La Incógnita. Benito Perez Galdos

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La Incógnita - Benito Perez  Galdos

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para confinarte en lo que fué mi destierro durante cinco años de faenas tan necesarias como fastidiosas, arreglando dos testamentarías, midiendo y partijando fincas, pleiteando con medio pueblo, deshaciendo enredos de curiales y líos de lugareños astutos, deslindando pertenencias mineras, con otras muchas fatigas y trabajos que me permiten hombrearme con Hércules, y tener por niños de teta á los héroes más templados de la antigüedad.

      Yo resucito, y tú mueres; yo salgo á la luz, y tú caes en ese pozo de ignorancia, malicia y salvaje ruindad. Y así como en mi largo cautiverio me distraje contándote las marrullerías y gansadas de esos lugareños, capaces de marear á Cristo, si Nuestro Señor tuviera el mal gusto de meterse con ellos; ahora que en Madrid estoy, libre, gozoso, rico, sin otra pena que no tenerte á mi lado; ahora que me agasajan y miman más de lo que merezco, y que la vida, con mi posición independiente y el cargo de diputado (obtenido de momio y por mi linda cara), es para mí como una racha favorable, que ojalá no se quede corta; ahora, querido Equis, estoy obligado á cuidar de que no te aburras ó desesperes, y te escribiré con verdadero ensañamiento, á fin de alegrar algunos instantes de tu existencia solitaria.

      Lo peor es que no sabré contar la historia de mi vida en Madrid de un modo que te interese y cautive. Ni poseo el arte de vestir con galas pintorescas la desnudez de la realidad, ni mi conciencia y mi estéril ingenio, ambos en perfecto acuerdo, me han de permitir invenciones que te entretengan con graciosos embustes. Conoces á casi todas las personas de quienes he de hablarte. Mal podría yo, aunque quisiera, desfigurarlas; y en cuanto á los sucesos, que de fijo serán comunes y nada sorprendentes, el único interés que han de tener para tí es el que resulte de mi manera personal de verlos y juzgarlos. La última vez que hablamos me anticipaste la opinión que yo había de formar de ciertas personas. Ya puedo anunciarte que has acertado con respecto á algunas. Otras hay que conoces poco, ó al menos no las has visto tan de cerca como ahora las veo yo. Por éstas quiero empezar, y creo darte agradable sorpresa estrenándome con mi buen tío y padrino don Carlos María de Cisneros, cuya fama de estrafalario justamente incita tu curiosidad. Sé que has deseado tratarle, y que le admiras, por lo que de él se cuenta, como uno de los tipos más singulares de nuestra sociedad y de nuestra raza. Yo te le presentaré. Verás su casa y sus costumbres; le oirás exponer sus ideas, que á las de ningún mortal se parecen, y será tu amigo como lo es mío.

      Habíale yo conocido en mi niñez, cuando mi madre vino á Madrid, trayéndome consigo, á consultar los médicos. Recordaba la casa, toda llena de cuadros desde la antesala á la cocina, pinturas ennegrecidas en su mayor parte, entre las cuales me causaban más miedo que admiración las que cubrían las paredes del recibimiento, representando asuntos de frailes cartujos, rostros cadavéricos, muertos que se levantaban de sus ataúdes, y mártires en carne viva ó estrangulados, con medio palmo de lengua fuera de la boca. Recordaba también la persona de don Carlos, un señor muy fino, muy amable, pulcro y decidor, cariñoso con mi madre y conmigo. Después le ví en París dos veces, pero tan rápidamente, que continuaba siendo poco menos que un desconocido para mí. Hasta el mes pasado, cuando me instalé en la Corte, no se me han revelado la persona completa y el carácter originalísimo de este sujeto, que me hizo el honor de tenerme en brazos en la pila bautismal.

      No te quiero decir las bondades y miramientos que he merecido de él desde que vine aquí. Me cotiza á precio mucho más alto del que debo tener; me mima, me adula, celebra todo lo que digo, me da palmetazos en la espalda á cada instante, y repite, aunque no venga á cuento, esta frase: «Mira, Manolito, tú no me has de dejar mal, porque cuando te cristiané, hice la profecía de que aquel muñeco que en brazos tuve había de ser un grande hombre.» Me ha presentado á todos sus amigos, que son muchos, y entre los cuales hay algunos que no se me quedarán en el tintero. Me convida á almorzar dos veces por semana, haciéndome el increíble honor de discutir conmigo sobre mil cosas, y de explanarme sus deliciosas teorías políticas y sociales.

