Noche de alacranes. Alfredo Gómez Cerdá

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Noche de alacranes - Alfredo Gómez Cerdá Gran Angular

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la garduña se deslizaba con sigilo entre la hojarasca, donde unos cuantos hombres liaban un cigarrillo para quemar la nostalgia y la rabia.

      —¿Cómo te llamas?

      —Catalina. ¿Y tú?

      —Emilio.

      —No eres de aquí, ¿verdad?

      —Vivo en un pueblo de la cuenca minera.

      —Pero... tú no eres minero.

      —No.

      —¿Y a qué te dedicas?

      —Estudio.

      —¿Y qué estudias?

      —El bachillerato.

      —Yo no he ido al colegio. Cuando iba a empezar, llegó la guerra.

      —No importa.

      —Sí que importa.

      Bailaron juntos toda la tarde, con una energía que solo su juventud podía proporcionar. Les daba igual la pieza que interpretase Sito el del Acordeón. Ellos danzaban y saltaban al ritmo de la música, y hasta el prado llano se les quedaba pequeño en algunas ocasiones, a pesar de que allí se habían jugado hasta partidos de fútbol. Perdieron la timidez del principio y hablaban de mil cosas sin orden ni concierto. Todo les hacía gracia y no dejaban de reír. Tan embelesados estaban que no se dieron cuenta de las miradas que algunos les dirigieron, de los comentarios que se cruzaban, de gestos demasiado elocuentes.

      Al anochecer Sito guardó su acordeón y se acabó la fiesta, pues los guardias no permitían ninguna algarabía en la oscuridad.

      Emilio y Catalina se despidieron junto a una fuente en las afueras del pueblo, a la que ella lo había llevado para beber un poco. El agua manaba allí mismo y un trozo de teja servía de canalillo. Bebieron hasta saciarse y se empaparon la cara.

      —Me gustaría volver a verte –dijo entonces Emilio.

      —Bueno –respondió Catalina.

      —¿Me das un beso?

      Catalina volvió a ruborizarse. Se alegró de que ya fuera de noche y de que momentos antes se hubiera mojado la cara. Se acercó un poco a Emilio y, sin mirarlo, le besó en la mejilla.

      Luego, Emilio echó a correr en busca de sus amigos y ella regresó al pueblo caminando muy despacio. Nada de lo que veía le parecía igual.

      6

      En su casa no había espejos. Su madre había roto el único que tenían el día en que volvió con la cabeza completamente rapada.

      Cuando pasaron al interior, Catalina, con una pizca de orgullo, dijo:

      —Descuide, madre, que yo me he ocupado de todo.

      La madre miró a su alrededor y pensó que nunca las cosas habían estado tan ordenadas en aquella casa. Se acercó a Catalina y le acarició el pelo.

      —Mi pequeña –dijo en voz baja.

      Fue el único momento de ternura que se permitió.

      Luego descolgó el espejo de la pared y se miró la cara. Al notar que se le saltaban las lágrimas, se volvió para que sus hijos no la vieran llorar. Después arrojó con fuerza el espejo contra el suelo y lo hizo mil pedazos.

      Ese día su madre se ató un pañuelo negro a la cabeza. Un pañuelo que solo le dejaba al descubierto los ojos, la nariz y la boca. Y desde entonces para Catalina la imagen de su madre permaneció asociada a aquel pañuelo, del que nunca más se separó, a pesar de que el pelo volvió a crecerle con la misma fuerza que antes.

      Catalina barrió los fragmentos del espejo. Y cuando los llevaba a la basura en el recogedor, apartó el trozo más grande, que tenía forma triangular, y que cabía en la palma de su mano. Guardó aquel trozo de vidrio azogado en el hueco de un árbol, de donde lo sacaba de vez en cuando para tratar de mirarse. Pero era tan pequeño que solo podía verse por partes: ora un ojo, ora el otro, ora la boca, ora la nariz...

      El día siguiente a la fiesta de san Roque en la que había conocido a Emilio, Catalina salió a primera hora de la tarde en busca de fresas silvestres. Cogió un cesto de mimbre y caminó junto al río, remontándolo, siempre cuesta arriba. Conocía algún lugar donde se daban las fresas y, si alguien no las había descubierto ya, confiaba en poder regresar con el cesto lleno. Abandonó pronto el camino y tuvo que abrirse paso entre helechos y espesos escobedos. Poco a poco, se fue dejando tragar por el bosque. Y a pesar de que no era tan recia como otras y de su carácter más bien asustadizo, en el bosque se movía a sus anchas, como un trasgo que hubiera nacido en aquellos robledales inmensos, o sobre las rocas a las que se aferraba el musgo y entre las que serpenteaba el río, cada vez más impetuoso.

      Como esperaba, llenó el cesto de fresas silvestres, aunque no sin esfuerzo, pues alguno de los lugares que conocía ya había sido pelado, quizá por algún animal, quizá por algún ser humano. Pero su intuición no le falló y finalmente encontró lo que deseaba.

      Sudorosa, pues agosto se mostraba implacable, decidió regresar. Pero entonces recordó que se encontraba cerca de una pequeña tabla que formaba el río después de precipitarse desde unas peñas. Era el lugar ideal para refrescarse un poco. Decidió acercarse hasta allí y se arrodilló en la orilla. El agua casi parecía remansada. Acercó su rostro y sus manos a la superficie del agua, con intención de remojarse, y entonces se dio cuenta de que ante sí tenía un inmenso espejo, mucho más grande que el que su madre había convertido en añicos.

      Durante un buen rato contempló el reflejo de su propio rostro y pensó que no era feo ni desagradable y, aunque algo infantil, no era el de una niña. Entonces, sin poder explicarse los motivos de su reacción, se quitó toda la ropa y contempló su cuerpo.

      Sí, estaba delgada, muy delgada, se le podían contar todas las costillas. Los huesos de los hombros y de las caderas se le notaban demasiado y, además, sus piernas eran dos palitroques. Pero no dejaba de mirarse y de sorprenderse de sus formas. A pesar de todo no era ya una niña, porque dos senos irrumpían con timidez en su pecho y porque un vello ensortijado ocultaba su sexo.

      Se lanzó al agua con decisión y se zambulló entera. Estaba muy fría, pero deliciosa. Sintió cómo seleponía la carne de gallina y cómo sus pezones se endurecían. Como no sabía nadar, chapoteó para entrar en calor. Entonces pensó en Emilio y le pareció lógico que se hubiera fijado en ella, lo mismo que ella se había fijado en él. Ya no era una niña, a pesar de que su cuerpo no quisiera desarrollarse al ritmo que dictaba la madre naturaleza.

      Se tumbó sobre una roca lisa para secarse. La roca estaba tibia y, a pesar de su dureza, resultaba muy agradable. El calor que desprendía la propia roca se juntaba con el del sol y, entre ambos, conseguían una sensación placentera.

      A Catalina le sorprendió comparar aquella sensación que estaba experimentando con la que había sentido la tarde anterior, bailando una y otra vez con Emilio. Le dieron vergüenza sus propios pensamientos y se dijo que no tenía nada que ver una cosa con la otra.

      Se vistió despacio y, antes de regresar, volvió a mirarse en el espejo que acababa de descubrir. Con los pelos alborotados,

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