La Divina Comedia. Dante Alighieri

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La Divina Comedia - Dante Alighieri

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bien por sus méritos o por los de otros, salir del Limbo y alcanzar la bienaventuranza?

      Y él, que comprendió mis palabras encubiertas y obscuras, repuso:

      —Yo era recién llegado a este sitio, cuando vi venir a un Sér poderoso, coronado con la señal de la victoria. Hizo salir de aquí el alma del primer padre, y la de Abel su hijo, y la de Noé; la del legislador Moisés, tan obediente; la del patriarca Abraham, y la del rey David; a Israel, con su padre y con sus hijos, y a Raquel por quien aquél hizo tanto,[5] y a otros muchos, a quienes otorgó la bienaventuranza; pues debes saber que, antes de ellos, no se salvaban las almas humanas.

      Mientras así hablaba, no dejábamos de andar; pero seguíamos atravesando siempre la selva, esto es, la selva que formaban los espíritus apiñados. Aun no estábamos muy lejos de la entrada del abismo, cuando vi un resplandor que triunfaba del hemisferio de las tinieblas: nos encontrábamos todavía a bastante distancia, pero no a tanta que no pudiera yo distinguir que aquel sitio estaba ocupado por personas dignas.

      —Oh tú, que honras toda ciencia y todo arte, ¿quiénes son ésos, cuyo valimiento debe ser tanto, que así están separados de los demás?

      Y él a mí:

      —La hermosa fama que aún se conserva de ellos en el mundo que habitas, les hace acreedores a esta gracia del cielo, que de tal suerte los distingue.

      Entonces oí una voz que decía: "¡Honrad al sublime poeta; regresa su sombra, que se había separado de nosotros!" Cuando calló la voz, vi venir a nuestro encuentro cuatro grandes sombras, cuyo rostro no manifestaba tristeza ni alegría. El buen maestro empezó a decirme:

      —Mira aquel que tiene una espada en la mano, y viene a la cabeza de los tres como su señor. Ese es Homero, poeta soberano: el otro es el satírico Horacio, Ovidio es el tercero y el último Lucano. Cada cual merece, como yo, el nombre que antes pronunciaron unánimes; me honran y hacen bien.

      De este modo vi reunida la hermosa escuela de aquel príncipe del sublime cántico, que vuela como el águila sobre todos los demás.

      Después de haber estado conversando entre sí un rato, se volvieron hacia mí dirigiéndome un amistoso saludo, que hizo sonreír a mi Maestro; y me honraron aún más, puesto que me admitieron en su compañía, de suerte que fuí el sexto entre aquellos grandes genios. Así seguimos hasta donde estaba la luz, hablando de cosas que es bueno callar, como bueno era hablar de ellas en el sitio en que nos encontrábamos. Llegamos al pie de un noble castillo, rodeado siete veces de altas murallas, y defendido alrededor por un bello riachuelo. Pasamos sobre éste como sobre tierra firme; y atravesando siete puertas con aquellos sabios, llegamos a un prado de fresca verdura. Allí había personajes de mirada tranquila y grave, cuyo semblante revelaba una grande autoridad: hablaban poco y con voz suave. Nos retiramos luego hacia un extremo de la pradera; a un sitio despejado, alto y luminoso, desde donde podían verse todas aquellas almas. Allí, en pie sobre el verde esmalte, me fueron señalados los grandes espíritus, cuya contemplación me hizo estremecer de alegría. Allí vi a Electra con muchos de sus compañeros, entre los que conocí a Héctor y a Eneas; después a César, armado, con sus ojos de ave de rapiña. Vi en otra parte a Camila y a Pentesilea, y vi al Rey Latino, que estaba sentado al lado de su hija Lavinia; vi a aquel Bruto, que arrojó a Tarquino de Roma; a Lucrecia también, a Julia, a Marcia y a Cornelia, y a Saladino, que estaba solo y separado de los demás. Habiendo levantado después la vista, vi al maestro de los que saben,[6] sentado entre su filosófica familia. Todos le admiran, todos le honran: vi además a Sócrates y Platón, que estaban más próximos a aquél que los demás; a Demócrito, que pretende que el mundo ha tenido por origen la casualidad; a Diógenes, a Anaxágoras y a Tales, a Empédocles, a Heráclito y a Zenón: vi al buen observador de la cualidad, es decir, a Dioscórides, y vi a Orfeo, a Tulio y a Lino, y al moralista Séneca; al geómetra Euclides, a Tolomeo, Hipócrates, Avicena y Galeno, y a Averroes, que hizo el gran comentario. No me es posible mencionarlos a todos, porque me arrastra el largo tema que he de seguir y muchas veces las palabras son breves para el asunto. Bien pronto la compañía de seis queda reducida a dos: mi sabio guía me conduce por otro camino fuera de aquella inmovilidad hacia una aura temblorosa, y llego a un punto privado totalmente de luz.

