La Divina Comedia. Dante Alighieri

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La Divina Comedia - Dante Alighieri страница 7

Автор:
Серия:
Издательство:
La Divina Comedia - Dante Alighieri

Скачать книгу

de haber puesto su mano en la mía con rostro alegre, que me reanimó, me introdujo en medio de las cosas secretas. Allí, bajo un cielo sin estrellas, resonaban suspiros, quejas y profundos gemidos, de suerte que al escucharlos comencé a llorar. Diversas lenguas, horribles blasfemias, palabras de dolor, acentos de ira, voces altas y roncas, acompañadas de palmadas, producían un tumulto que va rodando siempre por aquel espacio eternamente obscuro, como la arena impelida por un torbellino. Yo, que estaba horrorizado, dije:

      —Maestro, ¿qué es lo que oigo, y qué gente es ésa, que parece doblegada por el dolor?

      Me respondió:

      —Esta miserable suerte está reservada a las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanzas ni vituperio: están confundidas entre el perverso coro de los ángeles que no fueron rebeldes ni fieles a Dios, sino que sólo vivieron para sí. El Cielo los lanzó de su seno por no ser menos hermoso; pero el profundo Infierno no quiere recibirlos por la gloria que con ello podrían reportar los demás culpables.

      Y yo repuse:

      —Maestro, ¿qué cruel dolor les hace lamentarse tanto?

      A lo que me contestó:

      —Te lo diré brevemente. Estos no esperan morir; y su ceguedad es tanta, que se muestran envidiosos de cualquier otra suerte. El mundo no conserva ningún recuerdo suyo; la misericordia y la justicia los desdeñan: no hablemos más de ellos, míralos y pasa adelante.

      Y yo, fijándome más, vi una bandera que iba ondeando tan de prisa, que parecía desdeñosa del menor reposo: tras ella venía tanta muchedumbre, que no hubiera creído que la muerte destruyera tan gran número. Después de haber reconocido a algunos, miré más fijamente, y vi la sombra de aquel que por cobardía hizo la gran renuncia[4]. Comprendí inmediatamente y adquirí la certeza de que aquella turba era la de los ruines que se hicieron desagradables a los ojos de Dios y a los de sus enemigos. Aquellos desgraciados, que no vivieron nunca, estaban desnudos, y eran molestados sin tregua por las picaduras de las moscas y de las avispas que allí había; las cuales hacían correr por su rostro la sangre, que mezclada con sus lágrimas, era recogida a sus pies por asquerosos gusanos.

      Habiendo dirigido mis miradas a otra parte, vi nuevas almas a la orilla de un gran río, por lo cual, dije:

      —Maestro, dígnate manifestarme quiénes son y por qué ley parecen ésos tan prontos a atravesar el río, según puedo ver a favor de esta débil claridad.

      Y él me respondió:

      —Te lo diré cuando pongamos nuestros pies sobre la triste orilla del Aqueronte.

      Entonces, avergonzado y con los ojos bajos, temiendo que le disgustasen mis preguntas, me abstuve de hablar hasta que llegamos al río. En aquel momento vimos un anciano cubierto de canas, que se dirigía hacia nosotros en una barquichuela, gritando: "¡Ay de vosotras, almas perversas! No esperéis ver nunca el Cielo. Vengo para conduciros a la otra orilla, donde reinan eternas tinieblas, en medio del calor y del frío. Y tú, alma viva, que estás aquí, aléjate de entre esas que están muertas." Pero cuando vió que yo no me movía, dijo: "Llegarás a la playa por otra orilla, por otro puerto, mas no por aquí: para llevarte se necesita una barca más ligera."

      Y mi guía le dijo:

      —Carón, no te irrites. Así se ha dispuesto allí donde se puede todo lo que se quiere; y no preguntes más.

      Entonces se aquietaron las velludas mejillas del barquero de las lívidas lagunas, que tenía círculos de llamas alrededor de sus ojos. Pero aquellas almas, que estaban desnudas y fatigadas, no bien oyeron tan terribles palabras, cambiaron de color, rechinando los dientes, blasfemando de Dios, de sus padres, de la especie humana, del sitio y del día de su nacimiento, de la prole de su prole y de su descendencia: después se retiraron todas juntas, llorando fuertemente, hacia la orilla maldita en donde se espera a todo aquel que no teme a Dios. El demonio Carón, con ojos de ascuas, haciendo una señal, las fué reuniendo, golpeando con su remo a las que se rezagaban; y así como en otoño van cayendo las hojas una tras otra, hasta que las ramas han devuelto a la tierra todos sus despojos, del mismo modo los malvados hijos de Adán se lanzaban uno a uno desde la orilla, a aquella señal, como pájaros que acuden al reclamo. De esta suerte se fueron alejando por las negras ondas; pero antes de que hubieran saltado en la orilla opuesta, se reunió otra nueva muchedumbre en la que aquéllas habían dejado.

      —Hijo mío—me dijo el cortés Maestro—, los que mueren en la cólera de Dios acuden aquí de todos los países, y se apresuran a atravesar el río, espoleados de tal suerte por la justicia divina, que su temor se convierte en deseo. Por aquí no pasa nunca un alma pura; por lo cual, si Carón se irrita contra ti, ya conoces ahora el motivo de sus desdeñosas palabras.

       Apenas hubo terminado, tembló tan fuertemente la sombría campiña, que el recuerdo del espanto que sentí aún me inunda la frente de sudor. De aquella tierra de lágrimas salió un viento que produjo rojizos relámpagos, haciéndome perder el sentido y caer como un hombre sorprendido por el sueño.

       Índice

      NTERRUMPIO mi profundo sueño un trueno tan fuerte, que me estremecí como hombre a quien se despierta a la fuerza: me levanté, y dirigiendo una mirada en derredor mío, fijé la vista para reconocer el lugar donde me hallaba. Vime junto al borde del triste valle, abismo de dolor, en que resuenan infinitos ayes, semejantes a truenos. El abismo era tan profundo, obscuro y nebuloso, que en vano fijaba mis ojos en su fondo, pues no distinguía cosa alguna.

      —Ahora descendamos allá abajo, al tenebroso mundo—me dijo el poeta muy pálido—: yo iré el primero; tú el segundo.

      Yo, que había advertido su palidez, le respondí:

      —¿Cómo he de ir yo, si tú, que sueles desvanecer mis incertidumbres, te atemorizas?

      Y él repuso:

      —La angustia de los desgraciados que están ahí bajo, refleja en mi rostro una piedad que tú tomas por terror. Vamos, pues; que la longitud del camino exige que nos apresuremos.

       Y sin decir más, penetró y me hizo entrar en el primer círculo que rodea el abismo. Allí, según pude advertir, no se oían quejas, sino sólo suspiros, que hacían temblar la eterna bóveda, y que procedían de la pena sin tormento de una inmensa multitud de hombres, mujeres y niños. El buen Maestro me dijo:

      —¿No me preguntas qué espíritus son los que estamos viendo? Quiero, pues, que sepas, antes de seguir adelante, que éstos no pecaron; y si contrajeron en su vida algunos méritos, no es bastante, pues no recibieron el agua del bautismo, que es la puerta de la Fe que forma tu creencia. Y si vivieron antes del cristianismo, no adoraron a Dios como debían: yo también soy uno de ellos. Por tal falta, y no por otra culpa, estamos condenados, consistiendo nuestra pena en vivir con el deseo sin esperanza.

      Un gran dolor afligió mi corazón cuando oí esto, porque conocí personas de mucho valor que estaban suspensas en el Limbo.

Скачать книгу