Misericordia. Benito Pérez Galdós
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«Gracias a Dios, mujer…—le dijo en la misma puerta—. ¡Vaya unas horas! Creí que te había cogido un coche, o que te había dado un accidente».
Sin chistar siguió Benina a su señora hasta un gabinetillo próximo, y ambas se sentaron. Excusó la criada las explicaciones de su tardanza por el miedo que sentía de darlas, y se puso a la defensiva, esperando a ver por dónde salía doña Paca, y qué posiciones tomaba en su irascible genio. Algo la tranquilizó el tono de las primeras palabras con que fue recibida; esperaba una fuerte reprimenda, vocablos displicentes. Pero la señora parecía estar de buenas, domado, sin duda, el áspero carácter por la intensidad del sufrimiento. Benina se proponía, como siempre, acomodarse al son que le tocara la otra, y a poco de estar junto a ella, cambiadas las primeras frases, se tranquilizó. «¡Ay, señora, qué día! Yo estaba deshecha; pero no me dejaban, no me dejaban salir de aquella bendita casa.
–No me lo expliques—dijo la señora, cuyo acentillo andaluz persistía, aunque muy atenuado, después de cuarenta años de residencia en Madrid—. Ya estoy al tanto. Al oír las doce, la una, las dos, me decía yo: 'Pero, Señor, por qué tarda tanto la Nina?'. Hasta que me acordé…
–Justo.
–Me acordé… como tengo en mi cabeza todo el almanaque… de que hoy es San Romualdo, confesor y obispo de Farsalia…
–Cabal.
–Y son los días del señor sacerdote en cuya casa estás de asistenta.
–Si yo pensara que usted lo había de adivinar, habría estado más tranquila—afirmó la criada, que en su extraordinaria capacidad para forjar y exponer mentiras, supo aprovechar el sólido cable que su ama le arrojaba—. ¡Y que no ha sido floja la tarea!
–Habrás tenido que dar un gran almuerzo. Ya me lo figuro. ¡Y que no serán cortos de tragaderas los curánganos de San Sebastián, compañeros y amigos de tu D. Romualdo!
–Todo lo que le diga es poco.
–Cuéntame: ¿qué les has puesto?—preguntó ansiosa la señora, que gustaba de saber lo que se comía en las casas ajenas—. Ya estoy al tanto. Les harías una mayonesa.
–Lo primero un arroz, que me quedó muy a punto. ¡Ay, Señor, cuánto lo alabaron! Que si era yo la primera cocinera de toda la Europa… que si por vergüenza no se chupaban los dedos…
–¿Y después?
–Una pepitoria que ya la quisieran para sí los ángeles del cielo. Luego, calamares en su tinta… luego…
–Pues aunque te tengo dicho que no me traigas sobras de ninguna casa, pues prefiero la miseria que me ha enviado Dios, a chupar huesos de otras mesas… como te conozco, no dudo que habrás traído algo. ¿Dónde tienes la cesta?».
Viéndose cogida, Benina vacilé un instante; mas no era mujer que se arredraba ante ningún peligro, y su maestría para el embuste le sugirió pronto el hábil quite: «Pues, señora, dejé la cesta, con lo que traje, en casa de la señorita Obdulia, que lo necesita más que nosotras.
–Has hecho bien. Te alabo la idea, Nina. Cuéntame más. ¿Y un buen solomillo, no pusiste?
–¡Anda, anda! Dos kilos y medio, señora. Sotero Rico me lo dio de lo superior.
–¿Y postres, bebidas?…
–Hasta Champaña de la Viuda. Son el diantre los curas, y de nada se privan… Pero vámonos adentro, que es muy tarde, y estará la señora desfallecida.
–Lo estaba; pero… no sé: parece que me he comido todo eso de que has hablado… En fin, dame de almorzar.
–¿Qué ha tomado? ¿El poquito de cocido que le aparté anoche?
–Hija, no pude pasarlo. Aquí me tienes con media onza de chocolate crudo.
–Vamos, vamos allá. Lo peor es que hay que encender lumbre. Pero pronto despacho… ¡Ah! también le traigo las medicinas. Eso lo primero.
–¿Hiciste todo lo que te mandé?—preguntó la señora, en marcha las dos hacia la cocina—. ¿Empeñaste mis dos enaguas?
–¿Cómo no? Con las dos pesetas que saqué, y otras dos que me dio D. Romualdo por ser su santo, he podido atender a todo.
–¿Pagaste el aceite de ayer?
–¡Pues no!
–¿Y la tila y la sanguinaria?
–Todo, todo… Y aún me ha sobrado, después de la compra, para mañana.
–¿Querrá Dios traernos mañana un buen día?—dijo con honda tristeza la señora, sentándose en la cocina, mientras la criada, con nerviosa prontitud, reunía astillas y carbones.
–¡Ay! sí, señora: téngalo por cierto.
–¿Por qué me lo aseguras, Nina?
–Porque lo sé. Me lo dice el corazón. Mañana tendremos un buen día, estoy por decir que un gran día.
–Cuando lo veamos te diré si aciertas… No me fío de tus corazonadas. Siempre estás con que mañana, que mañana…
–Dios es bueno.
–Conmigo no lo parece. No se cansa de darme golpes: me apalea, no me deja respirar. Tras un día malo, viene otro peor. Pasan años aguardando el remedio, y no hay ilusión que no se me convierta en desengaño. Me canso de sufrir, me canso también de esperar. Mi esperanza es traidora, y como me engaña siempre, ya no quiero esperar cosas buenas, y las espero malas para que vengan… siquiera regulares.
–Pues yo que la señora—dijo Benina dándole al fuelle—, tendría confianza en Dios, y estaría contenta… Ya ve que yo lo estoy… ¿no me ve? Yo siempre creo que cuando menos lo pensemos nos vendrá el golpe de suerte, y estaremos tan ricamente, acordándonos de estos días de apuros, y desquitándonos de ellos con la gran vida que nos vamos a dar.
–Ya no aspiro a la buena vida, Nina—declaró casi llorando la señora—: sólo aspiro al descanso.
–¿Quién piensa en la muerte? Eso no: yo me encuentro muy a gusto en este mundo fandanguero, y hasta le tengo ley a los trabajillos que paso. Morirse no.
–¿Te conformas con esta vida?
–Me conformo, porque no está en mi mano el darme otra. Venga todo antes que la muerte, y padezcamos con tal que no falte un pedazo de pan, y pueda