       Índice

      SI descendí del primer círculo al segundo, que contiene menos espacio, pero mucho más dolor, y dolor punzante, que origina desgarradores gritos. Allí estaba el horrible Minos que, rechinando los dientes, examina las culpas de los que entran; juzga y da a comprender sus órdenes por medio de las vueltas de su cola. Es decir, que cuando se presenta ante él un alma pecadora, y le confiesa todas sus culpas, aquel gran conocedor de los pecados ve qué lugar del infierno debe ocupar y se lo designa, ciñéndose al cuerpo la cola tantas veces cuantas sea el número del círculo a que debe ser enviada. Ante él están siempre muchas almas, acudiendo por turno para ser juzgadas; hablan y escuchan, y después son arrojadas al abismo.

      —¡Oh, tú, que vienes a la mansión del dolor!—me gritó Minos cuando me vió, suspendiendo sus terribles funciones—; mira cómo entras y de quién te fías: no te alucine lo anchuroso de la entrada.

      Entonces mi guía le preguntó:

      —¿Por qué gritas? No te opongas a su viaje ordenado por el destino: así lo han dispuesto allí donde se puede lo que se quiere; y no preguntes más.

      Empezaron a dejarse oír voces plañideras: y llegué a un sitio donde hirieron mis oídos grandes lamentos. Entrábamos en un lugar que carecía de luz, y que rugía como el mar tempestuoso cuando está combatido por vientos contrarios. La tromba infernal, que no se detiene nunca, envuelve en su torbellino a los espíritus; les hace dar vueltas continuamente, y les agita y les molesta: cuando se encuentran ante la ruinosa valla que los encierra, allí son los gritos, los llantos y los lamentos, y las blasfemias contra la virtud divina. Supe que estaban condenados a semejante tormento los pecadores carnales que sometieron la razón a sus lascivos apetitos; y así como los estorninos vuelan en grandes y compactas bandadas en la estación de los fríos, así aquel torbellino arrastra a los espíritus malvados llevándolos de acá para allá, de arriba abajo, sin que abriguen nunca la esperanza de tener un momento de reposo, ni de que su pena se aminore. Y del mismo modo que las grullas van lanzando sus tristes acentos, formando todas una prolongada hilera en el aire, así también vi venir, exhalando gemidos, a las sombras arrastradas por aquella tromba. Por lo cual pregunté:

      —Maestro, ¿qué almas son ésas a quienes de tal suerte castiga ese aire negro?

      —La primera de ésas, de quienes deseas noticias—me dijo entonces—, fué emperatriz de una multitud de pueblos donde se hablaban diferentes lenguas, y tan dada al vicio de la lujuria, que permitió en sus leyes todo lo que excitaba el placer, para ocultar de este modo la abyección en que vivía. Es Semíramis, de quien se lee que sucedió a Nino y fué su esposa y reinó en la tierra en donde impera el Sultán. La otra es la que se mató por amor y quebrantó la fe prometida a las cenizas de Siqueo. Después sigue la lasciva Cleopatra. Ve también a Helena, que dió lugar a tan funestos tiempos; y ve al gran Aquiles, que al fin tuvo que combatir por el amor. Ve a París y a Tristán....

      Y a más de mil sombras me fué enseñando y designando

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