroroso flato. Por temporadas se pasaba días y noches llorando, sin que pudiera averiguarse la causa de su duelo; otras veces se salía con un geniecillo displicente y quisquilloso que era el mayor suplicio de las dos mujeres. Según opinión de un médico que por lástima las visitaba, y de otros que tenían consulta gratuita, todo el desorden nervioso y psicológico de la niña era cuestión de anemia, y contra esto no había más terapéutica que el tratamiento ferruginoso, los buenos filetes y los baños fríos.
Era Obdulia bonita, de facciones delicadas, tez opalina, cabello castaño, talle sutil y esbelto, ojos dulces, habla modosita y dengosa cuando no estaba de morros. No puede imaginarse ambiente menos adecuado a semejante criatura, mañosa y enfermiza, que la miseria en que había crecido y vivía. Por intervalos se notaban en ella síntomas de presunción, anhelos de agradar, preferencias por estas o las otras personas, algo que indicaba las inquietudes o anuncios del cambio de vida, de lo cual se alegraba Doña Paca, porque tenía sus proyectos referentes a la niña. La buena señora se habría desvivido por realizarlos, si Obdulia se equilibrara, si atendiera al complemento de su educación, bastante descuidada, pues escribía muy mal, e ignoraba los rudimentos del saber que poseen casi todas las niñas de la clase media. La ilusión de Doña Paca era casarla con uno de los hijos de su primo Matías, propietario rondeño, chicos guapines y bien criados, que seguían carrera en Sevilla, y alguna vez venían a Madrid por San Isidro. Uno de ellos, Currito Zapata, gustaba de Obdulia: casi se entablaron relaciones amorosas que por el carácter de la niña y sus extravagancias melindrosas no llegaron a formalizarse. Pero la madre no abandonaba la idea, o al menos, acariciándola en su mente, con ella se consolaba de tantas desdichas.
De la noche a la mañana, viviendo la familia en la calle del Olmo, se iniciaron, sin saber cómo, no sé qué relaciones telegráficas entre Obdulia y un chico de enfrente, cuyo padre administraba una empresa de servicios fúnebres. El bigardón aquel no carecía de atractivos: estudiaba en la Universidad y sabía mil cosas bonitas que Obdulia ignoraba, y fueron para ella como una revelación. Literatura y poesía, versitos, mil baratijas del humano saber pasaron de él a ella en cartitas, entrevistas y honestos encuentros.
No miraba esto con buenos ojos Doña Paca, atenta a su plan de casarla con el rondeño; pero la niña, que tomado había en aquellos tratos no pocas lecciones de romanticismo elemental, se puso como loca viéndose contrariada en su espiritual querencia. Le daban por mañana y tarde furiosos ataques epilépticos, en los que se golpeaba la cara y se arañaba las manos; y, por fin, un día Benina la sorprendió preparando una ración de cabezas de fósforos con aguardiente para ponérsela entre pecho y espalda. La marimorena que se armó en la casa no es para referida. Doña Paca era un mar de lágrimas; la niña bailaba el zapateado, tocando el techo con las manos, y Benina pensaba dar parte al administrador de entierros para que, mediante una buena paliza u otra medicina eficaz, le quitase a su hijo aquella pasión de cosas de muertos, cipreses y cementerios de que había contagiado a la pobre señorita.
Pasado algún tiempo sin conseguir apartar a la descarriada Obdulia del trato amoroso con el chico de la funebridad, consintiéndoselo a veces por vía de transacción con la epilepsia, y por evitar mayores males, Dios quiso que el conflicto se resolviera de un modo repentino y fácil; y la verdad, con tal solución se ahorraban unas y otros muchos quebraderos de cabeza, porque también la familia fúnebre andaba a mojicones con el chico para apartarle del abismo en que arrojarse quería. Pues sucedió que una mañanita la niña supo burlar la vigilancia de sus dos madres y se escapó de la casa; el mancebo hizo lo propio. Juntáronse en la calle, con propósito firme de ir a algún poético lugar donde pudieran quitarse la miserable vida, bien abrazaditos, expirando al mismo tiempo, sin que el uno pudiera sobrevivir al otro. Así lo determinaron en los primeros momentos, y echaron a correr pensando simultáneamente en cuál sería la mejor manera de matarse, de golpe y porrazo, sin sufrimiento alguno, y pasando en un tris a la región pura de las almas libres. Lejos de la calle del Almendro, se modificaron repentinamente sus ideas, y con perfecta concordancia pensaron cosas muy distintas de la muerte. Por fortuna, el chico tenía dinero, pues había cobrado la tarde anterior una factura de féretro doble de zinc y otra de un servicio completo de cama imperial y conducción con seis caballos, etc… La posesión del dinero realizó el prodigio de cambiar las ideas de suicidio en ideas de prolongación de la existencia; y variando de rumbo se fueron a almorzar a un café, y después a una casa cercana, de la cual, ya tarde, pasaron a otra donde escribieron a sus respectivas familias, notificándoles que ya estaban casados.
Como casados, propiamente hablando, no lo estaban aún; pero el trámite que faltaba tenía que venir necesariamente. El padre del chico se personó en casa de Doña Paca, y allí se convino, llorando ella y pateando él, que no había más remedio que reconocer y acatar los hechos consumados. Y puesto que Doña Francisca no podía dar a su niña dinero o efectos, ni aun en mínima cantidad para ayuda de un catre, él daría a Luquitas alojamiento en lo alto del depósito de ataúdes, y un sueldecillo en la sección de Propaganda. Con esto, y el corretaje que pudiera corresponderle por trabajar el género en las casas mortuorias, colocación de artículos de lujo, o por agencia de embalsamamientos, podría vivir el flamante matrimonio con honrada modestia.
IX
No se había consolado aún la desventurada señora de la pena que el desatino de su hija le causara, y se pasaba las horas lamentándose de su suerte, cuando entró en quintas Antoñito. La pobre señora no sabía si sentirlo o alegrarse. Triste cosa era verle soldado, con el chopo a cuestas: al fin era señorito, y se le despegaba la vida de los cuarteles. Pero también pensaba que la disciplina militar le vendría muy bien para corregir sus malas mañas. Por fortuna o por desgracia del joven, sacó un número muy alto, y quedó de reserva. Pasado algún tiempo, y después de una ausencia de cuatro días, presentose a su madre y le dijo que se casaba, que quería casarse, y que si no le daba su consentimiento él se lo tomaría.
«Hijo mío, sí, sí—dijo la madre prorrumpiendo en llanto—. Vete con Dios, y solitas Benina y yo, viviremos con alguna tranquilidad. Puesto que has encontrado quien cargue contigo, y tienes ya quien te cuide y te aguante, allá te las hayas. Yo no puedo más».
A la pregunta de cajón sobre el nombre, linaje y condiciones de la novia, replicó el silbante que la conceptuaba muy rica, y tan buena que no había más que pedir. Pronto se supo que era hija de una sastra, que pespuntaba con primor, y que no tenía más dote que su dedal.
«Bien, niño, bien—le dijo una tarde Doña Paca—. Me he lucido con mis hijos. Al menos Obdulia, viviendo entre ataúdes, tiene sobre qué caerse muerta… Pero tú, ¿de qué vas a vivir? ¿Del dedal y las puntadas de ese prodigio? Verdad que como eres tan trabajador y tan económico, aumentarás las ganancias de ella con tu arreglo. ¡Dios mío, qué maldición ha caído sobre mí y sobre los míos! Que me muera pronto para