Maximina. Armando Palacio Valdes
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Aquella noche insertaba La Independencia el siguiente suelto: «Parece que encuentra dificultades en Roma la preconización del obispo electo de Málaga Sr. N***, primo hermano del presidente del Consejo de ministros». Leyó éste la noticia en la cama y quedó altamente sorprendido, según confesó después á sus amigos, pues la especie de que el Papa se oponía á la preconización de su primo se la había trasmitido el embajador por telégrafo. Dando vueltas á la imaginación, recordó que aquella tarde, después de leer el telegrama, una sombra le seguía por los pasillos del Congreso, y le aguardaba á su salida del retrete. El presidente adivinó de pronto y soltó una gran carcajada.—«¡Vaya, buen provecho!»—dijo apagando la luz.
V
TRILLA se había acostado por la noche calenturiento, nervioso. La cosa no era para menos. Había perdido por segunda vez el semestre. Quedaba por lo tanto expulsado de la Academia de Estado Mayor.
Se lo había dicho el corazón antes de entrar en el examen:—«Jacobo, te van á preguntar con seguridad el péndulo, que es en lo que estás más flojo.»—Y en efecto, así que tomó asiento delante del tribunal, ¡zas! el profesor de mecánica le dice con acento almibarado:
—Tenga usted la bondad, Sr. Utrilla, de desarrollarnos la teoría del péndulo.
El cadete se levanta un poco pálido y mira con ojos extraviados al tribunal. El profesor de álgebra sonríe irónicamente adivinando su confusión. ¿Por qué le había tomado tal ojeriza aquel tío? Utrilla sólo se lo explicaba por envidia. El profesor le había visto haciéndose el oso con Julita en un teatro. Se levanta, y con paso vacilante va al matadero, quiero decir, al encerado. Traza con mano trémula algunas cifras, y al cabo de quince minutos exhala un gran suspiro de descanso y se vuelve al tribunal. El profesor de Mecánica vuelve la cabeza, varias veces en signo negativo:
—No es eso, Sr. Utrilla, no es eso.
El cadete borra con la esponja las cifras que había trazado, y vuelve á comenzar la operación. Otro cuarto de hora de silencio; otro suspiro de descanso; más signos negativos por parte del profesor.
—Tampoco es eso, Sr. Utrilla.
Y Utrilla borra de nuevo, y de nuevo comienza á trazar guarismos. Pero esta vez desfallecido, confuso, lívido, pensando ya en la muerte.
—Tampoco, tampoco es eso, Sr. Utrilla—manifiesta el profesor con acento compasivo.
El de Álgebra sonríe mefistofélicamente, y dice con retintín en andaluz cerrado:
—De tre manera lo sé esí... percuraaor... porcurador y precurador.
Los señores del tribunal se tapan los ojos con la mano para ocultar la risa. Aquella burla le llega al alma á nuestro cadete, quien muda de color varias veces en pocos momentos.
—Puede usted retirarse—le dice el profesor de Mecánica, haciendo esfuerzos inútiles por ponerse serio.
El hijo de Marte se retira tropezando con todos los objetos, porque no ve. El cuello más largo, la nuez más abultada, el corazón roído por el despecho y la cólera.
Después vino á casa, y por consejo del ama de llaves se desmayó. Su padre, al saber la causa, lejos de socorrerle, exclamó furioso:
—¡Así te murieses, gran tuno! Me lleva consumido este chico más paciencia y más dinero que él vale.
Después vino la consiguiente escena de familia. Al salir del desmayo le pasaron recado de que su padre y su hermano le esperaban en el despacho del primero. Allí padeció nuestro soldado nueva y dolorosa humillación. Su padre le increpó con saña, le llamó imbécil y badulaque y le mostró el libro de cuentas donde constaban sus gastos:—Por tantos meses de preparación de matemáticas... tanto; clases de dibujo... tanto; uniforme de gala... tanto; ídem de diario... tanto; etc., etc.
Mientras su señor padre daba lectura con voz alterada de esta cuenta, su hermano mayor rechinaba los dientes como un condenado. De vez en cuando dejaba escapar un sonido gutural lamentable, como si algún diablo previsor viniese en aquel instante á echar más carbón en el horno donde le tostaban. Al fin, en un momento de respiro, pudo exclamar sordamente:
—¡Y que un hombre se esté mortificando de la mañana á la noche, metido entre sebo y porquería, para que lo que él suda se lo gaste un señorito en cintajos y copas de cognac!
—¡No sucederá más, Rafal, te lo juro!—gritó el padre.—Desde mañana este mocoso te ayudará en la fábrica. ¡Allí aprenderá cómo se gana el pan!
El ex-cadete quedó anonadado. ¡Él, un caballero cadete del cuerpo más aristocrático del ejército, pasar de pronto al servicio de una fábrica de bujías! Para Utrilla, esto era el colmo de la degradación. Guardó unos instantes de silencio, y al cabo profirió grave y pausadamente con su voz de bajo profundo:
—Si se ha de arrastrar mi dignidad hasta convertirme en un capataz de fábrica, valiera más que me sacasen ustedes al campo y me pegasen cuatro tiros.
—¡Cuatro palos que te deslomen te voy á dar yo, haraganazo! ¡Aguarda, aguarda!
Y el honrado fabricante giró en torno del despacho la irritada vista, y percibiendo un bastón de caña, arrimado á la pared, se lanzó con furia á empuñarlo. Pero ya Aquiles, el de los pies ligeros, había salido de la habitación y en cuatro trancos se había retirado á su tienda.
Una vez en ella, después de haber dado vuelta á la llave con admirable escrupulosidad y haber escuchado atentamente un rato con el oído pegado á la cerradura, á fin de cerciorarse de que Peleo no había pasado del promedio del corredor, pudo entregarse libremente á la meditación. Comenzó á recorrer la estancia en sentido oblicuo con las manos en los bolsillos, la cabeza hundida en el pecho, los hombros levantados, pensando seriamente en que... Pero la espada tropezaba á cada instante en los muebles y se le metía entre las piernas, estorbándole para andar. Se despojó de ella y la tiró con displicencia militar sobre el sofá. Pensó en que tenía dos caminos delante de sí. Uno, el de escaparse de casa, sentar plaza y satisfacer de esta suerte la única vocación de su vida. Otro, el de asistir á la fábrica y trabajar en ella como su hermano. Era preciso tomar una resolución decisiva, como convenía á su carácter inflexible y enérgico. Y en efecto, nuestro ex cadete, con una energía que no encontrará muchos imitadores en esta época degenerada, adoptó prontamente el acuerdo de trabajar en la fábrica de bujías. Resuelto este punto importantísimo, quedó más tranquilo, y pudo detenerse un momento á encender un pitillo. Quedaba otro, no obstante, de gran trascendencia, el de lavar la afrenta que el profesor de Álgebra le había hecho durante el examen.