      La primera vez que fuí á su casa, no me dejó salir hasta media noche, y al despedirme, hízome prometer que volvería al día siguiente. La alegría inquieta y locuaz del buen señor era como el entusiasmo de un niño á quien entregan un juguete nuevo. Hablamos de la familia: de mi madre, á quien Cisneros tanto admiraba; de mi padre, que era para él como un hermano. Sacamos á relucir episodios de la historia de los Cisneros, de los Calderones de la Barca, de los Infantes, y de toda nuestra parentela, hasta no sé qué generación. Su felicísima memoria le permite restaurar los árboles genealógicos más carcomidos y con más saña talados por el tiempo, el abandono y la democracia. El pobre señor no acaba cuando se pone á contar las aventuras que corrió con mi padre, allá por los años del 40 al 50; lances de amor y pendencias que ya no se estilan, porque los muchachos, con esta educación hipócrita de los tiempos modernos, han trocado la inocencia petulante por la formalidad corrompida. El 53 se casaron ambos. Mi padrino tuvo una hija, Agustina Cisneros, mujer de Tomás Orozco, á quien tú conoces mejor que yo; y á mi padre le nacieron cinco hijos, de los cuales yo solo he quedado para muestra. La señora de mi padrino y mi mamá eran primas hermanas, de la familia de los Calderones de Valladolid: se habían criado juntas y se amaban tiernamente. Cisneros también tiene lejano parentesco con los Infantes, y por eso le llamo tío. Suspendo aquí las informaciones genealógicas para no volverte loco. Te diré tan sólo que ambas familias dejaron de tratarse con intimidad y frecuencia hace unos quince años, por residir mi padre casi constantemente en país extranjero.

      De este largo período de expatriación he tenido que dar cuenta prolija á mi buen don Carlos, que no se saciaba de oirme. También le hablé de tí, y te conoce por tus obras, mejor dicho, por la fama de tus obras, pues declara con ingenuidad un tanto vergonzosa que no las ha leído. Le he contado cómo se trabó y remachó nuestra amistad en aquel maldito colegio de Beauvais, siendo tu padre cónsul de España en el Havre y después en París. Departimos extensamente sobre las vicisitudes de mi familia, y el santo varón se hace lenguas de mí, admirando que tuviera yo bastante virtud y firmeza de carácter para sepultarme, á la muerte de mis padres, en esa triste Orbajosa, con el fin de buscar el derecho y la razón en el caos de mi herencia.

      ¿Verdad que no debo quejarme de la suerte? Porque, terminada aquella labor de gigantes y encontrándome más rico de lo que creía, mis amigos y deudos me obsequian una mañanita con un acta de diputado, que tomo con mis manos lavadas; me vengo á Madrid; mi pariente Cisneros, así como su hija, la de Orozco, me acogen con afectuosa simpatía, y el pobre huérfano encuentra en ambos hogares ese calorcillo de familia que le hace llevadera su soledad. Entro en los Madriles con pie derecho, y en la política con cierto estruendo de notoriedad. Ya supiste los ruidosos incidentes electorales y la guerra sañuda que me hizo en la Comisión de actas el candidato derrotado. Pero no sé si llegaron á tu noticia las infamias de cierto periódico, diciendo que yo era deudor al Tesoro de gruesas sumas, por atraso en la contribución de la mina Esperanza. Para defenderme, publiqué una carta que reprodujo la semana pasada toda la prensa. Ha sido muy elogiada por su lacónica dignidad y por las insinuaciones maliciosas que, en justo desquite, supe encajar en ella. Te la mando para que te rías un poco.

      Y ahora te diré otra cosa que te hará reir más. Sabes que soy bastante desmañado, y ya puedes figurarte que, al venirme á estas esferas, donde la vida es tan distinta de aquel desgaire tosco que impera en la episcopal Orbajosa, he tenido que arrostrar los azares de la aclimatación social. Cierta aspereza que hay en mí; el desconocimiento de los convencionalismos de forma y de lenguaje imperantes en cada sociedad; el no saber encontrar la justa medida que aquí existe entre la etiqueta y la confianza, me han hecho aparecer un tanto desairado y cohibido en el salón de mi prima (por rutina sigo dando este nombre á la hija del célebre Cisneros). Fácilmente comprenderás que mi asimilación ha hecho prodigios en pocos días, y que voy soltando la cáscara de lugareño; pero no he podido evitar, con tan notorios progresos, que se haya ejercitado en mi humilde persona el arte exquisito de esta gente para poner motes muy salados. De mi rudeza social y de la momentánea celebridad que adquirí cuando me discutieron el acta, han sacado el dicharacho. Me llaman el payo de la carta. Díjomelo ayer mi prima en casa de su padre, celebrando con risas la ocurrencia; y al ver que yo, no sólo no me enfadaba ni pizca, sino que

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