Noche de alacranes. Alfredo Gómez Cerdá

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Noche de alacranes - Alfredo Gómez Cerdá страница 8

Noche de alacranes - Alfredo Gómez Cerdá Gran Angular

Скачать книгу

tronco y cogió un puñado.

      —No vuelvas a acercarte a ese –le dijo de pronto.

      Catalina se quedó cortada, sin saber muy bien a qué se estaba refiriendo su hermano. Cuando adivinó la intención de sus palabras, sacó su genio y le preguntó:

      —¿Y por qué no puedo acercarme a ese?

      —No es de los nuestros. Su padre tiene negocios, tiene dinero.

      —¿Y eso es malo?

      —A lo mejor en otro lugar y en otra época no sería malo, pero aquí y ahora sí que lo es.

      —No te entiendo.

      —Ya lo entenderás cuando te hagas mayor.

      A Catalina le indignaron profundamente las palabras de su hermano. No tanto que se permitiera decirle lo que tenía o no que hacer, como que diese por sentado que aún no era mayor. Ella sola se había ocupado de la casa, de la huerta, de la leche de la vaca... ¡Cómo podía decirle que todavía no era mayor! Que estuviera tan flaca no era culpa suya. Además, acababa de mirarse en el espejo mágico del río y el agua clara le había revelado el secreto: era una mujer, como las demás, o más delgada que las demás; pero una mujer.

      Enfadada, le dio la espalda y se dirigió hacia la puerta de casa, pero la voz del hermano la detuvo.

      —Catalina.

      Volvió la cabeza y lo miró. Vio que la expresión de su rostro había cambiado. Ahora parecía turbado por algo, como si algún asunto lo estuviera recomiendo por dentro.

      —¿Qué ocurre? –preguntó con inquietud.

      —Esta noche me voy –respondió el hermano.

      —¿Te vas? ¿Adónde?

      —Con los del monte.

      Catalina cerró los ojos. Si tenían pocos problemas, a partir de ahora iban a tener otro más.

      —Pero los guardias acabarán matándolos a todos.

      —Prefiero eso antes que vuelvan a llevarme al cuartelillo y... –la voz del hermano se quebró por la rabia–. Al menos allá arriba me sentiré un hombre, no una rata.

      Catalina avanzó hacia él.

      —¿Se lo has dicho a madre?

      —No.

      —¿Se lo dirás?

      —No hace falta. Cuando mañana no me encuentre en casa, ya sabrádónde estoy.

      Luego cogió otro puñado de fresas y comenzó a comer.

      —Están buenísimas –sonrió–. Ya me dirás de dónde las coges.

      —Es un secreto.

      —Muchos secretos me parece a mí que tienes.

      Catalina sintió una enorme tristeza, que venía a sumarse a otras tristezas. Durante los últimos años la vida parecía reducirse a eso: una pena detrás de otra pena, un dolor detrás de otro dolor... Y la cuenta parecía no tener fin. Se preguntó una vez más qué habría ocurrido en aquella tierra, en los límites para ella confusos de su propio país, para que años atrás estallara una guerra que había liberado a todos los demonios, unos demonios que ahora campaban a sus anchas por doquier.

      7

      A la mañana siguiente se despertó temprano. Le extrañó el silencio que reinaba en la casa y saltó de la cama. Corrió hasta la habitación de su madre y la encontró vacía. Tampoco estaba en la cocina, donde el fogón ni siquiera había sido encendido. Se vistió a toda prisa y salió al exterior. Miró a un lado y a otro. Los primeros rayos de sol se filtraban entre las ramas más altas de los árboles y los zorzales reverenciaban con su canto al nuevo día.

      Catalina sintió ganas de gritar, de llamar a voces a su madre y a su hermano. Pero no lo hizo. Algo dentro de ella le decía que en aquella tierra se contenían los impulsos, se ocultaban los sentimientos, se escatimaban las palabras. Y ella, le gustase o no, formaba parte de aquella tierra. Estaba marcada para siempre por ella y por sus costumbres ancestrales.

      Echó a correr por el sendero y, tras el primer recodo, descubrió a la madre. En pie, inmóvil como una estatua, con la mirada fija en el monte, en esa sucesión de montes que parecía no tener fin. Aminoró el paso y se acercó a ella. Sin decir nada, se colocó a su lado y contempló también las montañas. Varios neveros tapizaban las cumbres más altas, donde se arremolinaban algunas nubes, y los bosques espesos cubrían las laderas y los valles por los que se despeñaban los regatos que alimentaban a los ríos. Pensó entonces que no podía existir en el mundo un lugar tan bello. Pero comprendió al instante que no siempre los lugares bellos son los mejores para vivir y que incluso el ser humano no podría subsistir en algunos de ellos. ¿No estaban hechas aquellas cumbres para los osos, los corzos y otros animales? ¿Por qué entonces algunas personas tenían que refugiarse allí y vivir como las alimañas? ¿Por qué su propio hermano había decidido hacerlo?

      —Se ha ido con los del monte –le dijo de pronto su madre.

      —Lo sé.

      —Echaremos de menos sus brazos.

      A Catalina le aguijonearon aquellas palabras. ¿Cómo podía decir que echarían de menos sus brazos? ¿Solo sus brazos? A ella le tenían sin cuidado sus brazos; echaría de menos al hermano, todo entero: su voz y su mirada, su cuerpo, sus pasos, sus silencios, su complicidad, su cariño, su olor, su presencia... ¿Qué importaban unos simples brazos cuando faltaba todo lo demás?

      Entonces se dijo que su madre tenía que sentir lo mismo que ella, y con mayor motivo. Era una madre que acababa de separarse de un hijo que había decidido jugarse la vida por un poco de dignidad. Pero... ¿por qué una vez más se negaba a admitir sus sentimientos,

      o al menos, a exteriorizarlos? Miró una de las peñas que sobresalía entre el follaje, una peña sólida y altiva, a pesar de las múltiples heridas que los vientos y hielos de siglos le habían ocasionado, y pensó que la gente de aquella parte del mundo no nacía de madre, sino de las propias rocas. Era algo que tendría que asumir durante toda su vida. Solo asumiéndolo podría corregirlo un poco.

      Desde la partida del hermano la madre se volvió aun más callada y silenciosa. Catalina lo notaba y procuraba hacerle hablar a todas horas, pues temía que de lo contrario llegase a quedarse muda. La asediaba a preguntas. Pero la mayor parte de las veces la madre le respondía con monosílabos e, incluso, con un gesto de su cabeza

      o de sus manos. Su vida había sido una cadena de renuncias y ahora parecía querer avanzar un eslabón más: renunciar a las palabras, a la voz, al idioma.

      El mismo día de la partida de su hermano, sintió Catalina que la tristeza se había instalado definitivamente en su casa. Nada podía hacer por combatirla. Su fuerza era muy grande, sobre todo porque no podía verse ni tocarse. Estaba allí, en todos los rincones de la casa, en los surcos de la huerta, entre los maderos del establo, incluso se extendía por el camino y por el río. Estaba allí y ella notaba su incómoda presencia. La tristeza había empezado a formar parte de aquel lugar,

Скачать книгу