Noche de alacranes. Alfredo Gómez Cerdá

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Noche de alacranes - Alfredo Gómez Cerdá Gran Angular

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Pero algunos síntomas comenzaban a desasosegarla. La noche estaba llena de sonidos y, lo que era peor, ella podía oírlos: unos pasos en el piso de arriba, el televisor de algún vecino a demasiado volumen, la mala digestión de alguna cañería, un mueble de madera que bosteza, un crujido misterioso, algo que parecía haberse caído... Desde muy pequeña había constatado que la noche es el lugar de los sonidos; al contrario que el día, que es el lugar del ruido.

      Ruido era lo que se había formado al terminar el acto en el instituto. Al aplauso entusiasta y generoso de los zagales, había sucedido un enorme barullo que nadie podía controlar. La rodearon por todas partes y le ofrecieron papeles, cuadernos, libros de texto... Cualquier cosa valía para que ella les estampase su firma, como si se tratase de un futbolista de moda o un cantante famoso.

      Con gran esfuerzo, Julio Cega y otros profesores consiguieron que los muchachos al menos formasen una fila ante la mesa de Catalina.

      —Si te molesta firmarles un autógrafo, o si estás cansada... –comenzó a decirle Julio.

      —No, no –replicó ella–. Nunca me había pasado algo

      así. Les firmaré ese autógrafo, aunque no sé qué de

      monios harán con él.

      Y mientras firmaba un autógrafo en las guardas de un libro de Matemáticas a un zagalón de cerca de dos metros de estatura que la miraba con la boca abierta, sintió el primer fogonazo de un flash. Giró la cabeza y descubrió a dos hombres con grandes cámaras fotográficas, que la apuntaban desde todos los ángulos disponibles.

      —Son de la prensa –le aclaró Julio.

      Pensó que nunca le habían hecho tantas fotografías juntas en su vida: primero, mientras firmaba pacientemente los autógrafos; luego, caminando por los pasillos y el vestíbulo del centro, flanqueada por la directora y Julio; por último, en el despacho de la directora, donde le hicieron varias entrevistas.

      ¿Qué valoración puede hacer de este acto?

      ¿Qué le parecen los jóvenes de ahora?

      ¿Se siente feliz por haber regresado a su tierra?

      ¿Han cambiado mucho las cosas en los últimos años?

      Montones de preguntas que solo invitaban al tópico, nunca a la reflexión, ni a la crítica, ni tan siquiera a hurgar entre los recuerdos.

      Al despedirse de los periodistas, mientras les estrechaba la mano afectuosamente, les hizo un ruego:

      —Creo que me habéis sacado cientos de fotografías. Si mañana vais a publicar alguna en vuestros periódicos, elegid una en la que haya salido, si no guapa, por lo menos favorecida. Aunque no lo parezca, siempre he sido un poco presumida.

      Le hicieron gracia sus propias palabras y rió de buena gana. Su risa fue secundada por todos los presentes y los periodistas tomaron buena nota de sus deseos.

      Recordar aquel momento le hacía sonreír. No había mentido a los periodistas: siempre había sido presumida, desde niña, aunque nadie se hubiera dado cuenta de ello. Ahora, al cabo de los años, se encendía otra vez aquella llama y volvía a preocuparse por su aspecto.

      Aunque se lo negó a sí misma varias veces, tuvo que reconocer que el culpable de aquel arrebato de coquetería había sido Emilio Villarente, el mismo Emilio Villarente con el que bailó hasta la extenuación en las fiestas de San Roque del año... No podía recordar el año con exactitud, pero ella no tendría más de quince, y él uno más.

      El prado llano, situado entre las últimas casas del pueblo y la quebrada que se desplomaba hasta el río, había sido adornado con cadenetas de colores y una tira de banderas de papel. En un extremo se había colocado una carreta, y sobre ella un taburete de madera. Era todo lo que necesitaba Sito el del Acordeón, que se ganaba la vida tocando en las fiestas de todos los pueblos de la comarca.

      Emilio llegó con dos amigos algo mayores que él y enseguida se sumaron a la fiesta. No tardó Catalina en darse cuenta de que aquel muchacho no dejaba de mirarla, y eso le extrañó. Había muy buenas mozas en aquella fiesta, de su mismo pueblo y de otros pueblos vecinos, más altas que ella, más mujeres. Sin embargo, ¿por qué aquel desconocido no apartaba la vista de ella? En algún momento sintió que se ruborizaba un poco, y no le importó, pues sabía que algo de color no le vendría mal a su rostro siempre tan pálido.

      Su amiga Dolores fue la primera que se dio cuenta.

      —No te quita la vista de encima –le dijo.

      —¿Quién es?

      —No sé. Dicen por ahí que vienen de la cuenca minera.

      —No tienen planta de mineros.

      —Esos no han entrado en una mina en su vida –rió Dolores de buena gana–. Lo que no entiendo es qué hacen aquí.

      —Habrán venido a la fiesta, como otros.

      —Pero ellos no son como otros.

      —¿Por qué? –Catalina no parecía entender nada de lo que le decía Dolores.

      —Del que te mira tanto dicen que su padre tiene negocios.

      —¿Y qué tiene eso de malo?

      —Pues que el único negocio que tenemos los que vivimos aquí es comer todos los días un plato caliente. Ten cuidado, Catalina.

      —Cuidado... ¿de qué?

      —De él.

      Catalina sintió que las mejillas le ardían de rubor. Una cosa era un poco de color y otra un estallido. Estaba segura de que su cara se había vuelto tan roja como un tomate maduro.

      —¿Por qué me dices esas cosas?

      —Porque ya se acerca hacia aquí y seguro que te invita a bailar.

      —¿A mí?

      Cuando Catalina volvió la cabeza se encontró con el rostro de aquel muchacho, en el que el rubor también parecía estar haciendo mella. Era un chico alto y guapo. Su pelo, que brillaba a causa del fijador, estaba dividido por una raya que parecía haber sido trazada con una regla. Tenía los ojos oscuros y chispeantes.

      —¿Quieres que bailemos? –le preguntó.

      Catalina se dio cuenta de que le había costado pronunciar aquellas tres palabras. Había tenido que hacer un pequeño esfuerzo y, a pesar de todo, se trabó un poco. Era tímido, o quizá le pasaba como a ella, que aún no estaba acostumbrado a esas cosas.

      Catalina lo miró un instante y sus ojos se encontraron. Ninguno de los dos pudo aguantar la mirada y casi al mismo tiempo la bajaron y dejaron que se perdiera por la hierba recién segada del prado.

      —Bueno –respondió al fin Catalina–. Pero yo bailo muy mal.

      —Yo también –añadió Emilio.

      El acordeón de Sito arañaba la tarde y las notas se dejaban balancear por un viento suave de verano, que las llevaba y traía como

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