La Divina Comedia. Dante Alighieri

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La Divina Comedia - Dante Alighieri

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cuanto estuve al pie de su tumba, examinóme un momento; y después, con acento un tanto desdeñoso, me preguntó:

      —¿Quiénes fueron tus antepasados?

      Yo, que deseaba obedecer, no le oculté nada, sino que se lo descubrí todo; por lo cual arqueó un poco las cejas, y dijo:

      —Fueron terribles contrarios míos, de mis parientes y de mi partido; por eso los desterré dos veces.

      —Si estuvieron desterrados—le contesté—, volvieron de todas partes una y otra vez, arte que los vuestros no han aprendido.

      Entonces, al lado de aquél, apareció a mi vista una sombra, que sólo descubría hasta la barba, lo que me hace creer que estaba de rodillas. Miró en torno mío, como deseando ver si estaba alguien conmigo; y apenas se desvanecieron sus sospechas, me dijo llorando:

      —Si la fuerza de tu genio es la que te ha abierto esta obscura prisión, ¿dónde está mi hijo y por qué no se encuentra a tu lado?

      Respondíle:

      —No he venido por mí mismo: el que me espera allí me guía por estos lugares: quizá vuestro Guido "tuvo" hacia él demasiado desdén.

      Sus palabras y la clase de su suplicio me habían revelado ya el nombre de aquella sombra: así es que mi respuesta fué precisa. Irguiéndose repentinamente exclamó:

      —¿Cómo dijiste "tuvo"? Pues qué, ¿no vive aún? ¿No hiere ya sus ojos la dulce luz del día?

      Cuando observó que yo tardaba en responderle, cayó de espaldas en su tumba, y no volvió a aparecer fuera de ella. Pero aquel otro magnánimo, por quien yo estaba allí, no cambió de color, ni movió el cuello, ni inclinó el cuerpo.

      —El que no hayan aprendido bien ese arte—me dijo continuando la conversación empezada—, me atormenta más que este lecho. Mas la deidad que reina aquí no mostrará cincuenta veces su faz iluminada, sin que tú conozcas lo difícil que es ese arte. Pero dime, así puedas volver al dulce mundo, ¿por qué causa es ese pueblo tan desapiadado con los míos en todas sus leyes?

      A lo cual le contesté:

      —El destrozo y la gran matanza que enrojeció el Arbia excita tales discursos en nuestro templo.

      Entonces movió la cabeza suspirando, y después dijo:

      —No estaba yo allí solo; y en verdad, no sin razón me encontré en aquel sitio con los demás; pero sí fuí el único que, cuando se trató de destruir a Florencia, la defendí resueltamente.

      —¡Ah!—le contesté—; ¡ojalá vuestra descendencia tenga paz y reposo! Pero os ruego que deshagáis el nudo que ha enmarañado mi pensamiento. Me parece, por lo que he oído, que prevéis lo que el tiempo ha de traer, a pesar de que os suceda lo contrario con respecto a lo presente.

      —Nosotros—dijo—somos como los que tienen la vista cansada, que vemos las cosas distantes, gracias a una luz con que nos ilumina el Guía soberano. Cuando las cosas están próximas o existen, nuestra inteligencia es vana, y si otro no nos lo cuenta, nada sabemos de los sucesos humanos; por lo cual puedes comprender que toda nuestra inteligencia morirá el día en que se cierre la puerta del porvenir.

      —Decid a ese que acaba de caer, que su hijo está aún entre los vivos. Si antes no le respondí, hacedle saber que lo hice porque estaba distraído con la duda que habéis aclarado.

      Mi Maestro me llamaba ya, por cuya razón rogué más solícitamente al espíritu que me dijera quién estaba con él.

      —Estoy tendido entre más de mil—me respondió—; ahí dentro están el segundo Federico y el Cardenal.[10] En cuanto a los demás, me callo.

      Se ocultó después de decir esto, y yo dirigí mis pasos hacia el antiguo poeta, pensando en aquellas palabras que me parecían amenazadoras. Se puso en marcha, y mientras caminábamos, me dijo:

      —¿Por qué estás tan turbado?

      Y cuando satisfice su pregunta:

      —Conserva en tu memoria lo que has oído contra ti—me ordenó aquel sabio—; y ahora estáme atento.

       Y levantando el dedo, prosiguió:

      —Cuando estés ante la dulce mirada de aquella cuyos bellos ojos lo ven todo, conocerás el porvenir que te espera.

      En seguida se dirigió hacia la izquierda. Dejamos las murallas y fuimos hacia el centro de la ciudad, por un sendero que conduce a un valle, el cual exhalaba un hedor insoportable.

       Índice

      la extremidad de un alto promontorio, formado por grandes piedras rotas y acumuladas en círculo, llegamos hasta un montón de espíritus más cruelmente atormentados. Allí, para preservarnos de las horribles emanaciones y de la fetidez que despedía el profundo abismo, nos pusimos al abrigo de la losa de un gran sepulcro, donde vi una inscripción que decía: "Encierro al papa Anastasio, a quien Fotino arrastró lejos del camino recto."

      —Es preciso que descendamos por aquí lentamente, a fin de acostumbrar de antemano nuestros sentidos a este triste hedor, y después no tendremos necesidad de precavernos de él.

      Así habló mi Maestro, y yo le dije:

      —Busca algún recurso para que no perdamos el tiempo inútilmente.

      A lo que me respondió:

      —Ya ves que en ello pienso. Hijo mío—continuó—, en medio de estas rocas hay tres círculos, que se estrechan gradualmente como los que has dejado: todos están llenos de espíritus malditos; mas para que después te baste con sólo verlos, oye cómo y por qué están aquí encerrados. La injuria es el fin de toda maldad que se atrae el odio del cielo, y se llega a este fin, que redunda en perjuicio de otros, bien por medio de la violencia, o bien por medio del fraude. Pero como el fraude es una maldad propia del hombre, por eso es más desagradable a los ojos de Dios, y por esta razón los fraudulentos están debajo, entregados a un dolor más vivo. Todo el primer círculo lo ocupan los violentos, círculo que está además construído y dividido en tres recintos; porque puede cometerse violencia contra tres clases de seres: contra Dios, contra sí mismo y contra el prójimo; y no sólo contra sus personas, sino también contra sus bienes, como lo comprenderás por estas claras razones. Se comete violencia contra el prójimo dándole la muerte o causándole heridas dolorosas; y contra sus bienes, por medio de la ruina, del incendio o de los latrocinios. De aquí resulta que los homicidas, los que causan heridas, los incendiarios y los ladrones están atormentados sucesivamente en el primer recinto. Un hombre puede haber dirigido su mano violenta contra sí mismo o contra sus bienes: justo es, pues, que purgue su culpa en el segundo recinto, sin esperar tampoco mejor suerte aquel que por su propia voluntad se

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