Noche de alacranes. Alfredo Gómez Cerdá

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Noche de alacranes - Alfredo Gómez Cerdá Gran Angular

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      8

      Miró el moderno reloj que su hijo le había regalado el último verano, cuando viajó desde Toulouse en coche con su esposa para pasar unos días con ella. Era una especie de caja de cristal de forma piramidal y una base dorada. La esfera blanca ocupaba casi todo el espacio, pero en un rincón, en la parte inferior, había dos muñequitos que no dejaban de bailar: media vuelta hacia un lado, media vuelta hacia el otro...

      —Lleva dos pilas –le explicó el hijo–. Una para que funcione el reloj y otra para que giren los bailarines.

      —Es muy original.

      Le sorprendió que aquel mismo día, mientras comían, su hijo le hiciese una pregunta que nunca antes le había hecho. Una pregunta obvia, pero que pronunciada por su hijo quizá encerrase una doble lectura, o una preocupación incipiente.

      —¿Te encuentras bien, mamá?

      —¿Tengo mal aspecto? –respondió ella de inmediato.

      —Al contrario, estás guapísima.

      —Me sorprende oír a mi propio hijo hablando asía su madre –rió Catalina, y guiñó un ojo a su nuera.

      —Estamos lejos, nos vemos poco... –recapacitó el hijo–. ¿No echas de menos Toulouse?

      La risa de Catalina se congeló un instante en sus labios.

      —Todos los días –respondió.

      —¿Por qué no regresas?

      —Porque, si lo hiciera, echaría de menos esto –y abrió los brazos, como queriendo abarcar muchas cosas, por supuesto cosas que no cabían entre las cuatro paredes del piso–. Pero no me preguntes por qué.

      Desde aquel día el reloj de los bailarines había permanecido en un estante del mueble librería. Solo lo había movido alguna vez, lo justo para quitarle el polvo.

      Y ahora ese reloj le estaba indicando que ya era muy tarde y que debería estar en la cama, durmiendo. Como decía ella, no tenía ninguna obligación y podía levantarse a la hora que le diera la gana, pero su cuerpo se había acostumbrado a unos horarios y a unas maneras. Y si las transgredía, protestaba de una u otra forma, y las protestas de su cuerpo no le resultaban agradables.

      Como si no se creyera la hora que marcaba el reloj de los bailarines, miró el de pulsera que ella misma llevaba. La coincidencia de la hora la intranquilizó aún más.

      —Una noche de alacranes –dijo en voz alta–. Eso es lo que me espera.

      Pensó hacerse una nueva infusión de tila, pero se limitó a coger la botella de licor y a echar un buen chorro en la taza. Comenzó a beberlo despacio. Le sabía mal. Nunca había tomado licor a palo seco. Solía añadirlo a alguna infusión o a algún guiso. Nada más.

      —Acabaré borracha –dijo–. ¡A mi edad!

      Su mente regresó de inmediato al instituto y se vio de nuevo en la mesa que habían colocado en el escenario, rodeada de zagales que seguían preguntándole cosas, a pesar de que ya había terminado el tiempo de las preguntas.

      —Recuerdos de mi abuela –le dijo de pronto una muchacha alta y guapa, que se mantenía todo el tiempo como acurrucada contra el corpachón de un compañero.

      —¿Me conoce tu abuela?

      —No –respondió la muchacha–. Pero me ha contado que desde que era casi una niña oyó hablar mucho de usted, y que se alegra de que haya vuelto a nuestra tierra, y que un beso muy grande de su parte.

      Se levantó y besó a aquella muchacha, y también al compañero que no se separaba de ella.

      —Dale un beso muy fuerte a tu abuela de mi parte –le dijo Catalina–. Y otro para ti, y otro para tu amigo.

      —Es mi novio.

      —Pues para tu novio.

      Los vio alejarse, enlazados por la cintura, acariciándose sin reparo, cuchicheándose al oído e intercambiándose besos, a veces candorosos, a veces apasionados.

      Siempre había pensado que, por mucho que cambiasen las costumbres de los seres humanos, había cosas inmutables que permanecerían por los siglos de los siglos, por ejemplo, el amor y la amistad. Sin embargo, cuando observaba a los jóvenes se preguntaba si el amor que ellos estaban descubriendo era igual al que ella creyó haber descubierto un día. Lo mismo le ocurría con la amistad.

      Pensó entonces que en algo más de medio siglo las cosas habían cambiado mucho en su tierra, en el país entero, en el planeta. Además, el cambio se había producido a velocidad de vértigo. El problema era para los mayores, como ella, que parecía que habían sido teletransportados desde las catacumbas de la historia a la ciencia ficción. Por eso, en muchos mayores cundía el miedo, o la perplejidad, o la indiferencia.

      Pero no era su caso. Ella era joven, a pesar de su edad. Se lo había oído decir a Picasso en una ocasión: «el que es joven, lo es toda la vida.» Lo había decidido hacía ya muchos años: sería joven hasta el último día; moriría joven, aunque tuviera cien años.

      Pero en ese momento recordaba a aquella pareja de zagales y se preguntaba cómo se comportaría ella si tuviera su edad. Negó con la cabeza, como si no quisiera ni pensarlo. Recordó que siempre, desde niña, le había gustado ser rebelde y hacer, además de las cosas que debía, otras que le apetecían. Había intentado que no hubiera distancia entre sus pensamientos y sus actos. Siempre le había desconcertado una pregunta: ¿por qué pensamos una cosa y hacemos otra?

      Casi todo lo que había hecho en la vida, incluso las cosas más arriesgadas y peligrosas, tenía que ver con esa pregunta, sobre todo desde que un día decidió que no quería vivir con aquella contradicción en su conciencia. Fue el mismo día en que, desoyendo los consejos que le daban, decidió volver a salir con Emilio Villarente.

      Se recordó a sí misma, abrazada al cuerpo de Emilio, sobre el transportín de su bicicleta, por un camino que la lluvia y el paso del ganado hacían casi impracticable. Le parecía entonces que no podía existir nadie en el mundo con más pericia que él para esquivar cada bache y cada charco. La bicicleta se bamboleaba, saltaba incluso; pero nunca perdía el equilibrio.

      Recordó de nuevo a la muchacha del instituto y a su novio, tan grandullón. Se preguntó si a pesar de las formas, de las apariencias, de la época, había un sentimiento común a ambas parejas.

      —Tiene que haberlo –dijo en voz alta.

      Sabía que los zagales de ahora cambiaban de pareja como de zapatos, o incluso más. A ella no le parecía mal, pues estaba convencida de que de esta forma reconocerían mejor a ese gran amor que seguro que un día se iba a cruzar en sus vidas. Y algo parecido pasaba con las amistades. Todos los jóvenes, sobre todo los de ciudad, se movían dentro de grupos muy numerosos.

      Ella, sin embargo, a esa edad solo tuvo un amor y una amiga.

      La amiga se llamaba Dolores y nunca salió de los confines del pueblo.

      Dolores era lo contrario que ella en todos los aspectos. Era ancha de cuerpo y muy alta, le sacaba la cabeza entera. A pesar

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