Noche de alacranes. Alfredo Gómez Cerdá

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Noche de alacranes - Alfredo Gómez Cerdá Gran Angular

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lo había acribillado contra el tronco de un abedul. Alguien le contó años después en Toulouse, cuando ya se había casado con el francés, que, antes de expirar, Tirso se abrazó al tronco como si aquel árbol fuera su madre, su esposa, sus hijos... todos los seres humanos a los que quería y que lo habían querido un poco en este mundo. También le contaron que toda la partida de guardias que ese día había dado una batida por el monte no pudo arrancarle del tronco y tuvieron que partirle los brazos a culatazos.

      2

      Julio Cega, el joven profesor de Historia, la había recogido personalmente en su casa, a pesar de que ella le había dicho que no era necesaria tanta cortesía, pues sabía de sobra llegar al instituto y podía hacerlo dando un paseo.

      —Por favor, es lo menos que puedo hacer –insistió el profesor.

      —En esta ciudad no se tarda más de media hora en llegar a cualquier parte.

      —Insisto: iré a recogerla en mi coche a la puerta de su casa.

      En el trayecto que separaba su casa del instituto, callejeando por las animadas calles del centro, experimentó una sensación que solo recordaba haber sentido dos veces a lo largo de su vida. La primera, cuando a los doce años entró en la ciudad en el viejísimo coche de línea que unía los pueblos de la montaña con la capital, en compañía de su madre y de su hermano, para ver por última vez a su padre, encarcelado desde que había terminado la guerra. La segunda, cuando dos años atrás se bajó del tren, después de un largo viaje, y tomó un taxi hasta el hotel donde había reservado una habitación mientras buscaba una casa donde vivir.

      En el primer viaje, tan remoto, la ciudad la fascinó y la aterrorizó al mismo tiempo. Era la primera vez que salía del pueblo y aquel conjunto inabarcable de casas, de calles, de grandes edificios, de gente por las calles, le pareció un mundo nuevo, tan atractivo como inquietante.

      Como el tiempo todo lo transforma, la pequeña ciudad había cambiado mucho desde entonces. Se había extendido como una mancha de aceite por las riberas del río Bernesga, por el ejido, por las eras, por los desmontes... Parecía otra, pero solo se trataba de un espejismo, porque al dejar atrás los nuevos barrios de la periferia y entrar en la tela de araña del ahora llamado casco antiguo, surgían por doquier los viejos espectros, testigos mudos e indiferentes. Allí estaban las mismas casas, los mismos ladrillos, las mismas tejas, los mismos balcones enrejados, los mismos adoquines de las calles, los mismos portalones de madera, las mismas ventanas agrietadas, los mismos olores a guiso, cecina y queso fuerte... Allí se dibujaba el perfil imponente de la catedral, aunque los coches ya no circulasen a su alrededor, el patio clasicista de la Diputación, la sobria torre de ladrillo de San Marcelo, los restos descarnados de la muralla que envolvía el románico de San Isidoro...

      No cabía duda. La ciudad, la vieja y pequeña ciudad, la orgullosa y ridícula ciudad, seguía arraigada a la misma tierra, bañada por dos ríos discretos que se encontraban a las afueras sin alharacas, de espaldas a las montañas del norte, las cuales parecían al alcance de la mano.

      —Te encuentro muy pensativa, Catalina –le dijo de pronto Julio Cega, girando levemente la cabeza durante un instante–. Espero que no te moleste que te tutee.

      —¿Molestarme? Al contrario.

      —Pues... te decía que te encuentro muy pensativa.

      —Sí, con los años me he vuelto muy pensativa –sonrió Catalina–. Pero solo con los años, ¡eh!, que siempre he tenido fama de cabeza loca y de no pensar las cosas dos veces. ¡Si hubiese pensado las cosas dos veces...!

      —Los chicos te están esperando con mucha ilusión –continuó el profesor–. Hemos preparado mucho este encuentro. Están impacientes por conocerte, por escucharte, por preguntarte cosas...

      Desde que se había comprometido con el profesor Julio Cega a ir al instituto no había podido dejar de observar a todos los jóvenes que veía por la calle. Los miraba con verdadera curiosidad, como si quisiera descubrir lo que bullía dentro de sus cabezas, para cuando llegase el momento poder hablarles con las palabras precisas y entablar la comunicación necesaria. Pero en muchos momentos se preguntaba si realmente esos muchachitos podrían entender algo de su vida, de sus peripecias, de sus desventuras. Al mirarlos llegó a la conclusión de que los zagales eran lo único que hacía verdaderamente distinta a la fría y antigua ciudad.

      No podía dejar de observar aquellos cuerpos que le parecían tan grandes y tan bien formados; aquellos rostros sonrientes y despreocupados, con esas orejas como coladores llenas de colgantes, con esos peinados tan llamativos, casi imposibles. Lo que más le extrañaba era su ropa, y no por las formas ni los colores, sino porque nunca llevaban la talla que les correspondía: o les sobraba ropa por todas partes, o las cremalleras parecían que iban a estallar. Observaba cómo hablaban, cómo se reían, cómo se empujaban por el mero placer de empujarse, cómo se abrazaban en cualquier parte hasta el estrujamiento, cómo se besaban sin importarles el lugar ni la ocasión.

      De pronto, una idea cruzó por la mente de Catalina Melgosa. Miró de reojo al profesor, que seguía aferrado al volante de su automóvil ante un semáforo en rojo y le preguntó:

      —¿Crees que para los zagales de ahora tiene sentido lo que vamos a hacer?

      Julio volvió la cabeza y pareció sorprenderse.

      —Claro que sí. Ellos tienen derecho a conocer el pasado, que además es un pasado mucho más reciente de lo que se imaginan.

      —¡Buf! –resopló Catalina, al tiempo que hizo un elocuente gesto con sus manos–. Te hablo de que si tiene

      o no sentido todo esto y tú me hablas de derechos. —Solo conociendo el pasado... —¡Calla, calla! –Catalina le cortó con resolución–.

      ¿No irás a soltarme ahora la dichosa frasecita? ¿Cómo era? Conociendo el pasado se evita caer en los mismos errores. Algo así. No, no creo en esa frase. Es mentira. El ser humano ha cometido los mismos errores una y otra vez. No escarmienta.

      La luz del semáforo cambió al verde y Julio reanudó la marcha. Asintió un par de veces con la cabeza y luego rió abiertamente.

      —Me encanta una palabra que has pronunciado. Yo intento reivindicarla, pero creo que es una causa perdida.

      —¿Qué palabra es esa?

      —Has llamado zagales a los chicos. Esa es la palabra. Amí me encanta porque así me llamaba mi abuelo cuando era un muchacho. Me parece mucho más hermosa que esa que está tan de moda, adolescentes.

      —A mí siempre me ha costado mucho trabajo pronunciar la palabra adolescente. No me sale. Además, si ya existe una en nuestra lengua, ¿para qué utilizar otra?

      —Se lo preguntaremos al profesor de Lenguaje –rió con ganas Julio–. Él también acudirá al acto. Bueno, prácticamente acudirán todos los profesores. Por cierto, hemos avisado también a la prensa. ¿No te importará? ¿No?

      —Los periódicos –musitó entre dientes Catalina.

      —Por un lado queríamos que se supiera que en el instituto se hacían cosas importantes –le explicó Julio–. Por otro lado, nos pareció de justicia que los periódicos de esta ciudad hablasen de ti.

      —Ya hablaron de mí hace más de cincuenta años, y no dijeron ni una palabra que fuese verdad.

      —Por

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